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Poema de José Almendros en "Nostálgicas", publicado en 1898. Hoy "Meta"

META

Lento, pasajero,
que sin rumbo vas,
inconsciente el paso,
sin color la faz,

aunque con sonrisa
rápida y glacial
de ventura al llanto
pongas antifaz,

yo bien te conozco
viéndote pasar,
sin que sepas nunca
cuándo pararás.

***

Mientras encontrando
tu mirada va,
inquietud delante
y aridez detrás,

yo adivino todo
tu secreto afán
de algo que a ninguno
puedes preguntar.

Sigue; no preguntes...
pronto llegarás...
No preguntes; nadie
te contestará.

***

Pasajero tardo
que sin rumbo vas,
con temor a un tiempo
y ansia de llegar.

Aunque cada paso
te fatiga más,
con espanto temes
ir hacia el final.

Sigue; en esperanza
cámbiese tu afán;
yo tengo el secreto
de una realidad...

***

Pasajero triste
de cansada faz,
yo sé de un albergue
donde descansar.

Ven, si de su calma
codicioso vas,
salva de sus puertas
el oscuro umbral.

Esas tapias mudas
límite le dan
sobre el fondo opaco
de su inmensidad.

Entra... si al que hospeda
quieres encontrar,
un ciprés el cielo
te señalará.

***

Ve, su emblema, en torno,
persuadiendo a entrar,
los tendidos brazos
siempre abriendo está.

Llega... avanza lento,
llega sin turbar
el silencio augusto
de su soledad.

A tus lados, otros,
arribados ya,
entre aquella tierra
descansando están,

y bajo los astros
en serena paz
duermen extinguidos
frente a lo inmortal.

***

Lento pasajero
que sin rumbo vas,
ya lo que anhelabas
puedes preguntar.

Entra, calla, olvida,
luego seguirás;
el azul abismo
mira faz a faz.

Con la mente escucha
y, sin voz, oirás
entre tierra y cielos
algo colosal.

Y si no te abruma
la respuesta, ya
sonreírte puedes...
luego volverás...

***

Lo que vas buscando,
lo que habrás de hallar
astros y esqueletos
mudos te dirán.

Inviolable calma,
perdurable paz;
átomos que duermen
frente a lo inmortal.

¿Ver el fondo ansías?
¿ver qué hay más allá?
Imposible anhelo!...
tránsito o final,

no mires... no mires...
Dios decidirá;
no inquieras, no busques,
nadie sabe más...

***

Tardo pasajero
que cansado vas,
inconsciente el paso,
pálida la faz.

Si en la duda siempre
por doquiera das,
ya esperanza llevas
de una realidad.

Sigue ya tranquilo,
sin angustia ya;
rías o solloces
ha de ser igual...

Fueres donde fueres
anda sin temblar...
cálmate... no llores...
luego volverás...

"Si en mitad del dolor...", "O muerte!, di ¿qué speras..." y "Disimulando voy con alegría...", sonetos de Juan Boscán, y fin

Si en mitad del dolor tener memoria        
del pasado plazer es gran tormento,        
así también en el contentamiento        
acordarse del mal pasado es gloria.        

Por do, según el curso d'esta istoria,
no hay cosa que me venga'l pensamiento        
que toda no se buelva en un momento        
en lustre y en favor de mi vitoria.        

Como en la mar, después de la tiniebla,        
pone alboroço el asomar del día,
y entonces fue plazer la noche'scura,        

así en mi coraçón, ida la niebla,        
levanta en major punto al alegría        
el pasado dolor de la tristura.

___

¡O muerte!, di ¿qué speras de llevarme        
de mundo tan perverso y desdichado,        
sin fee y sin lealtad, tan acabado        
en todo el mal que no puede acabarme?        

No tengo amigos con que consolarme,
porque l'intento dellos va doblado;        
y ansí se dobla el mal y el triste hado        
con encubrillo sin poder quexarme.        

La buena horden toda ya descrece,        
y todo cuanto es bueno se desama,
las buenas hobras malas veo se mudan;        

respecto no se tiene a quien merece,        
ni se tiene respecto a quien bien ama,        
ni amigos se respectan ni se ayudan.

___

Disimulando voy con alegría        
mi triste stado y muestro star contento;        
alcança luego allí mi pensamiento        
el mal que viene desto al alma mía.        

Porque siguiendo yo tal fantazía
el mal sencoge donde más le siento,        
y ansí le dura más, y el sentimiento        
se muestra poco embuelto en tal porfía.        

¡O fuerte caso! ¡O duros pensamientos        
que siempre stáis pensando nueva guerra!
Hazed ya paz, si no, dadme la muerte.        

¿Qué vale imaginar nuevos tormentos        
en hombre que biviendo stá so tierra,        
muriendo sin morir ni mudar suerte?

Y hasta aquí el repaso a los sonetos de Juan Boscán, el padre de fortuna de los mismos en nuestra lengua (aunque se le adelantara un siglo el Marqués de Santillana), así como del endecasílabo blanco, en el año 1526.

Estando un día en Granada con el Navagero, tratando con él en cosas de ingenio y de letras, me dijo por qué no probaba en lengua castellana sonetos y otras artes de trovas usadas por los buenos autores de Italia: y no solamente me lo dijo así livianamente, mas aún me rogó que lo hiciere... Así comencé a tentar este género de verso, en el cual hallé alguna dificultad por ser muy artificioso y tener muchas paerticularidades diferentes del nuestro. Pero fui poco a poco metiéndome con calor en ello. Mas esto no bastara a hacerme pasar muy adelante, si Garcilaso, con su juicio -el cual, no solamente en mi opinión, mas en la de todo el mundo ha sido tenido por cosa cierta- no me confirmara en esta mi demanda. Y así, alabándome muchas veces este propósito y acabándome de aprobar con su ejemplo, porque quiso él también llevar este camino, al cabo me hizo ocupar mis ratos en esto más fundadamente.
Epístola nuncupatoria de Juan Boscán a la duquesa de Soma

lunes, 29 de abril de 2013

"Postales al viento" (1), de Javier Jimeno Maté. Hoy, fotografía de Bolo y poemas de Batania y Sebastián Fiorilli

"Postales al viento" es el título del libo que Javier Jimenó Maté ha realizado con sus fotografías de poetas, y ambientes poéticos, noctívagos, y los versos de algunos de ellos. Lavapiés y su periferia madrileña (el resto de la ciudad) es el marco de las fotografías.

A las excelentes fotografías de Javier, que solo nos permite compartirte unas poquitas, acompañan un poema, no siempre a su altura. En esta serie te mostraré 4 fotografías (2 de ellas del poeta al que acompaña, Bolo García y Gracia Iglesias) y 9 poemas.

Va.


NOCHES AQUELLAS (Batania)

Noches aquellas de iguanas calcinadas,
lanzados a fuego por la autopista A-8
a la salida tardía del bar Sebas,
borrachos hasta más allá de las fuerzas,
acelerando desnudos en una Nissan Vanette
que conducía con el pulgar de mi izquierda,
noches aquellas con sabor a velocidad
y a punto de matarnos, Iratxe,
cuando querías torcer el volante contra la mediana
para morir unidos como Filemón y Baucis,
cuando jugabas a esbozar las caras de los ertzainas
ante nuestros cadáveres desnudos y espléndidos,
las caras de los bomberos sacándonos con el cortafríos
y limpiándose nuestro semen con repugnancia,
noches aquellas del vino fácil y ardiente,
cuando mi padre era tan alto que nunca se acababa,
cuando tu cuerpo olía a belleza y a lluvia de primavera,
coreando como bandidos las letras de La Polla Records,
totalmente borrachos por el túnel de Malmasín,
totalmente desnudos por Kareaga Goikoa,
conduciendo libres y a mil ruedas por hora
mientras nos quejábamos de la ertzaintza,
la ertzaintza que nunca nos paraba,
la ertzaintza que nunca una multa,
la ertzaintza que nunca alcoholemia,
la ertzaintza que no se atrevía.

LL/LL (Sebastián Fiorilli)

Alguien intenta allanar la lluvia / ponerla plana / llenarla de trámites y llagas para arder en el día / en este allanamiento lluvioso nadie llama con golpes secos / todos intentan tirar abajo el llanto como si nada, como si llorar fuera una cuestión llevadera / -con la que está cayendo- / calla de una vez que las eles son como rizos siameses atando la humedad de la jornada / que alguien parece llegar con ampollas en la tristeza / que alguien hace de las tallas una sombra para poder encajar / alguien / sí / alguien escurre penas y castiga el pasado con una toalla / alguien rellena el abismo de calles y collares callados / alguien se cuelga de un estribillo para cantar... / llévame / por favor / llévame y bájame al llano con tus manos llagadas de hoy / ábreme como llave inglesa y dame de lleno en la esperanza /

Publicación de las "Escenas Matritenses" de Mesonero Romanos en 1862

Prólogo

Por D. Juan Eugenio Hartzenbusch

A un amigo íntimo nuestro, hijo de una señora que falleció dejándole de muy corta edad, solemos oír a cada paso esta sentida exclamación, propia de su filial cariño: -«Yo no he conocido a mi madre; yo no tengo retrato suyo; dicen que no me parezco a ella: ¿cómo sería mi madre?».

