El dominó
«Oyente, si tú me ayudas
Con tu malicia y tu risa,
Verdades diré en camisa,
Poco menos que desnudas».
QUEVEDO.
Sería en vano que yo pretendiera ocupar en los presentes días la atención de mis lectores con otro objeto que no sea el Carnaval y sus amables disipaciones. Ninguno querría escucharme, y mi discurso, por muy moral y filosófico que fuera, aparecería desabrido y miraríase desdeñado por aquella máxima del non erat his locus. Por el contrario si vestido y engalanado a la moda del día, acierto a ofrecerle como el figurín moral de la semana, no me será difícil cautivar la atención de mis leyentes, en gracia de la oportunidad; y he aquí la razón que me decide a presentarle en dominó.
No se crea por ello que al tratar de máscaras sea mi intención hablar de aquellas con que suelen cubrirse habitualmente los vicios y debilidades humanas para imitar el aspecto de la virtud, del patriotismo, de la amistad, del amor, de la modestia y del desinterés. Semejantes máscaras, por comunes y continuas, no llaman nuestra atención, y entran en la línea de aquellas conveniencias sociales contra las cuales sería ocioso declamar. Yo por lo menos, huyendo de tan espinoso argumento, limito hoy mi narrativa a tratar de aquella diversión festiva, y en cierto modo filosófica, que igualando todas las edades, todas las clases y condiciones por medio de un pedazo de tela sobre el rostro, presta al Carnaval su verdadero carácter de originalidad y de alegría.
Si, deseoso de ostentar erudición (lo cual es harto fácil... con una buena memoria y una regular voluntad), anduviese aquí a caza de autores para repetir lo que ellos han dicho relativo a esta diversión, haciéndola derivar unos de los romanos, y otros de la muscara (bufonada) de los árabes cordobeses y granadinos, sería componer mi razonamiento de retazos, lo cual equivaldría a vestirle de arlequín, siendo así que ya he dicho el traje en que hoy le quiero. -Con que, no hay sino abandonar aquellos tiempos remotos; y dejarme caer en medio en medio de mi auditorio; quiero decir, en el Carnaval de 1833.
¡Oh, quién fuera ahora Vélez de Guevara o Lesage, para tener a mis órdenes un diablillo, Asmodeo, aunque fuese cojo, que me ayudase a levantar los techos de las casas de Madrid, para presentar su interior a los que aún se empeñan en caracterizarnos a su antojo! Verían si es, como ellos dicen, sombrío y taciturno un pueblo que a la hora en que escribo olvida alegremente sus cuidados, moviéndose a compás; dijéranme si es miserable este mismo pueblo, que tan crecidas sumas gasta en magníficas funciones, ostentando en todas ellas la riqueza y el buen gusto; verían, en fin, si son tan celosos nuestros maridos, tan altivas nuestras mujeres, tan intratables nuestros padres, tan rendidos nuestros amantes, tan espesas nuestras celosías, tan temibles nuestros puñales.
Semejantes reflexiones se agolpaban a mi imaginación; vivamente afectada por el interesante espectáculo que acababa de dejar en cierto café de esta capital. -Era la hora en que suelen concurrir a este Lloyd danzomano todos los demandantes y cambiantes de billetes de las diversas sociedades de suscripción que se reparten en tales noches la concurrencia; y aunque al principio hube de estudiar aquel lenguaje mercantil, viendo ofrecer dos Sartenes por una Corona, un Solís por dos Fontanas, un San Bernardino por una Santa Catalina, una Paz por una Alameda, un León por dos Jardines, y otras a este tenor, no tardé en ponerme al corriente de aquel vocabulario, y aun pude graduar la importancia respectiva de tales documentos por el boletín de cotización que uno de los mozos me dijo al oído. Por último, animado con el ejemplo y favorecido por la buena suerte, acepté un billete (no diré para cuál baile, por solo dar a mi narración este aire de misterio), y marché a recorrer prenderlas y almacenes en que alquilar un traje a propósito para envolver mi persona. -Mas como no era mi intención figurar, sino desfigurarme, parecíame conveniente abandonar mantos y bordados, y eclipsarme en un sencillo dominó, cuyo agradable color y no afectada modestia llamó mi atención, entre un Genghiskan, y un Saladino, que alquilaron delante de mí un ropero de la calle Mayor y un barberillo de Puerta Cerrada.
De vuelta a mi casa, queriendo aprovechar el calor de mi fantasía, me puse a escribir el principio de este discurso; mas, disgustado de la pobreza de mi pensamiento, concluí por envidiar a D. Cleolas su Asmodeo, y tirando la pluma, cogí mi dominó con ánimo de pasarle y ceñirle en derredor de mi cuerpo; cuando ¡oh sorpresa! al ir a poner el capuchón, hállome en el fondo de él un papel; cójole, le desdoblo, y veo escrito en él ...¿qué creerán mis lectores que vería?... Pues era nada menos que la Historia de este dominó, contada por él mismo.
