VII (1)
Las patricias también están en las terrazas con los brazos cargados de cañas negras.
Nuestros libros leídos, nuestros sueños herméticos ¿no eran más que esto? Entonces ¿dónde está la ventura, dónde la salida? ¿Dónde está lo que nos falta y cuál es el suelo que nosotras no hemos hollado?
¡Nobleza, has mentido! ¡Nacimiento, traicionaste! ¡Oh risa, gerifalte de oro sobre nuestros jardines quemados! El viento arrastra a los parques de caza la pluma muerta de un gran nombre.
La rosa fue despojada de su aroma y la rueda está legible en las resquebrajaduras frescas de la piedra; y la tristeza abrió su boca en la boca de los mármoles.
¡Postrera música de nuestros enrejados de oro! El negro que sangra a nuestros leoncillos dará esta noche el vuelo a nuestras nidadas de Asia.
Pero la mar estaba allí y nadie nos la nombraba. Y las marejadas reposaban en los descansos de nuestras escalinatas de cedro. ¿Es posible, es posible (con toda la edad de la mar en nuestras miradas de mujeres; con todo el astro de la mar en nuestras sederías nocturnas; con todo el consentimiento de la mar en lo más íntimo de nuestro cuerpo), es posible, ¡oh prudencia!, que se nos haya tenido tan largo tiempo detrás de los árboles y las llamaradas de la corte, ante estas maderas esculpidas de cedro, entre esta hojarasca que se quema?
Una noche de extraño rumor, cuando el honor abandonaba las frentes más amadas, nosotras hemos dejado atrás los confines de fiesta y hemos salido, solas, a este lado de la noche, a las terrazas, donde se escucha crecer la mar en sus confines de piedra.
Caminando hacia este enorme barrio de olvido, al través de nuestros parques, hacia el abrevadero de piedra y las inmediaciones embaldosadas y llenas de charcos donde recibe su sueldo el dueño de las caballerizas, hemos llegado a encontrar los senderos y la salida.
Y henos aquí, de pronto, en este lado de la noche y de la tierra, donde se escucha crecer la mar en sus confines de mar.
Con nuestras piedras centelleantes y nuestras joyas nocturnas hemos avanzado, solas y semidesnudas en nuestras vestiduras de fiesta, hasta las cornisas blancas sobre la mar.
Y estamos aquí, terrestres, estirando la vid extrema de nuestros sueños hasta ese punto sensible de ruptura. Y nos hemos acodado en el mármol sombrío de la mar, como en esas mesas de lava negra, engastadas en cobre, donde se orientan los signos.
En el umbral de un gran orden, donde el ciego oficia, nosotras nos hemos velado el rostro del sueño de nuestros padres. Y como de un país futuro puede uno también acordarse, hemos recordado el lugar natal donde no nacimos y el lugar real donde nosotras no tenemos asiento. Y es desde entonces que entramos a las fiestas con la frente coronada de piñas de pino negras.
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