Igual deseo de conocer a sus predecesores tienen todas las familias, pueblos y generaciones que han existido: el hombre de hoy quiere, necesita, ansía poseer el retrato del hombre de ayer; y si no lo encuentra hecho, se esfuerza a suplir la falta, pintándolo según lo concibe. -La posteridad que pretenda saber qué cosa era Madrid antes y después que muriera Fernando VII, lo hallará sencilla y exactamente representado en las ESCENAS MATRITENSES de EL CURIOSO PARLANTE.

Pero este libro no se ha escrito sólo para la posteridad. Por loable que sea componer una obra destinada a la diversión, y tal vez a la enseñanza, de nuestros nietos, harto mejor es que esa misma obra dé placer y provecho a los coetáneos del escritor, que le proporcionaron materia para formarla. Pintar, pues, las costumbres españolas de nuestra época, llevando el objeto de corregirlas, es el fin principal que se ha propuesto el autor de las Escenas Matritenses, DON RAMÓN DE MESONERO ROMANOS.

No hay pueblos cuyas costumbres sean de tal manera ejemplares, que no ofrezcan sobradas ocasiones de reprensión y agria censura: censor de nuestros defectos, que no son pocos, pretendió ser el señor Mesonero. Arriesgada era la tarea en verdad, porque la generación presente no se compone de niños respetuosos y dóciles a la voz del maestro. El siglo XIX es muy hombre: blasona de libre y de sabio; se niega a reconocer autoridad alguna; se irrita o se mofa cuando se le hace frente con arrogancia, y su cólera o su desprecio son, para el escritor, igualmente peligrosos y temibles. Hablando el señor Mesonero con la risa en los labios a sus quisquillosos compatriotas, disfrazándoles la lección con apariencia de la chanza, pudo atraerse un auditorio cada vez más crecido, cada vez más contento con el amable filósofo, que castigaba realmente, pero que fingía acariciar.

Aún no bastaba que sus lecciones fuesen festivas; era necesario, para no cansar, que fuesen muy breves, y que remedasen, por decirlo así, la frivolidad del auditorio. Pensó más de una vez el señor Mesonero pintar nuestras costumbres en una novela: gran falta nos hace este libro, y no podemos menos de rogar a nuestro ilustre compatriota que no abandone un proyecto que, después de las Escenas Matritenses, nos proporcionaría otra obra de igual o de superior mérito. Hoy, que tan popular es el nombre de El Curioso Parlante, puede el señor Mesonero emprenderlo todo; pero treinta años ha, en 1832, una novela original, por buena que fuese, no hubiera sido leída con el gusto, con el aprecio, con el entusiasmo que los artículos del Curioso. -Aquellos preciosos bosquejos eran una novedad agradable, una mercancía nueva, que no estorbaba ni se oponía al despacho de otra, y satisfacía una necesidad existente; la novela para la generalidad de los lectores no hubiera sido novedad como novela, porque bien llenos estábamos de novelas extranjeras entonces; y en cuanto a la novedad de ser española, esta circunstancia (triste es confesarlo) quizá le hubiera dañado para con el público, en vez de servirle de recomendación. La causa es patente. ¿Qué novelas españolas de algún crédito se habían escrito en España desde principios del siglo pasado hasta la aparición del Ivanhoe , disfrazado con el nombre de El Caballero del Cisne? El Fray Gerundio, El Eusebio, ambas prohibidas; la segunda parte del País de las Monas, y no nos acordamos de más: añádase, si se quiere, porque la leyeron mucho en su tiempo, la Serafina. Todas las demás novelas impresas durante este tiempo en España, que suman centenares, fueron traducciones del inglés o del francés, principalmente de este último idioma.

Ahora bien; si en España por espacio de un siglo o poco menos no se había leído ni podía leerse más novela que la traducida, por fuerza el gusto de los españoles, en punto a novela, tenía que ser extranjero; por fuerza una obra nacional, diferente de las extranjeras en miras, plan, caracteres, estilo y lenguaje, había de parecernos extraña. -Recordamos haber oído a un condiscípulo nuestro decir muy de veras que le cansaban las novelas de Cervantes, porque, además de lo añejo del habla, estaban rebutidas de nombres y apellidos ordinarios o extravagantes, como Don Juan de Cárcamo y Don Antonio de Isunza, al paso que en las novelas francesas todos los nombres eran tan bonitos como los de Dorval y Carolina. Para este amigo nuestro, que representaba el estado de la nación entera con pocas excepciones, lo extravagante, lo raro, lo peregrino, era lo de casa; lo bello, usual y admirable era lo de fuera: no podía menos; a lo uno estaban acostumbrados, y a lo otro no.

Con tales inconvenientes hubiera tenido que luchar la novela del señor Mesonero, y con ellos habrán de luchar nuestras novelistas hasta que el mérito y número de sus obras haga perder el pleito a las advenedizas. -Los artículos publicados en el periódico semanal titulado Cartas españolas no corrían peligro: ningún español ni extranjero nos tenía hechos a esas ligeras y graciosas obritas; el mismo Fígaro fue imitador de El Curioso Parlante. -Las Escenas Matritenses, escritas desde 1832 a 1842, y participando, como era forzoso, de las circunstancias en que la nación se hallaba, valen más y son más que una novela, porque son la historia viva del progreso social de España desde antes de la guerra última hasta después de la paz.

Quien examine los artículos del primer año o primera serie, publicados con el título de PANORAMA MATRITENSE desde enero de 1832 hasta abril del año siguiente, verá con qué reserva se presentaba el autor delante de la censura para no excitar su suspicacia, para no incurrir en su tremenda ojeriza. Guiado, impelido por su espíritu observador a descubrir el vicio donde quiera que se refugie, no puede menos de indicarlo donde lo encuentra; pero sus reticencias prudentes hacen al lector comprender cuánto más diría si el poder no le tuviera sujetos los labios. En los dos artículos titulados La Empleomanía y La Político-manía, en que se echa menos la viveza y chiste de los que le preceden y siguen, el lector al momento conoce por qué el Parlante habla tan sólo de los que pretenden, y no de los que reparten empleos; de los que deliran tratando de política, y no de los políticos delirantes: aquélla era la fruta vedada; tocar a ella era perder la gracia y exponerse a la muerte. Sin embargo, en el artículo de Grandeza y miseria, al bosquejar con cuatro toques las oficinas de la casa de un poderoso, nadie podía desconocer que el travieso crítico dibujaba las del Estado. Sencillos, amenos, breves, limados y cautelosos los artículos de este primer tiempo, van ganando gradualmente en intención y soltura: en el que lleva por título «1802 y 1832» ha dado ya el autor un paso grande: en Las Tres tertulias, La Capa vieja, El dominó, El Día de fiesta y La Casa de Cervantes, la pluma del Curioso corre todavía más fácil y ejercitado.

Aquella pluma necesitaba volar: los acontecimientos políticos de nuestro país le dieron licencia para remontarse a cualquier altura, para descender a cualesquiera profundidades. Con todo, el comedido censor moral no tomó sino los grados de libertad que necesitaba para continuar su obra y hacerla completa, rehusando entrar en el campo de la política, recinto muy estrecho para quien tenía por suyo el vasto dominio de las costumbres.

Emprendida nuevamente en 1836 por el señor Mesonero la tarea comenzada tres años antes, vimos en los nuevos partos de su ingenio mayor firmeza de pulso, más movimiento, mejor combinación ymás desenfado en el desempeño: en los primeros ensayos lucía una especie de belleza reposada y modesta, hija de una época de sosiego y de servidumbre: la continuación de estos ensayos (no ensayos ya, sino obras cabales) ostentaba la belleza varonil de un carácter enérgico, desarrollado en medio de la libertad y de los combates. Compárese, por ejemplo, el artículo de la primera serie titulado La Filarmonía con el de la segunda titulado Costumbres literarias; compárese La Comedia casera con El Romanticismo; Las Ferias con El Día de toros; San Isidro con El Entierro de la sardina; El Extranjero en su patria con El Recién venido; y La Calle de Toledo con La Posada. Es otro el autor y otra la España que descubrimos entonces: uno y otro habían adelantado mucho; la reputación del señor Mesonero Romanos estaba hecha: su obra por entonces estaba concluida.