Figúrense las almas piadosas cuál sería mi contento con este hallazgo, no hay cómo explicarlo: solo sí que, enajenado por él, suspendí mi vestido, calé mis anteojos, despabilé la luz, y leí de esta manera:
-«Amigo lector: Cualquiera que tú seas, en cuyas manos me haya deparado la suerte para encubrir por horas contadas tu triste o alegre figura, suspende, te ruego, la operación de tu disfraz, y tómate el trabajo de leer mi historia, si es que a trabajo tienes el saber aventuras de suyo peregrinas, que podrán servirte de gran provecho. Y pues cuento desde luego con tu benevolencia, escucha por ahora y préstame atención.
»Yo nací en el Carnaval de 1822 en manos de una corista de la ópera, la cual, con poco cariño maternal, me arrojó entre otros trajes expósitos, entregando las primicias de mi inocencia al primero que llegase a alquilarme.
«Era la noche del 3 de febrero de aquel año, y había baile de máscaras en ambos teatros, con lo cual no tardó en cargar conmigo un criado que, conduciéndome a una elegante casa, me puso en las manos de un señor de edad y grave aspecto, cuya clase y circunstancias me dieron mucho que pensar.
»Al observar su seriedad y su entonamiento, no pudo menos de asaltarme el temor de que iba a pasar una noche muy triste; pero me engañé completamente, pues envolviendo en mí su añeja persona, salió silenciosamente y se dirigió al teatro del Príncipe, donde ya a la sazón se había empezado el baile; y asegurado por la libertad que yo y la careta le dábamos, verificó tan repentino descenso desde la más alta prosopopeya a la más cordial alegría, que no fue posible dejar de felicitarme por este mágico talismán que al parecer se encerraba en mí, capaz de causar la felicidad momentánea de una persona a quien su clase o sus deberes imponían tal vez una perpetua contracción de espíritu.
»Mas entre tanto que yo hacía estas y otras reflexiones, mi buen señor se agitaba corriendo tras una rapaza que acababa de arrojar una careta de ochentona, quedándose con la más fresca y bien cortada de diez y nueve que imaginarse pueda; y si bien mi conductor y yo hubimos de notar que aquella estrella parecía ya completamente observada y reconocida por los jóvenes astrólogos, según la seguridad y confianza con que la miraban, sin embargo, animado aquel con las benévolas respuestas de tan linda boca, endulzaba la suya lo mejor posible, procurando ocultar en sus conceptos el estilo escolar y argumentante, aunque más de un audi precor vino a confirmarme en la idea que desde luego había formado del tal señor. La niña, sin embargo, poniendo en limpio aquel borrador, leía corrientemente en el pecho de mi escondido; y deseosa de complacerle prestándole atento oído, habíase retirado con él a uno de los extremos del teatro, donde, sentados mano a mano, entregábanse mutuamente al sabor de tan peregrina plática... cuando... ¡oh suerte fatal!... estando ambos en esta agradable situación, huyendo los vaivenes de la multitud, los maderos que sostenían parte del tablado teatral, sobrecargados enormemente, crujen con estrépito, y abriendo un ancho boquerón, húndese en él una buena parte de la concurrencia.
»¿Cómo pintar (continuaba el dominó) aquella escena viva e inesperada? Hágalo el filósofo espectador, que más feliz que los demás se encontró del otro lado del teatro, sin dignarse interrumpir su contradanza al mirar nuestro mal paso; en cuanto a mí, comprendido en la fatal desgracia, solo tuve serenidad para agarrarme de un clavo, donde permanecí un instante, debilitando el ímpetu de la caída de mi dueño, la cual, sin embargo, se verificó, sacando él por resultado una fuerte contusión, y yo un jirón de vara y media. Pero la vergüenza de aquel, y el temor de ser reconocido, pudo más que su dolor, y rebujándose en mí más fuertemente que nunca, salió conducido por los mozos, sin osar destaparse hasta su casa, donde quedé prisionero en premio de mi servicio, como sucede de ordinario a los que tercian en las debilidades de los grandes señores.
»Doce meses justos yací escondido en un armario, en compañía de otros trajes y ropas, al cabo de los cuales cierta sobrina del señor, mi compañero de desgracia, me hubo de hallar, y compadecido de mi triste situación, me compuso y arregló a su lindo cuerpo, tal que di por bien empleado mi anterior desmán.
