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lunes, 31 de enero de 2011

Poesía Abierta, siempre de actualidad

-Pues sí, pues sí-dice al fin, tímido, el autoestopista.
-Pues no, pues no. Y como el coche es mío ya mismo te abajas.

Concluida en el episodio anterior una primera selección de sonetos en el siglo de Oro (¡Oh, Ro!), toca cumplir la promesa de cotinuar con una muestra de cada uno de aquellos y aquellas excelsas poetas más detallada. Ya ves, siempre de actualidad.

Comenzaremos por Gutierre de Cetina. ¿Por qué? ¡Qué se yo! En la Biblioteca Virtual Cervantes se encuentra un documento con 249 tales formas de su autoría. Como allí no se revela si ésta(¿con tilde o sin tilde?) es toda la producción poética de Gutierre de Cetina (se cita únicamente un madrigal: "Ojos claros, serenos"), ni siquiera si todos sus sonetos, ni se da motivo alguno para su secuenciación y enumeración (en romanos, tan antipática para un matemático: pues la mayor contribución de los romanos a las Matemáticas consistió en matar al excelso Arquímedes), yo me permito reproducirlos sin numerar. Y sólo por comodidad (me empeño en acentuar sólo), mantengo el orden.

Comenzamos.

Un blanco, pequeñuelo y bel cordero
Vandalio para Dórida criaba,
cuando viendo que el lobo lo llevaba,
dijo alzando la voz, airado y fiero:

«¡Al lobo, al lobo, canes, que os espero,
Argo, Trasileón, Melampo, y Brava!
¡Hélo!, Brava lo alcanza y, ¡hélo!, traba.
Soltado lo ha el traidor, por ir ligero.

Ya lo veo y lo alcanzo, ya lo tomo;
ya se embosca el traidor, ya deja el robo;
ya mis canes se vuelven victoriosos.»

Así decía Vandalio, y no sé cómo
por entre aquellos álamos umbrosos
Eco resuena ahora: ¡Al lobo, al lobo!

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Debajo de un pie blanco y pequeñuelo
tenía el corazón enamorado
Vandalio, tan ufano en tal cuidado,
que tiene en poco el mayor bien del suelo.

Cuando movido Amor de un nuevo celo,
envidioso de ver tan dulce estado,
mirando el pie hermoso y delicado,
el fuego del pastor muestra de hielo.

En tanto, el corazón que contemplaba
el pie debajo el cual ledo se vía,
con lágrimas de gozo lo bañaba.

Y el alma, que mirando se sentía,
con fogosos suspiros enjugaba
las mancillas que el llanto en él ponía.

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