Porque una obra es, lo repetimos, la del señor Mesonero, y no una colección de obrillas sueltas, escritas al acaso, hijas del capricho. Esta obra tiene su héroe, su protagonista, principal figura o personaje de interés principal, que es el español virtuoso, noble y sabio de ahora, igual casi al de todos tiempos; pero esta respetable figura, como en la Casina de Planto, no sale de entre bastidores, para que el vulgo no la profane; y como la estatua de Bruto, hice más porque se la echa menos. -El señor Mesonero quiere mejorar las costumbres; por consiguiente, saca sólo a las tablas aquellos personajes cuyas costumbres necesitan enmienda, las cuales forman los numerosos episodios de este poema: aun en los poemas clásicos valen más los episodios que la acción principal. -«Corrígete de ese vicio», -dice el autor a cada uno de los personajes que censura, «Y tú y el país ganaréis mucho en ello éstos son los defectos de que adolece la sociedad española lo que no está aquí es lo respetable y lo bueno».

Estos personajes episódicos, pues, que son a su vez los principales en las escenas que les corresponden, están descritos con una habilidad superior a cualquier elogio: son la verdad misma. ¿Quién no conoce en Madrid algún empleado antiguo o cesante, igual, punto por punto, al don Homobono Quiñones del señor Mesonero? ¿Quién no tropieza, una vez a lo menos al día, con don Policarpo Omnibus de los Santos? ¿En qué compañía de aficionados no ha ocurrido un desmán parecido al que se refiere en el artículo de La Comedia casera? La mano que traza estas líneas conserva una cicatriz, indeleble recuerdo de una catástrofe semejante. Aquella Jacinta, hija de don Melquíades Revesino; aquella Paquita, tan diestra en el manejo de la mantilla española; Paca la Zandunga, la tía Blasa, el tío Mondongo, el casero-procurador, y todos los demás personajes de El Día de toros, incluso el alcalde de barrio, ¿de cuál de nuestros lectores no son conocidos? Sobre todo, ¡ah! ¿quién no se conoce en el artículo eminentemente filosófico de Antes, ahora y después? Así fueron nuestros padres, así, somos nosotros, así serán nuestros sucesores, como el escarmiento no nos enseñe para enseñarlos.

Útiles, amenas, breves, llenas de verdad, estas preciosas páginas, corrían, sin embargo, el peligro de cansar por la monotonía que pudiera producir la semejanza de los asuntos; pero el señor Mesonero ha sabido introducir en su obra una gran variedad, empleando todos los tonos, desde el más humilde al más grave: hasta los acentos de la poesía han venido a dar efecto y realce a la fácil y discreta prosa de El Parlante Curioso; y por cierto que no merece perdón el que escribiendo romances como el del Coche simón y los Requiebros de Lavapiés, no cultiva más el género. -Sonríase maliciosamente el lector con El paseo de Juana o El Alquiler de un cuarto; ríase a carcajadas con La Junta de colradia o El Recién venido; el Curioso Parlante sabrá mesurarnos con el tono melancólico del artículo titulado La Empleo-manía, conmovernos con el de La Casa de Cervantes y La Noche de vela, estremecernos tal vez con la terrible perspectiva de El campo santo. Aquello es saber escribir, saber sentir, saber pensar.

¿Diremos algo del estilo del señor Mesonero? ¿Para qué, si nuestros lectores van a juzgar de él, o más bien, a dejarse seducir por él desde la primera plana? Únicamente manifestaremos que ese estilo es propio y peculiar del autor: bien que con toda su obra sucede lo mismo. Don Juan de Zavaleta en el siglo XVII, Addisson en el pasado, Jony, Paul de Kock y otros en el presente, escribieron en este género bien; pero escribieron otras cosas, o cosas parecidas, presentadas de otra manera. Los buenos ingenios coinciden mil veces en ideas, bien que varían infinito en la forma de expresarlas, así como todos los hombres blancos y rubios se parecen en el color del cutis y el pelo, sin tener por eso las facciones iguales.

La concisión y el gracejo urbano, ese gracejo que agrada más cuanto más al descuido se vierte, caracterizan principalmente el modo de decir del Curioso Parlante; pero aún quizá es más de elogiar en él su carácter inofensivo. Las Escenas Matritenses son una prueba irrecusable de que se puede escribir en el género festivo sin emplear groserías, dicterios ni suciedades; sin hacer agravio a las leyes ni a las personas, y sin pedir al idioma francés elegancias que en el nuestro no son de recibo. El señor Mesonero ha visto nuestra sociedad tal como es en el día, es decir, separándose mucho de lo que fue, conservando un poco de lo que ha sido, dudosa y vacilante acerca, de lo que será en lo sucesivo: así la ha trazado en sus cuadros, pintando tipos generales, en que ninguna persona determinada se encuentra; porque el fin del autor no es mortificar a ninguno, sino buscar el provecho común de todos. «Aucun fidel n'a jamais empoisonné ma plume», ha podido decir, como Crébillon, el señor Mesonero: no envidiemos la gloria de los que no pudieren decir otro tanto.

Poesía ultraísta, "Ajajá!" y "Elogio del pitillo de 0,50", poemas de Alfredo Marqueríe

AJAJÁ!

Con tu mirada
me haré un alfiler
para la corbata.

Prenderé el clavel
de un suspiro tuyo
en mi solapa.

Y pondré al reló
el colgante trémulo
de tu carcajada.

¡Ya estás toda en mí:
Risa
    y suspiro
         y mirada.

[ELOGIO] DEL PITILLO DE 0,50

Pitillo de cincuenta:
mercenario de todos,
lanzadera
en la mano del necio y del filósofo,
del proletario y del poeta.

Enciéndete en la yesca de esta rima,
(para el tonto, plebeya;
para el crítico, cómica;
para el hermano, seria).

Como en las aleluyas de colores
naciste en hora buena;
capricho entre los dedos juguetones
de una castiza cigarrera
que pellizcó el montón anónimo,
regalo de la América.

Con tu tosca camisa, buen soldado,
que aguarda estoico el fin
con otros diecinueve hermanos.
¡Qué triste simbolismo!
los quintos... un paquete de cigarros.

Pitillo de cincuenta,
buen compañero, pájaro
que, con su jaula de papel comprara
en el jardín barato
-fragancias cosquilleras y picantes-
del estanco.

Pitillo de cincuenta:
maravilla en el tedio y el cansancio,
y sosiego en la cólera,
y paz en el dolor, y en el trabajo.
¡Da al alma una alegría verbenera
el tobogán de tu humo blanco!

Fumé el primer pitillo
en una tarde memorable,
ante el asombro de los otros chicos.
Y, como era a escondidas,
al salir a la luz me sentí cínico.

Y su lumbre bermeja,
en medio de lo oscuro de la noche,
jugaba a ser estrella.

Pitillo de cincuenta,
filósofo solmemne que declamas
cómo del sueño y del suspiro quedan
lo que de ti: colmados ceniceros,
pavesas.

viernes, 26 de abril de 2013

"Materia memorable", poemario de Rosario Castellanos al completo

LA PROMESA

Te lo voy a decir todo cuando muramos.
Te lo voy a contar, palabra por palabra,
al oído, llorando.
No será mi destino el del viento que llega
solo y desmemoriado.

LAS DÁDIVAS

La mano que se abrió sobre mis días
es una mano grande como el cielo.
Me dio raíz, memoria, y para respirar
una herida que llaman la rosa de los vientos.

Plenitudes de aljibe que rebalsa
y vacío de túnel que eternizan los ecos.
Luz para ciertas horas
y la hora necesaria de oscuridad sin término.

Horizontes, mirada,
la presencia segura de los cuerpos.
El gozo del hallazgo,
el llanto del adiós en el pañuelo.

La vida. Muchas muertes
-una por cada amor del que es su centro-.
Todo. Y para decirlo
palabras y palabras. Y silencio.

IN MEMORIAN
A Delfina Tejada de Guerra

La tiniebla no pudo
traspasar los umbrales de su casa.
Se consumió entera
de calor y de luz como una lámpara.

Nadie le vio las manos
vacías o cerradas.
Entregó su tesoro
de actos vivificantes, consolaciones, gracia.

Igual que en un crisol se hacían en su boca
verdaderas y puras las palabras.
No dijo más que amor
y amó hasta el fin "como quien se desangra".

Cuando vino la muerte
buscó su corazón para alancearla
y nos ha herido a ti, a mí, a todos,
donde su corazón se derramaba.

LOS ENGAÑADOS

Muchas veces se olvida. En la conversación
amistosa ¿quién dice
más que el nombre y los nombres del amigo?

En la ardua vigilia de la lectura, cuando
la sangre se hace luz, pensamos que la flecha
podría atravesarnos sin herirnos.

Y si empuñamos un instante el cetro
del amor, ya creemos
vencida para siempre a la otra potestad.

SOBREMESA

Después de la comida aún se quedan
en torno de la mesa. Y allí fuman
su cigarro los hombres; las mujeres
siguen una labor paciente, cuyo origen
apenas se recuerda. Un negro café humea
en tazas a menudo requeridas.

