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jueves, 29 de marzo de 2012

Mesonero Romanos, cómo son "Las casas por dentro"

Las casas por dentro

Carta de un curioso provincial al curioso madrileño

«Señor Curioso, muy señor mío: desde que hallándome en esa capital empezó V. a publicar sus observaciones sobre las costumbres de Madrid, en el periódico titulado Cartas españolas, me incluí en el número de los suscritores a dicho periódico, lisonjeado por la idea de que, aun después de mi salida de ésa, refrescaría en mi servicio aun imaginación (con el auxilio de V.) aquellos cuadros que tantas veces habían herido mis sentidos. Otro servicio aún más importante me ha hecho V., cual es el de haberme relevado de la insoportable precisión de responder a tantas preguntas como al regresar de mis correrías me hacían siempre mi mujer, mis hijos y mis amigos; precisión a la verdad más dura que lo que parece; pues ya sabe usted que el hacer descripciones no es para todos, y más si han de reunir las circunstancias de verdad, chiste e interés. Así es que vi el cielo abierto con la oferta de usted, y desde entonces, cuando alguno me importuna con sus dudas sobre tal o cual objeto de la corte, siempre le remito al momento en que a V. se le ponga en las mientes hablar de él.

»Pero es el caso, señor Parlante , que como quiera que es más fácil preguntar qué responder,casi siempre me encuentro atrasado de contestaciones con estas gentes, y Dios sabe lo que V. me hace penar hasta que llega la suya. Pero llega, y entonces es el pavonearme yo, reunir la asamblea, desplegar majestuosamente el papel, correr la vista en silencio por las primeras líneas, sonreírme un tanto, gozándome en la impaciencia de mis oyentes, y empezar en fin mi lectura con todo el énfasis de un poeta novel.

»Mas la exigencia de los demandantes rara vez se da por satisfecha con la ración que V. nos concede; quisieran ellos en pocos momentos ponerse al corriente de lo que sin duda habrá costado a V. muchos años de observación; y si bien esta ansiedad me parece injusta e irreflexiva, no dejo, sin embargo, alguna vez de convenir con ellos en ciertos extremos.

»Por ejemplo, no pudo menos de hacerme fuerza la reflexión de una de mis niñas, que decía días pasados: -¿Por qué ese señor Curioso casi siempre nos habla de los objetos públicos, como calles y paseos, y nada nos ha dicho aún del interior de las casas? Pues qué, ¿nada hay que decir de ellas en Madrid? -Calla, niña (la contesté yo), que todo se andará si el palo no se rompe , y trazas lleva el tal señor de no dejarlo tan pronto. -Mas si bien es cierto que la hice callar, no así calló mi imaginativa, que me inclinó a pensar que la chica podría tener razón, y que si en lo sucesivo habíamos de juzgar con acierto de los dramas íntimos que nos presente en sus cuadros familiares, era indispensable ante todas cosas hacernos tomar conocimiento exacto del lugar de la escena.

»Fue tanta la fuerza que me hizo esa consideración, que me determiné a escribirle a V., y para más empeñarlo en mi objeto (y sin que sea visto querer introducirme en su terreno), me ha parecido conveniente hacerle una ligera descripción de la casa en que yo viví en Madrid por si en ella encuentra alguna o algunas circunstancias que pueden aplicarse cómodamente a las demás.

»Pero antes de dar principio a mi bosquejo, será bien enterar a V. de que mi marcha a Madrid fue convidado por los veraces ofrecimientos de un antiguo amigo, sujeto de consideración en la corte, el cual exigió de mí la circunstancia de haber de habitar en su casa, con el objeto de no apartarnos un punto en mis correrías por el pueblo; la posición social de mi amigo, y sus más que medianas facultades, me convencieron de que sus ofertas no le serían molestas, y acepté el convite.