»Era por entonces el Carnaval de 1823, y todo Madrid estaba ocupado de las máscaras; el amo de la casa, aun con un resto de cojera, oía con horror las conversaciones, y hablaba a su sobrina de aquella función con una acrimonia que ella atribuía a la elevación de su alma, y yo a la caída de su cuerpo. La muchacha, que rayaba en los diez y seis, y era resueltilla y despierta como la que más, oía con cuidado todas las asechanzas que, según el tío, se tienden a la virtud en tales funciones, y rabiaba en deseos de experimentarlas; tanto más, cuanto que no faltaba cierto alférez, primo suyo, que siempre la estaba convidando. Por último, ¿para qué cansar? las prohibiciones del tío, las invitaciones del sobrino, y mi vista más que todo, fueron causas suficientes a despertar la curiosidad de esta niña, la cual, cediendo a las instancias de su amante, cogiome silenciosamente cierta noche, y se fue al teatro fiada en mi defensa; mas ¡ay! que (Aquí el manuscrito estaba borrado, sin duda por las lágrimas del dominó, y luego proseguía) : ¡Muchachas, las que tenéis primos amantes, o amantes aunque no sean primos, no os dejéis conducir por ellos a las máscaras, y creed a un dominó experimentado!
»Eran pasados cuatro años desde que, saliendo de la casa de mis dueños, por medio de una criada que se escapó conmigo, me hallaba arrinconado entre otros compañeros de desgracia en el desván de un prendero de la calle del Prado, y ocupábame con ellos en la narración de nuestras aventuras respectivas, cuando un nuevo Carnaval (1827) vino a procurarnos salida, si bien con más precauciones que si fuéramos tabaco de la Vuelta de abajo o moneda española acuñada en Gibraltar. -Y era la razón, cierta ley no sé cuántas de la Novísima, que hace trescientos años prohibió, según parece, las máscaras y disfraces. Mas, como los hombres, siguiendo el ejemplo de nuestra primera madre, somos por desgracia tan inclinados a dar más valor a las cosas prohibidas, de aquí nació la manía de enmascararse, en términos que, a despecho de escribanos y corchetes, inundábamos calles y salones.
»Entre las infinitas aventuras que me proporcionó la circunstancia de servir, por mi cómoda hechura, para damas y galanes, llamaré tu atención sobre una que me aconteció cierta noche de aquel año, en la cual salí alquilado por un joven que formaba parte de una comparsa mascaril. Figuraba en la misma cierta deidad a cuya mano aspiraba el mancebo, y lleno de amor y rendimiento al salir de la tertulia, incorporado con los demás, para dirigirse a las casas del baile, íbase a precipitar a ofrecer su brazo a la niña, cuando la mamá (que ya empezaba a ejercer los rigores de suegra) le llamó para sostenerla, entre tanto que otro galán más dichoso ocupó el lado de su amada.
»Rabiando iba mi pobre mozo con tan desdichada ocurrencia, lo cual conocía yo por sus contorsiones y movimientos mal reprimidos, y agobiado además por el medio siglo que pesaba sobre su diestro brazo, dejábase arrastrar lentamente, haciendo más y más sensible la distancia que la ligera pareja delantera les llevaba. Y ya iban a enfilar la calle Angosta de Peligros, cuando el linternón de una ronda, haciendo reflejar las lentejuelas del turbante de sultana que cubría las canas de la mamá, vino a destruir nuestros planes. Fuimos, pues, descubiertos y detenidos con todas las parejas que venían detrás, en tanto que los dichosos delanteros llegaban sin novedad a la sazón a la casa del baile.
»¡Oh lector, si no eres duro pedernal, contempla y compadece la situación de mi galán interior, viéndose conducir a la presencia judicial en compañía de una sultana vieja, un Enrique IV y una Raquel, Julio César y la Vallière, Marco Antonio y Cleopatra, Elisa y Claudio, y otras parejas más o menos dichosas! Pero, sobre todo, lo que le sacaba de juicio era el sospechar que su abandonada Ariadna podría consolarse de la pérdida de su Teseo con el Baco que delante tenía, y este pensamiento no le abandonó en el menguado recinto adonde tuvo que pasar la noche. En cuanto a mí y los demás trajes, como cuerpos del delito, corrimos unidos bajo una cuerda al proceso que se formó, y sacados en consecuencia a pública subasta, quedamos entregados al mejor postor, que lo fue, por cierto, otro prendero de la calle de Atocha.
»Varias y muy graves aventuras podría seguirte refiriendo de aquel tiempo en que fui contrabando; pero como todo debe tener sus límites, mi narración también, y así solo me permitirás que te hable del lance que me ocurrió en la última salida, verificada una de estas noches.