Alguien corta las páginas de un libro
o recoge las migas de pan entre sus dedos
y la de más allá cuenta los meses
de su preñez, a la otra que ha criado ya a los hijos.

Se demora en venir la que alza el mantel
y pone en sus dobleces una rama de espliego.

Para su plenitud este instante no quiere
más que ser y pasar.

QUINTA DE RECREO

A la tierra le es fácil florecer y se cubre
de excesivo verdor. Ramas ornamentales
-dobladas bajo el peso de su propia fragancia-
entran por las ventanas para anunciar una hora
tan joven que aún no tiene el rocío en los párpados.

Habla el aire lenguaje de claridad y dice
noticias de países remotos. Ha tocado,
al pasar, los cabellos de la música.

Respetuoso, el sol monta su guardia afuera
defendiendo de sí el sueño de los niños
que juegan con imágenes de agua.

Esta es la morada en que el día se despoja
de su armadura y solo resplandece.

CHARLA

... porque la realidad es reducible
a los últimos signos
y se pronuncia en solo una palabra...

Sonríe el otro y bebe de su vaso.
Mira pasar las nubes altas del mediodía
y se siente asediado (bugambilia, jazmín,
rosal, dalias, geranios,
flores que en cada pétalo van diciendo una sílaba
de color y fragancia)
por un jardín de idioma inagotable.

RETRATO DE ANTEPASADO

Lo dejaron aquí, más que por reverencia
por olvido. Ninguno
levanta la mirada a este rincón del cuarto.

Preside cierto orden de objetos, cierta rutina
inminente y le otorga
la edad que necesita.

Ha presenciado alegres ceremonias
y ha visto cómo deudos diligentes
colocan en su marco orlas de luto.

Y ni se regocija ni consuela.

Distante, amarillento, anónimo, sus manos
empuñan todavía un bastón de caoba
¡aunque hace tanto tiempo se perdieron sus huesos!

NOCTURNO

Amigo, conversemos.
¿Desde hace cuántos años? Desde el día
en que a un tiempo rompimos la tiniebla
y con vagido entramos en el reino del aire;
desde que los mayores nos pusieron
la sal sobre la lengua
y nos soplaron al oído un nombre
(no de amor, de destino),
un nombre que repites todavía
y que repito yo y repetimos
hasta el fin, hasta el fin, sin entenderlo
hemos estado juntos.
Espalda con espalda. El uno viendo
nacer el sol y el otro
posando su mejilla en el regazo
materno de la noche.

Atados mano contra mano y vueltos
-forcejeando por irnos-
uno hacia el sur, hacia el fragante verde,
y el otro a la hosquedad de los desiertos;
desgarrados; sangrando yo con la herida tuya
y tú quizá doliéndote
de no tener siquiera una pequeña brizna
de dolor que no sea también mío,
hemos sido gemelos y enemigos.

Nos partimos el mundo. Para ti
ese fragmento oscuro del espejo
en que solo se ve la cara de la muerte;
los hierros, las espinas del sacrificio, el vaso
ritual y el cascabel violento de la danza.

Y para mí la túnica parda de la labor,
la escudilla de barro torneado con las manos
en que no cabe más que un sorbo de agua
y el sueño sin ensueños de la sierva.

Pero fuimos desleales al pacto. Tú acechabas
-lobo hambriento- el plantel y los rediles
y aullabas profecías intolerables
y hacías resucitar maldiciones y textos
rescatados de no sé qué catástrofe.

O incendiabas, de pronto, mi faena
con un emorme resplandor sagrado.

Y yo la hormiga. Yo
consquilleando en tu brazo, hasta abatirlo,
cada vez que querías alzarlo hasta los cielos.

Y yo, Marta, pasando la punta de los dedos
sobre el altar, para encontrar la huella
del polvo mal limpiado.

Y yo, la tos que rompe
la redondez entera de la bóveda
en el instante puro de la consagración.

Y yo en la fiesta. Párpados esquivos,
trenza apretada, labios sin sonrisa.
De espaldas a la música, con esa cicatriz
que el ceño del deber me ha marcado en la frente;
pronta a extinguir las lámparas, ansiosa
de despedir al huésped
porque en la soledad yo te escupía a la cara
el nombre de la culpa.

Ah, qué duelos a muerte.
Hasta el amanecer luchábamos y el día
nos encontraba aún confundidos en nudo
ciego de odio y de lágrimas.

Como el convaleciente, tambaleándonos,
nos poníamos de pie, lívidos y desnudos.
Y ni así, al contemplar nuestras llagas, subió
jamás a nuestra boca
una palabra de piedad, un gesto
en que se nos volviera perdón el sufrimiento.

Pero hoy me tiemblan tus rodillas; late
tu pulso enloquecido entre mis sienes
y siento que el orgullo se nos va deshaciendo
como un sudor que escurre adentro de la médula.
Porque la noche es larga. Nada anuncia su término
y acaso
para nosotros dos ya no hay mañana.

Demos a la fatiga una tregua y hablemos.

Ayúdame a decir esa sílaba única
-tú, yo, ¡pero no dos, nunca más dos!-
cuya mitad posees.

TESTAMENTO DE HÉCUBA
A Ofelia Guilmain, homenaje

Torre, no hiedra, fui. El viento nada pudo
rondando en torno mío con sus cuernos de toro:
alzaba polvaredas desde el norte y el sur
y aun desde otros puntos que olvidé o que ignoraba.
Pero yo resistía, profunda de cimientos,
ancha de muros, sólida
y caliente de entrañas, defendiendo a los míos.

El dolor era un deudo de aquella familia.
No el predilecto ni el mayor. Un deudo
comedido en la faena, humilde comensal,
oscuro relator de cuentos junto al fuego.
Cazaba, en ocasiones, lejos, y por servir
su instinto de varón
que tiene el pulso firme y los ojos certeros.
Volvía con la presa y la entregaba al hábil
destazador y al diestro
afán de la mujeres.

Al recogerme yo decía: qué hermosa
labor están tejiendo con las horas mis manos.
Desde la juventud tuve frente a mis ojos
un hermoso dechado
y no ambicioné más que copiar su figura.
En su día fui casta
y después fiel al único, al esposo.

Nunca la aurora me encontró dormida
ni me alcanzó la noche
antes que se apagara mi rumor de colmena.
La casa de mi dueño se llenó de obras
y su campo llegó hasta el horizonte.

Y para que su nombre no acabara
al acabar su cuerpo
tuvo hijos en mí valientes, laboriosos,
tuvo hijas de virtud,
desposadas con yernos aceptables
(excepto una, virgen, que se guardó a sí misma
tal vez como la ofrenda para un dios).

Los que me conocieron me llamaron dichosa
y no me contenté con recibir
la feliz alabanza de mis iguales
sino que me incliné hasta los pequeños
para sembrar en ellos gratitud.

Cuando vino el relámpago buscando
aquel árbol de las conversaciones
clamó por la injusticia el fulminado.

Yo no dije palaras, porque es condición mía
no entender otra cosa sino el deber y he sido
obediente al desastre:
viuda irreprensible, reina que pasó a esclava
sin que su dignidad de reina padeciera
y madre, ay, y madre
huérfana de su prole.

Arrastré la vejez como una túnica
demasiado pesada.
Quedé ciega de años y de llanto
y en mi ceguera vi
la visión que sostuvo en su lugar mi ánimo.

Vino la invalidez, el frío, el frío,
y tuve que entregarme a la piedad
de los que viven. Antes
me entregué así al amor, al infortunio.

Alguien asiste mi agonía. Me hace
beber a sorbos una docilidad difícil
y yo voy aceptando
que se cumplan en mí los últimos misterios.

TRÁNSITO

    I

Niña ciega palpaba mi rostro con mis manos
no para ver, para borrar la línea
donde el perfil dice "mañana"; donde
alza el mentón su hueso que se opone a la muerte.

Y con el ademán se iban desvaneciendo
el dolor, la presencia, la memoria.

(No, no moría. No supe
cómo borrar el nombre de Rosario.)

    II

No conocí la ley, esa constelación
bajo la que mis padres me engendraron.
No supe mi destino de vegetal, mi nombre
que termina en la punta de mis dedos
y quise dar un paso más allá
donde se ahoga el pez, donde estalla la piedra.

Más allá de los límites. Aquí,
profundidad o altura, inhabitable
lugar para mi especie.

    III

Subí hasta donde el hombre
movía sus figuras de ajedrez
y era una transparente atmósfera de águilas.

(He debido cubrirme el rostro con un velo
por no mostrar este color de selva
-esplendor y catástrofe-
que todavía no me ha abandonado.)

NOTA ROJA

En página primera
viene, como a embestir, este retrato
y luego, a ocho columnas, la noticia:
asesinado misteriosamente.