»Di fondo en una de las cinco grandes calles que desembocan en la famosa Puerta del Sol, y delante de un longuísimo caserón. La multitud de sus balcones y ventanas; la elegancia de su pintura, aún reciente, y las demás circunstancias que constituían su adorno exterior, me afirmaron en la idea de que iba a habitar en un palacio y en el seno de las comodidades; pero puse el pie en el portal y desapareció la ilusión, echando de ver, por mi desgracia, que éste era el primer petardo que se me ofrecía en Madrid.

»Por de pronto, el tal portal era medianamente estrecho, oscuro y prolongado, y la mitad de su espacio hallábase acotado por un remendón de zapatos, que a falta de portero, ejercitaba no mal el oficio de despertador; la otra mitad se hallaba interrumpida por el doble y repugnante depósito indispensable en los portales de la corte; por manera que para ganar la escalera era forzoso atravesar entre ambos escollos; es verdad que, en logrando pillar ésta, ya podía uno olvidarse de aquéllos, para ocuparse exclusivamente en las revueltas, desniveles y tortuosidades de tan ingeniosa arquitectura; sólo tenía una contra tan prolijo examen, y era que si por casualidad se oían resonar en la parte más alta las rotundas pisadas del aguador asturiano, no había más remedio que volver a bajar, o hacer que él volviese a subir, por la imposibilidad de hallar paso simultáneo. El adorno de tan magnífica escalinata era correspondiente, y consistía en una barandilla de hierro, enemiga natural de todo guante de color; unas ventanas que daban a un patio, cubiertas con vidrios verduscos y ennegrecidos por las moscas (a excepción, empero, de algunos más claros que los de Venecia, por donde se trasmitía, no sólo la luz, sino el aire y el agua), y en lo alto de toda la fábrica, un tragaluz, que propiamente se la tragaba, y aun también a una numerosa cohorte de bichos centípedos que habitaban aquellas regiones.

»Delante de la meseta principal, un vaso de vidrio, enclavado cerca de una ventanilla, prestaba su escasa luz durante las primeras horas de la noche. Por último, en cada descanso había dos o tres o más puertas que indicaban otras tantas habitaciones separadas, y al lado de cada una colgaba un pedazo de cordel, un hilo de alambre o una cadena tosca de hierro para llamar. Exceptúanse, sin embargo, algunas puertas del piso tercero, donde, sin necesidad de llamar, solían abrir al menor ruido de botas.

»Mi amigo, según pude averiguar a duras penas, ocupaba una de las habitaciones principales. No puedo negar a V. que la primera vista de ella me causó mucha extrañeza, no acertando a encontrar la más mínima analogía entre las circunstancias del sujeto y las de la habitación; pero poco a poco me fui convenciendo de que todo consiste en los nombres de las cosas más que en las cosas mismas, y que tal podría yo tomar por estrecha y mezquina venta, que no fuese sino espléndido y cómodo castillo.

»Después de una antesala, que por lo breve podría pasar por esdrújulo, se entraba en el gran salón, que consistía en un cuadri no más longo que de unos veinte pies por quince de ancho. Compartían la pared de fachada dos balcones, dejando en el medio un espacio suficiente para un espejo, una mesa con un reloj y dos quinqués. La pintura de toda la sala era sencilla, de color caña, interrumpida en las esquinas por fajas de otros colores, un sofá, una docena de sillas, cuatro chucherías en las rinconeras, seis vistas de la Suiza en sendos marcos de caoba, una modesta lámpara pendiente del techo, y un velador colocado debajo concluían el adorno del salón principal; el gabinete inmediato jugaba por el mismo estilo, si bien ostentaba dos muebles más, a saber, el indispensable brasero y una jaula dorada cerca del balcón. La alcoba principal no tenía más relieve que la cama lisa, llana y limpia de colgaduras y garambainas. Pasábase después a unos dormitorios a guisa de camarotes de fragata, tan espaciosos, que el durmiente podía muy bien formarse una perfecta idea de su última mansión. En seguida me ostentó mi amigo sus galerías , que eran dos corredores, cuyas inevitables paredes se iban desgastando en los codos de los transeúntes. Éstas estaban adornadas con colecciones muy entretenidas de mapas de las provincias de Valaquia y Moldavia.