»Fue, pues, el caso que cierto marido joven, previa la venia conyugal para ir a las máscaras, vino a alquilarme, a poco de haberse llevado una dama a otro compañero mío que estaba a mi lado. Llegamos al baile, divisé entre muchos a este compañero, y obligando ambos a nuestros dueños a llegar a hablarse (sin duda por la simpatía del traje), tuvimos ocasión de entablar también nuestra conversación escuderil; y al comunicarnos las señas de la casa de donde habíamos salido, no pudimos menos de reírnos a dúo. Entre tanto, nuestros dueños habían comenzado una plática amorosa que nos tenía edificados, y ya la niña iba manifestando su corazón de algodón cardado, que no de agudo pedernal, cuando por un efecto de mi previsión, y deseoso de servirla de despertador, dejé caer mi capuchón y descubrí la cabeza del marido (que tal era el que me llevaba), con lo cual la discretísima criatura pudo conducir su conversación en términos, no tan solo de evitar un compromiso, sino también de quedar bien puesta para regañar después al esposo, que se convenció más que nunca del amor de su consorte...».-
Aquí acababa el manuscrito del dominó, sin que yo tenga necesidad de decir que durante su lectura la interrumpí varias veces con mi risa; y lleno de contento por poder figurar en adelante en tan curiosa crónica, me apresuré a cubrirme con él y a trasladarme al baile; pero aquí quiero hacer un punto y coma a mi narración, para tomar un ligero descanso antes de ofrecer a mis lectores un cuadro fantástico de tal baile.
Figúrense, pues, allá en el interior de su mente, un gran salón, capaz de quinientas personas, ocupado por mil, que con sus anchos disfraces y exagerado movimiento habían menester el espacio correspondiente a mil quinientas; fórmense una temperatura a treinta y seis sobre cero, ocasionada por el inmenso número de luces y de concurrentes; añadan a esto para el sentido del olfato, la mucha confusión de buenas y malas exhalaciones naturales y artificiales; diviertan la vista con el deslumbrante reflejo de aderezos y bordados, gorras y turbantes, mantos y capacetes; amenicen el tímpano con el temple continuo de las voces disfrazadas y con los rotundos compases de una galope infernal ejecutada por dos docenas de músicos, y obligada de pandereta y látigo; encomienden al tacto la violenta ondulación que, por un principio físico, obliga a la mitad de la concurrencia a marchar impelida por la otra mitad, y satisfagan, por último, el gusto con una perdiz petrificada y solicitada en pie por espacio de tres horas en la sala de descanso. Con todos estos antecedentes podrán formarse una idea en miniatura de los goces que un baile semejante proporciona a los sentidos. ¡Felices los que pillando una silla podrían entregar a ella sus fatigados miembros! Mas ¿cómo lograrla? Las desdichadas mamás y las parejas dichosas las habían tomado por asalto al principio de la noche, para no desocuparlas hasta el amanecer.
Envuelto en mi amigo dominó, y apoyado en el quicio de una puerta de paso, hallábame contemplando aquel animado espectáculo con la comodidad que dejo pensar; mas si mis sentidos se daban por quejosos, menos satisfecho aún quedé del lado del espíritu, pues apuntando cuidadosamente en mi memoria todos los dichos, preguntas, respuestas, réplicas y argumentos que escuché, me convencían de una de dos cosas: o que era falso el dicho de que «es menester tener muy poco talento para no tenerlo con la careta», o que yo tenía orejas de Midas.
Luego me ocupé en seguir las intrigas juveniles, sorprender combinaciones y armar peripecias, con lo cual mi dominó azul llegó a infundir tal pavura en aquel género volátil, que a mi llegada huían en grupos, cual bandada de palomas a la vista del milano. Quién me tomaba por un marido celoso; quién por un amante desdeñado; cuál me daba satisfacciones; cuál me pedía cuenta de agravios; y como la circunstancia de conocer las intrigas anteriores de mi dominó me ponía desde luego en el medio de las cuestiones, pasé alternativamente por amante, por padre y por marido de todas, y por último convinieron en que era brujo, hasta que, arrancándome por fuerza la careta, se encontraron más admiradas viendo que no me conocían, y yo sí a ellas.
¡Que no pueda yo presentar aquí de lleno el fruto de aquella noche de observación y movimiento!; mas no me es lícito, por tres causas: la primera, porque ofrecí a mis amables descubridoras que no las descubriría; la segunda, porque de hacerlo corría peligro de estar hablando de máscaras hasta el Miércoles de Ceniza, y la tercera y principal, por no tener permiso de mi dominó para continuar la narración de sus aventuras, por aquella sabia regla, de que «la historia no se ha de escribir al tiempo que se verifica».
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