Es tan fácil morir, basta tan poco.
Un golpe a medianoche, por la espalda,
y aquí está ya el cadáver
puesto entre las mandíbulas de un público antropófago.

Mastica lentamente el nombre, las señales,
los secretos guardados con años de silencio,
la lepra oculta, el vicio nunca harto.
Del asesino nadie sabe nada:
cara con antifaz, mano con guantes.

Pero este cuerpo abierto en canal, esta entraña
  derramada en el suelo
hacen subir la fiebre
de cada Abel que mira su alrededor, temblando.

RECITAL

El poeta se arregla la corbata
y sube al escenario.
Carraspea un poco. Tiembla. Es natural.
Pero se sobrepone porque Apolo
le ha infundido el divino valor, lo ha emborrachado
de vaticinios y helo aquí, en el centro
de un gran espacio oscuro
¿y vacío? ¿Y vacío?

Esta interrogación
es como para recobrar la lucidez,
así que sin más trámites, profiere:

"Señoras y señores... El micrófono
funciona bien. ¿Se escucha? ¿Quién escucha?
¿Uno? ¿Varios? ¿Ninguno?
No me importa.
La sordera no es lo que hace al silencio.
Lo que hace al silencio es la mudez.
Y no quiero ser cómplice
de ese crimen contra la humanidad.
Porque sin la palabra nadie es el hombre, nada
distinto de la piedra. En el cosmos entero
un dios puso en sus labios el sello de la exención.
Y el poeta es quien da voz a lo que no habla,
es el que..."
       reflectores, de repente, se encienden
y el que declama mira a su auditorio.

Son seres que enarbolan como escudo
esa señal de tránsito que prohíbe los ruidos
en la proximidad de un hospital.
Están lisiados todos. El estruendo
les reventó los tímpanos.
El estruendo de la hélice; del motor en la fábrica;
de las sirenas de la policía;
el de la multitud en el box, en los toros;
el de la noche de los linchamientos;
el de las campanadas y lso vivas
al conductor de masas;
el del anuncio del mejor producto;
el de la propaganda de la mejor política;
el del oro cayendo en cataratas
hasta las cajas de seguridad;
el de la bomba al estallar; el de
la jauría de perros amaestrados
para cazar a un paria fugitivo.

El poeta se quita la corbata
-pues no tiene corona de laurela-.
la pisotea, mientras maldice a Apolo
y, sobrio ya, desciende
y busca en la luneta algún sitio sin dueño.

Nadie lo mira. Nadie le regala
el cartelón. Ninguno le sonríe.
Pero elpoeta se entrega
a las delicias del anonimato.
¡Oh, qué maravillosa sensación!
Se está tan bien así, confundido entre muchos,
rodeado de estruendos, protegido
por los estruendos y con la menbrana
del tímpano ya a punto de estallar.

Ahora, canción inoportuna, prueba
a saltar la muralla.
¿Verdad que no se puede venir a perturbar
a los tranquilos? ¡Fuera!
Te arrojan con la música a otra parte.

No hay gemido de víctimas. No hay clamor de justicia.
No hay ulular de fieras.
¡Cómo, si es inaudible
aun el estruendo de la tempestad!
¿Murmullos? Ratonzuelos que roen la madera.
Nada importante. Nadie. Por fin estoy a salvo.

TOMA DE CONCIENCIA

A medianoche el centinela alerta
grita ¿quién vive? y alguien -yo, sí, yo,
no ese muco de enfrente-
debía responder por sí, por otros.
Pero apenas despierto y además
ignoro el santo y seña de los que hablan.

Malhumorada, irónica, levantando los hombros
como a quien no le importa, yo digo que no sé
sino que sobrevivo
a mínimas tragedias cotidianas:
la uña que se rompe, la mancha en el mantel,
el hilo de la media que se va,
el globo que se escapa de las manos de mi hijo.

Contemplo esto y no muero. Y no porque sea fuerte
sino porque no entiendo si lo que pasa es grave,
irreversible, significativo,
ni si de un modo misterioso estoy
atrapada en la red de los sucesos.

Pero la verdad es que, aún soñolienta,
me levanto, me baño, canturreo
pensando en otras cosas.
Y luego desayuno,
tranquila, sobriamente, leyendo la noticia
del viejo avaro al que sus asesinos
buscaron las monedas que escondía
(a puñaladas) dentro de su entraña.

No, me palpo y no siento la herida. Todavía
soy una mujer sola.

Bebo el café y mi mano
no tiembla cuando doy vuelta a la página
y allí, en un arrozal remoto, agazapado,
tiritando de frío y de terror
de un enemigo que también se esconde
y que también tirita,
encuentro a un hombre que es distinto a mí
por el color, por el idioma, pero
igual en el relámpago que ilumina este instante
en el que él y su adversario, y yo, que no los veo,
estamos juntos, somos uno solo
y en nosotros respira el universo.

Amor mío, que a veces vienes a visitarme
y me estrechas la mano
o simplemente miras con piedad que envejezco,
no te sientas más próximo que aquel del arrozal
o del que un día lejano
(ya ni siquiera puedo decir dónde)
me dio a beber un sorbo de agua fresca
en jornada de sed y de intemperie.

Porque soy algo más ahora, por fin lo sé,
que una persona, un cuerpo y la celda de un nombre.

Yo soy un ancho patio, una gran casa abierta:
yo soy una memoria.

Permaneces allí, imagen del que ha muerto,
rostro del que partió con la promesa
de volver, como flor entre los labios.

A mí, como a una hoguera en pleno campo,
se arriman en la noche los de mi tribu y otros
desconocidos y aun algunos animales
cuya inocencia guardo.

En medio de este corro de presencias
soy lo que soy: materia
que arde, que difunde calor y luz. Crepito
la respuesta gozosa: ¡viven todos!

FUTURO

El viento no se rompe
aunque se parta en ráfagas.
Sal hay una y no más,
blanca y desmenuzada.

Ya verás cómo viene
como en el sorbo el agua,
como el mar en la ola,
como el fuego en la llama.

Ya verás cómo sube
de ser semilla a rama.
Ya verás cómo pasa
de instante a hora sagrada.

Ya está y aún no lo adviertes,
ya mueres y aún te alarmas.
Porque es tuya, eres tú y lo que es más tú:
el tuétano, la sangre, la palabra.

CANCIÓN

Yo conocí una paloma
con las dos alas cortadas;
andaba torpe, sin cielo,
en la tierra, desterrada.

La tenía en mi regazo
y no supe darle nada.
Ni amor, ni piedad, ni el nudo
que pudiera estrangularla.


METAMORFOSIS DE LA HECHICERA

Nacer, salir de madre como el río
que se despeña, arrastra materias extrañas, precipita
su caudal hasta el fin, sin ver el cielo
ni el árbol de las márgenes
ni pulir con amor la piedra de su entraña.

Así a nuestro vivir llamamos vértigo,
remolino que a veces devora, alga que enreda
lo que quiere ascender hasta la superficie.
Y no hay, entre el estruendo y su extinción,
más que la turbiedad
del limo, el pez oscuro y el pulso sin descanso.

Así todos los que desembocamos
en el mar antes de haber logrado un nombre.

Así todos. No ella. Hecha también de agua,
se detuvo en remansos pensativos.

¡Qué figuras nos deja entrever su transparencia!
Galería sin fin, palacios desolados,
complejas maquinarias
donde se transformaba el universo
en belleza y en orden y en ley resplandeciente.
Mujer, hilaba copos de luz; tejía redes
para apresar estrellas.

Mujer, tuvo máscaras y jugaba a engañarse
y a engañar a los otros,
mas cuando contemplaba su rostro verdadero
era una flor de pétalos
pálidos y marchitos: amor, ausencia, muerte.
Y en su corola había
alguna cicatriz casi borrada.

Por todo lo que supo era obediente y triste
y cuando se marchó por esa calle
-que tan bien conocía- de los adioses,
fueron a despedirla criaturas de hermosura,
esas que rescató del caos, de la sombra,
de la contradicción, y las hizo vivir
en la atmósfera mágica creada por su aliento.

EL TALISMÁN

He buscado mi rostro entre las piedras
-señal de cataclismo-
y sólo hallé la resquebrajadura
donde el tiempo triunfó; donde la guerra
clavó su lanza que es necesidad,
necesidad con punta de hierro ya mellado
y con asta podrida del viento y de intemperie.

Busqué mi rostro allí donde el antepasado
marcó su huella en signos, en figuras
y no reconocí más que el misterio.
Aquí estuvo y no está, rescoldo frío
junto al que nadie puede detenerse.

Y, alrededor, la selva. ¡Cuánta corteza de árbol
en que ningún cuchillo de viajero
grabó la letra, el rumbo!
¡Cuánta hoja diciendo su idioma incomprensible!
¡Cuánta raíz a la que no desciendo!