»También tenemos aquí nuestro jardín» -(me dijo, asomándome a un estrecho patio, donde campeaban hasta unos ocho tiestos, y cuya elevada altura, cruzada en todas direcciones de cuerdas llenas de ropas puestas a secar, le daban cierta semejanza al interior de un buque empavesado). Luego me llevó al comedor ; verdad es que entonces estaba haciendo de sala de baño ; después me mostró su estudio , cuyas vistas agradables sobre un tejadillo le hacían muy a propósito para el caso. -¿Y el tocador de tu esposa? le dije yo. -Ya le hemos dejado adelante, en aquella pieza donde tengo mi biblioteca. -¿También ésa? -También ésa. -En efecto; luego pasamos por la biblioteca, y vi sobre una mesa dos legajos de Diarios de Avisos, una Guía de forasteros, un calendario, un tomo cuarto del Quijote, y una novela sentimental, que el maestro de baile había prestado a la señorita. -Por último, vimos la cocina , que era ancha como cañón de chimenea y tan clara como las Soledades de Góngora; no tengo necesidad de advertir que se hallaba adicionada con el estrecho recinto que más lejos de ella debía colocarse, porque ya se sabe que ésta es circunstancia indispensable en las cocinas de Madrid. Desde allí se pasaba a una despensa , lo suficientemente húmeda para prestar cierto saborete a todos los bastimentos en ella apiñados; y, por último, se bajaba a los sótanos y bodegas , cuya extensión era tal, que había que mirarlos desde la escalera siempre que estaban surtidos de un carro de carbón o de dos arrobas de vino.

»Tal, amigo mio, era la habitación principal de esta casa; juzgue V. ahora de las demás. Pues siendo cual era, tenía dos tiendas, y en ellas vivían un sombrerero y un ebanista; el zapatero del portal dormía en un chiribitil de la escalera; un diestro de esgrima en el entresuelo; un empleado y un comerciante en los principales; un maestro de escuela y un sastre en los segundos; una ama de huéspedes, una modista y una planchadora en los terceros; un músico de regimiento, un grabador, un traductor de comedias y dos viudas ocupaban las buhardillas, y hasta en un desvancillo que caía sobre éstas había encontrado su asiento un matemático, que llevaba publicadas varias observaciones sobre las principales alturas del globo.

»Por lo que a mí toca, bien pronto empecé a suspirar por las comodidades a que estaba acostumbrado, y así es que a los dos meses abandoné aquella mansión y volví esta provincia; pero júrole a V. que no pude hacerlo sin notable deterioro de mis sentidos; pues gracias a la escasa luz que el patio empavesado nos suministraba, perdí algunos grados de vista; mi olfato llegó casi a neutralizarse con las continuas exhalaciones de los pozos, albañales, comunes y vertederos de la tal casa; por una consecuencia inmediata vino a resentirse el gusto, que siempre tuve delicado; el oído perdió su natural fineza con la bataola del zapatero, del ebanista, del esgrimidor, de los chicos de la escuela y del músico, sólo el tacto llegó a sutilizárseme hasta un punto tal, que atajaba en su camino en el punto y hora que quería a las antropófagas chinches que paseaban mi persona en aquellas fementidas alcobas durante la hora de la siesta.

»He aquí, curiosísimo señor, la pintura fiel de mi habitación en Madrid; ignoro si las demás (hablo tan sólo de las de la clase media) se le parecen, y en este caso no puedo menos de compadecer a ustedes, porque pagan aprecio de oro tantas inconveniencias, mientras aquí disfrutamos habitaciones cómodas y aun regaladas por lo que ahí cuesta una buhardilla. De todos modos, espero que me conteste para desengañarme, y que reconozca desde ahora uno de sus apasionados en - El Provinciano ».

Y el Parlante , poco deseoso de decidir tamaña cuestión, deja por hoy a sus lectores la propiedad de inclinarse al partido que bien quieran, y al Provinciano la posesión de ejercitar su despiadada sátira contra las casas de Madrid.
(Julio de 1832)

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