Bajo mis ojos han pasado ríos
anónimos, fugaces.
Se iban en murmullos, sí, pero no cuajaban
en palabra de espejo
sino en profunda voz de abismo, en suave
invitación a convertirme en agua.

Con paso cauteloso me arrimé al campamento
de los hombres. Me vieron
con esos mismo ojos que calculan
el peso del ganado
o la totalidad dela cosecha.
Sin hablar me pusieron un lugar en la mesa,
me dieron un bocado y después la madrina
me señaló el quehacer, me ordenó la faena.

Aquí estoy. Tejedora, lavandera,
desgranadora de maíz y, a veces, en la noche
cuando el sueño no acude,
relatora de historias.

Cuento la eterna lucha de los dioses
para vencer al caos
y las primeras peregrinaciones
y los que se perdieron o acabaron
antes de presenciar el milagro del alba.

Cuento de las ciudades, gloria de un día y luego
olvido de los siglos.

Otras cosas también; astucias de animales
pequeños. Y victorias
del hazañoso que arrancó la piel
al león, al tigre o que engañó a la zorra.

De mí no sé. Devano las memorias ajenas.
Pero hay entre la tribu
uno que no es igual a los demás, que inventa,
que da nombre a los seres
y que forma figuras de barro con las manos.

Ése me ha prometido
decirme alguna vez las sílabas exactas
que desde la creación me pertenecen.

Me las dirá en la fecha marcada por los astros
pues no quiere que el dueño
se apodere de ellas, ni que el otro
las use como un pobre utensilio cotidiano.

Me ha dicho: será el nombre
con que te llame tu hijo
cuando tenga hambre o miedo de estar solo.
Y ha puesto entre mis manos este pedazo de ámbar
para que me recuerden
-después, cuando yo muera- aquellos que me amaron.

CANCIÓN

Tal vez cuando nací alguien puso en mi cuna
una rama de mirto y se secó.
Tal vez eso fue todo lo que tuve
en la vida, de amor.

Porque después (oh, rostro traicionado
por la memoria, nudo deshecho en el adiós)
nada sino el silicio de aquella nervadura
me exprimió el corazón.

ELEGÍA

Cuerpo criatura, sí, tú y yo nos conocimos.

Tal vez corrí a tu encuentro
como corre la nube cargada de relámpagos.

Ay, esa luz tan breve, esa fulminación,
ese vasto silencio que sigue a la catástrofe.

Quienes ahora nos miran (piedras oscuras, trozos
de materia ya usada)
no sabrán que un instante nuestro nombre fue amor
y que en la eternidad nos llamamos destino.

RETORNO

Has muerto tantas veces; nos hemos despedido
en cada muelle,
en cada andén de los desgarramientos,
amor mío, y regresas
con otra faz de flor recién abierta
que no te reconozco hasta que palpo
dentro de mí la antigua cicatriz
en la que deletreo arduamente tu nombre.

EMBLEMA DE LA VIRTUOSA

Después de días, muchos, muchos días
-cada uno con su cara
y su rudo instrumento de dominio en la mano-
me comparo a la bestia que ya ha tascado el freno,
que ya ha sentido hundirse la espuela en el ijar
y sabe cómo el brío y el furor
ascienden, se deshacen
entre los belfos como espuma inútil.

Sí, callo. Sí, me inclino. Me detengo,
me apresuro según la rienda manda.
Para que mi jinete, mi destino
-ese a quien no conozco-, vaya hasta donde va.

Cuando joven pací en una pradera
abundante de nombres y yo escogí lo mío.
Pero mi senda de hoy tiene no más un trébol.
Con un pétalo dice mansedumbre
y con otro lealtad
y con otro obediencia.

Ay, pero el cuarto, el último,
la hoja de la suerte verdadera,
dice sólo abyección.

Amigo que encegueces cuando miras, ciégame,
úngeme de soberbia,
amortigua mi tacto, mi memoria,
todo lo que ilumina, lo que lee,
para que quede oculta esa palabra.

PARÁBOLA DE LA INCONSTANTE

Antes, cuando me hablaba a mí misma, decía:
si yo soy lo que soy
y dejo que en mi cuerpo, que en mis años
suceda ese proceso
que la semilla le permite al árbol
y la piedra a la estatua, seré la plenitud.

Y acaso era verdad. Una verdad.

Pero, ay, amanecía dócil como la hiedra
a asirme a una pared como el enamorado
se ase del otro con sus juramentos.

Y luego yo esparcía a mi alrededor, erguida,
en solidez de roble,
la rumorosa soledad, la sombra
hospitalaria y daba al caminante
-a su cuchillo agudo de memoria-
el testimonio fiel de mi corteza.

Mi actitud era a veces el reposo
y otras el arrebato,
la gracia o el furor, siempre los dos contrarios
prontos a aniquilarse
y a emerger de las ruinas del vencido.

Cada hora suplantaba a alguno; cada hora
me iba de algún mesón desmantelado
en el que no encontré ni una mala bujía
y en el que no me fue posible dejar nada.

Usurpaba los nombres, me coronaba de ellos
para arrojar después, lejos de mí, el despojo.

Heme aquí, ya al final, y todavía
no sé qué cara le daré a la muerte.

AMOR

Sólo la voz, la piel, la superficie
pulida de las cosas.

Basta. No quiere más la oreja, que su cuenco
rebalsaría y la mano ya no alcanza
a tocar más allá.
Distraída, resbala, acariciando
y lentamente sabe del contorno.
Se retira saciada,
sin advertir el ulular inútil
de la cautividad de las entrañas
ni el ímpetu del cuajo de la sangre
que embiste la compuerta del borbotón, ni el nudo
ya para siempre ciego del sollozo.

El que se va se lleva su memoria,
su modo de ser río, de ser aire,
de ser adiós y nunca.

Hasta que un día otro lo para, lo detiene
y lo reduce a su voz, a piel, a superficie
ofrecida, entregada, mientras dentro de sí
la oculta soledad aguarda y tiembla.

PRIVILEGIO DEL SUICIDA

El que se mata mata al que lo amaba.
Detiene el tiempo -el tiempo que es de todos
y no era sólo suyo-
en un instante: aquel en que alzó el vaso
colmado de veneno;
en que segó la yugular, en que
hendió con largos gritos el vacío.

Ah, la memoria atónita, sin nada más que un huésped;
la atención que regresa como un tábano
siempre hasta el mismo punto intraspasable
y la esperanza que amputó sus pies
para ya no tener que ir más allá.

Ay, el sobreviviente,
el que se pudre a plena luz, sepulcro
de par en par abierto,
paseante de hediondeces y gusanos,
presencia inerme ante los ojos fijos
del juez ¿y quién entonces
no osa empuñar la vara del castigo?

¡Condenación a vida!

(Mientras el otro, sin amarraduras,
alcanza la inocencia del agua, las esencias
simplísimas del aire
y, materia fundida en la materia
como el amante en brazos del amor,
se reconcilia con el universo.)

ÚLTIMA CRÓNICA

Cuando cumplí la edad, las condiciones,
alcancé el privilegio.
Fui invitada a asistir al rito inmemorial,
a ese culto secreto en el que se renueva
la sangre ya caduca,
en que se vivifican las deidades,
en que el árbol se cubre de retoños.

Entré en el templo de los sacrificios
y vi a los ayudantes del sacerdote máximo
raspar antiguas costras desteñidas
que mancillaban la pared y el suelo;
pulir la piedra del altar, volverla
el espejo perfecto que duplica los actos
y les confiere así doble valor.

Los presenciantes, mudos
(¿de miedo
o ya de reverencia?),
aguardaban temblando, con la mirada fija
en la llamada puerta del escarnio.

De allí saldría la víctima.

¿Quién será?, pregunté. Y un iniciado
me respondió: la nombran
de muchos modos y es siempre la misma.

¡Oh, no!, clamé. ¡Piedad! Porque sentí
removida la tumba de mis muertos,
la ceniza del héroe dispersada,
turbada la vigilia
del hombre que contempla las estrellas,
interrumpido el sueño del que sueña
el porvenir; desperdigadas, rotas
las palabras que un día se congregaron
alrededor de un orden hermoso y verdadero.

¿Qué ultraje van a hacerle a esa criatura inerme?

Es lo único que cambia, me indicaron.
No se repetirá ninguno que haya sido
consumado otra vez.

El himen desgarrado fue la hazaña
del rudo semental y de ella hemos nacido
tú, yo, nosotros, los que atestiguamos
y los que permanecen en la orilla.

Después llegaron los mutiladores,
los chalanes que fueron a venderla
al mercader de esclavas.

Fue saqueada mil veces; fue aherrojada
en calabozos húmedos
que algún tumulto derribó y caudillos
bárbaramente tiernos y feroces.

¿Quién sobrevive? Nadie más que ella,
la indestructible. A cada cierto plazo
desciende hasta nosotros y se ostenta,
siempre bajo una máscara distinta,
para probar su legitimidad
y exigir homenajes y tributos.

Así no haya temor.
Las ceremonias ya no serán cruentas.

Expectante, la vi salir: desnuda,
más, más, más, desollada.
Y sin ojos, sin tacto,
pero como quien sabe su camino,
se dirigió guiada por nadie, sostenida
por nadie, hasta el lugar
único y preparado.

El sacerdote máximo le tomó la cabeza
-no para cercenarla
sino para verter en ella ungüentos,
mixturas de las hierbas más salvajes-.

Algo dijo en su oído, que no escuché. Un conjuro,
algo que se repite y se repite
hasta hacerse obediencia.

Después, amigos míos, os suplico,
no dudéis de mi lengua,
no dudéis de la mano con que escribo
y no pongáis en tela de juicio lo que juro.

Vi la metamorfosis. Nuestra dueña,
desollada y por ello lamentable,
se recubrió de escamas de reptil
y se ciño al tobillo un cascabel frenético
(el de la danza no, el del exterminio)
y se volvió hacia todos, poseída
por un furor que tuvo a su alcance el instrumento
para ser eficaz, para destruir
lo tan penosamente atesorado.

Con los demás corrí despavorida
y vine a refugiarme al rincón más oscuro.

Hasta aquí los sirvientes y los intermediarios,
los traidores también de entre los míos,
me prendieron y a rastras me llevaron
hasta donde ella estaba
y me ordenaron: cuenta lo que has visto.

Iba a llamarla Ménade,
iba a atarla de epítetos,
iba a finalizar mi relato diciendo
la frase de aquel criado de Job, el mensajero
narrador del desastre.

Pero no pude. Alguno
por encima del hombro me vigila
con ojos suspicaces;
me prohíbe que use figuras extranjeras
porque las menosprecia o las ignora
y recela una burla, una celada.

Ha descargado el látigo para hacerme saber
que no tengo atributos de juez y que mi oficio
es sólo de amanuense.

Y me dicta mentiras: vocablos desgastados
por el rumiar constante de la plebe.

Y continúo aquí, abyecta, la tarea
de repetir grandeza, libertad, justicia, paz, amor, sabiduría
y... y... no entiendo ya
este demente y torpe balbuceo.

ACCIÓN DE GRACIAS

Antes de irme -igual en cortesía
al huésped que se marcha-
quisiera agradecer a quien se debe
tantas hermosas cosas que he tenido.

Muchas veces la tierra me ofreció su mejilla
de durazno maduro;
muchas veces el aire se revistió de música,
muchas veces las nubes, las nubes, sí, las nubes...

Pero yo no amé nada tanto como amé al fuego.
Allí encuentro la mano del hombre inmemorial
terco en su oposición a la intemperie;
allí la voluntad de la tribu, de darle
calor al peregrino
que se acerca a deshora buscando pan, compañía
y la conversación
en que tantas palabras se desposan.

Más que Nausícaa o que Raquel, halladas
en playas o en brocales,
yo fui como Penélope
mujer que se recata en gineceo.
Se deleitó mi olfato del aroma doméstico:
el de la ropa húmeda
cuando suelta el vapor bajo la plancha ardiente.
Ah, limpieza del vaho
que has absuelto la casa de la culpa
de ser casa para unos
nada más y no casa para todos.

Ay, aire bautizado por los nombres más próximos:
hijo Pablo, Gabriel hijo, Ricardos
-el padre, primogénito-,
¿y por qué no invocar también la planchadora
que se llama Constancia?

Los pucheros borbollan
sustanciosos de res sacrificada,
de hortaliza recogida, de corral abundante.
Y pasan a la mesa, interrumpiendo
la charla baladí o la palabra áspera.
Bajo su especie humilde comulgamos
y el señor distribuye las raciones
con equidad y juicio.

Mi madre repetía:
la paciencia es metal que resplandece.

Y yo recuerdo mientras pulo el cobre
del utensilio siempre requerido.
Y yo recuerdo mientras la franela
le devuelve su brillo original.
Y yo recuerdo mientras
empuño el paño grueso y resistente.

Mi madre repetía... Ha muerto ya. Sus manos
se cruzaron después de acabar la faena.
Dejó su casa en orden
como para la ausencia verdadera.

Yo no quiero apartarme de su ejemplo.
Ay, aunque -a veces- tienta el arrebato
de comer fruta verde,
de entregarse a la muerte prematura
gritando "no me importa" a los que quedan.

Pero resisto, sí, y amanecemos
hasta que el tiempo advenga.

Mas cada noche yazgo en el lecho que ha sido
de amor, de parto, de desvelo triste
o de reposo bien ganado, y rezo:
si esta noche es la noche postrera, si esta sábana
ha de ser mi mortaja,
dejadme que me envuelva bien en ella
como en esa caricia total que únicamente
otorga el mar al náufrago.

¡Está tan hecha a mí la tela! Me conoce
como yo la concozco.
Mi forma y su textura son amigas
y entre sí se completan.
¿Quién teme así? Yo iré adonde se va
confiada a la última benevolencia.

RECORDATORIO

Obedecí, señores, las consignas.

Hice la reverencia de la entrada,
bailé los bailes de la adolescente
y me senté a aguardar el arribo del príncipe.

Se me acercaron unos con ese gesto astuto
y suficiente, del chalán de feria;
otros me sopesaron
para fijar el monto de mi dote
y alguien se fió del tacto de sus dedos
y así saber la urdimbre de mi entraña.

Hubo un intermediario entre mi cuerpo y yo,
un intérprete -Adán, que me dio el nombre
de mujer, que hoy ostento-
trazando en el espacio la figura
de un delta bifurcándose.

Ah, destino, destino.

He pagado el tributo de mi especie
pues di a la tierra, al mundo, esa criatura
en que se glorifica y se sustenta.

Es tiempo de acercarse a las orillas,
de volver a los patios interiores,
de apagar las antorchas
porque ya la tarea ha sido terminada.

Sin embargo, yo aún permanezco en mi sitio.

Señores, ¿no olvidasteis
dictar la orden de que me retire?

HIMNO

Después de todo, amigos,
esta vida no puede llamarse desdichada.
En lo que a mí concierne, por ejemplo,
recibí en proporción justa, en la hora exacta
y en el lugar preciso y por la mano
que debe dar, las dádivas.

Así tuve los muertos en la tumba,
el amor en la entraña,
el trabajo en las manos y lo demás, los otros,
a prudente distancia
para charlar con ellos, como vecina afable
acomodada en la barda.

Y recreos. Domingos enteros en la playa,
arboledas anónimas y amigas,
manantiales ocultos que cantaban,
libros que se me abrieron de par en par y bóvedas
maravillosamente despobladas.

Dioses a quienes venerar, demonios
tan hermosos que herían la mirada,
sueños para dormir asido al cuerpo ajeno
como hiedra de tactos y palabras
... y algún relámpago de medianoche
para alumbrar el orden de mi casa.

ENCARGO

Cuando yo muera dadme la muerte que me falta
y no recordéis.
No repitáis mi nombre hasta que el aire sea
transparente otra vez.
No erijáis monumentos, que el espacio que tuve
entero lo devuelvo a su dueño y señor
para que advenga el otro, el esperado,
y resplandezca el signo del favor.































jueves, 25 de abril de 2013

Poemas de Marcio Catunda en "Paisajes y leyendas de España" (2)

LOS BÁLASAMOS DE GUADARRAMA

He aquí la fuente que hace brotar la vida
y pone en cada cosa un átomo germinante.
Cada pétalo refleja los colores del cielo.
Ahí está el valle soleado
donde niebla, nieve y arena
se mezclan en la alquimia crepuscular.
Mi corazón quiere traducir el código celestial,
pero la visión y el pensamiento flotan...
¡El soplo de la tarde en los gorjeos!
Nos sentamos en la piedra de terciopelo:
todo es perfecto en la pradera de las esencias.
De una montaña a otra hay un arco de nubes.


EL REAL MONATERIO DE LAS HUELGAS

En pilares, púlpitos, clausuras y capillas de luz,
para ser testigo de tumbas
que se asoman entre misterios,
florecen las Huelgas
de los pastos de Alfonso VIII,
regalos de Bernardo de Claraval.
Sarcófagos de la historia de los tronos.
Escudos albergados en cada nave.
De todo quedan motivos de piedra y cal.
Ser testigo de la impronta del tiempo.
De todo quedan
los estigmas de la intemperie
en los encumbrados capiteles.
Y el ajuar, legado de perdida indumentaria.

Poema de José Almendros en "Nostálgicas", publicado en 1898. Hoy [¿Quieres riquezas...]

[¿QUIERES RIQUEZAS...]

   ¿Quieres riquezas,
   quieres placeres,
   oro, diamantes,
   preseas quieres:
   ¿La tierra toda
   poder comprar?

   ¿Quieres aplausos,
   quieres loores?
   lauros, coronas,
   envidia, honores?
   ser admirado?
   ser inmortal?
Tal de los sueños el numen dijo
y el alma triste repuso: —Más!...

   ¿Quieres amores
   puros o ardientes?
   éxtasis dulces?
   goces fervientes?
   sirena, o ángel?
   ser o ideal?

   ¿Quieres, acaso,
   dichas más puras?
   tiernos afectos,
   dulces venturas,
   que ocultos goces
   den a tu hogar?
Tal de los sueños el numen dijo
y el alma triste repuso:—Más!...

   ¿Quieres un cetro
   que soberano
   no haya ante el tuyo
   poder humano?
   ¿Quieres espacios
   en que reinar?

   ¿El genio quieres
   que eterno brilla,
   que excede a todo
   y a todo humilla,
   soplo en la tierra
   de lo inmortal?
Tal de los sueños el numen dijo:
y el alma esclava repuso:—Más!...

   ¿Cruzar del mundo
   los hemisferios
   sin que a tus ojos
   tengan misterios
   la tierra extensa
   ni el hondo mar?

   Del cielo quieres
   pisar los astros,
   volar con ellos,
   seguir sus rastros
   surcando eterna
   la inmensidad?
Tal de los sueños el genio dijo
y siempre el alma repuso:—Más!...

   Quieres del cuerpo
   que te sujeta
   soltar los lazos
   volando inquieta...
   —|Oh! ¿Dónde, dónde?
   —Dios lo dirá!

   ¿Reunido quieres
   de eterno modo
   todo lograrlo,
   saberlo todo
   de espacios nuevos
   hasta el umbral?
Tal dijo el numen y suspirando
rendida en alma, repuso:—Más!...

"Como después del tempestoso día..." y "Amor es bueno en sí naturalmente...", sonetos de Juan Boscán

Como después del tempestoso día        
la tarde clara suele ser sabrosa,        
y después de la noche tenebrosa        
el resplandor del sol plazer embía,        

así en su padecer el alma mía
con la tarde del bien es tan gozosa        
que s'entrega, en un'ora que reposa,        
de todos los trabajos que tenía.        

Mas este bien no suele ser barato:        
mucho cuesta tan fuerte medicina,
y es lo peor que presto ha de pagarse.        

Es reposar d'un hombre que camina,        
que a la sombra descansa un breve rato,        
para luego bolver a más cansarse.

___

Amor es bueno en sí naturalmente,        
y si por causa dél males tenemos,        
será porque seguimos los estremos,        
y así es culpa de quien sus penas siente.        

El fuego es el más noble y ecelente
elemento de cuantos entendemos,        
mas tanta leña en él echar podremos        
que al mundo abrasará su fuerça ardiente.        

Cuánto más, si le echáis otras misturas        
de pez o d'alquitrán para movelle,
como aquellas que eché en mis desventuras;        

por donde en el ardor de sus tristuras,        
tan quemado quedé, con encendelle,        
que'n mi rostro se muestran mis locuras.

lunes, 22 de abril de 2013

Inéditos de Manuel Rico (RÍO Y CARRETERA), María Sangüesa (ÁRBOLES DE SILENCIO) y Fernando Sarría Abadía (NOVIEMBRE) en el número 29 de la revista "Álora, la bien cercada". Y fin del repaso a esta edición

RÍO Y CARRETERA

La carretera, al fondo,
desaparecía entre el piorno y la hojarasca, era
como un misterio escrito
en la piel de los montes:
el signo imprescriptible del otoño, la huella
de la niñez perdida y de los cuentos
aprendidos y rotos por la edad y su herida.

Dejamos el coche muy cerca del río,
caminamos por las sendas estrechas
que, entre zarzas, llevaba, a rincones
desconocidos,
vencíamos la muerte con estusiasmos mínimos:
la flor herida por la helada, el rocío
sobre las hojas ocres, ciertas manchas
de musgo en la corteza
de un tronco derribado.

¡Cuántas veces aprendimos las lecciones del tiempo
junto a una carretera perdida entre montañas
tras detener el coche
a la orilla de un río y beber el silencio
de la tarde!

Manuel Rico


ÁRBOLES DE SILENCIO

No, no es que callen los árboles
es que su voz se enreda sobre el aire
para vivir meciéndose en su seno,
y exhalar la muerte en cada hoja.

Ritual de vida,
resurrección de ciclos que se cierran
en savias dormidas, y esconden
un despertar de Lázaro en sus vetas...

Resurgir concéntrico
de floraciones anilladas
entre breves agonías de madera.

No, no es que callen los árboles
es que su voz encubre los misterios
que va olvidando el viento en cada soplo.

María Sangüesa


NOVIEMBRE

Regresar es volver a escuchar el ronroneo triste de los árboles,
el murmullo que se origina en el aire
al caer paulatina la tarde ardiendo en los tejados,
es saber distinguir en la distancia el azul de la siembra
sim márgenes y sin tiempo en la mirada,
es distinguir la voz enjaulada por el viento
que ulula despacio por el suelo
arrastrando ante nosotros la incipiente muerte,
es estremecerse ante la lucha sin cuartel
de la luz y de la sombra en los rincones,
y es volver con el silencio a leer la verdad del río,
cuando el agua hurga adentro
con su nivel de lluvia y su melancolía.
Todo es regresar,
mientras el otoño, sabio y viejo,
desembala, lentamente, el miedo de tu cuerpo.

Fernando Sarría Abadía

"A prima noche" (1835), por Mesonero Romanos

A prima noche 

Fama es general, y aun pudiera decirse fundada, la que atribuye a los españoles la generosidad como una de las bases distintivas de su carácter. Generosos somos en efecto, en el sentido más lato de esta palabra; generosos y aun pródigos en los gastos necesarios y supérfluos: dígalo nuestra deuda nacional, nuestras oficinas, nuestros palacios, iglesias y monumentos. Pródigos también somos en las hipérboles y demás figuras retóricas, y de ello podrían dar testimonio los entusiastas historiadores, los encomiásticos poetas, y tantas alocuciones, exposiciones y manifestaciones como vemos diariamente, y que pudieran, recogidas con cuidado, servir de formulario general y completo de proclamas para todos los países del globo.

Pero en medio de nuestra prodigalidad, de nada somos tan pródigos como del tiempo, y nada en efecto sabemos desperdiciar con más garbo y bizarría.

Las naciones industriosas han considerado el tiempo como el más precioso de los capitales. Nosotros, generalmente hablando, le consumimos como réditos de nuestra existencia. La frase española de hacer tiempo, equivale a perderle, en cualquiera lengua, y un ligero paseo por nuestra capital (adonde la cortedad de nuestra vista nos limita) probaría mucho más que todos los discursos aquí estampados.

¿Qué hace, v. gr., esa turba parásita de plantones fijos en la Puerta del Sol, interrumpiendo el paso de los transeúntes, aprendiendo de memoria los carteles, mirando al reloj u oyendo cantar a un ciego? -Está haciendo tiempo para pasar a otro lado a ocuparse en trabajos semejantes.

¿Qué espera aquel almibarado petimetre, dije habitual de una elegante tienda de la calle de la Montera, parte integrante de su aparador, emblema de su muestra, y fiel contralor de sus operaciones mercantiles? ¿Muévele algún interés en éstas, o el deseo de hacer observaciones económicas o morales? Nada menos que eso: está haciendo tiempo para que un marido vaya a la oficina, y correr a consolar a la esposa, que le espera haciendo tiempo al balcón o ensayando al espejo la nueva combinación del prendido.

El esposo, entre tanto, sentado en su silla burocrática, ejercitando su pulso en bravos rasgos y jeroglíficos, recortando en picos el pelo de las plumas, paseando la badila alrededor del brasero para darle la forma piramidal, formando cigarrillos, que ofrece a sus compañeros, y disertando a la ventana, mientras los fuma, sobre la orden de la plaza o sobre la corrida de toros, hace tiempo de que venga el jefe a echar reprimendas al portero, atar y desatar legajos, tirar de la campanilla, y hacer tiempo de que den las dos para tomar el sombrero.

¿Qué espera aquel magistrado hundido en su sillón carmesí, la cabeza sobre el respaldo y los ojos elevados al cielo? ¿Medita sobre la defensa en que el abogado con frases anfibológicas ha hecho una hora de tiempo para martirizar un pensamiento? -Pues no señor, está haciendo tiempo de que el portero, que jugaba a los naipes con los lacayos de S. S., abra con estrépito la mampara diciendo: «Señor, la hora».

¿Qué busca el obrero paseando sus miradas desde el caballete de un tejado, con la piqueta alzada y la otra mano extendida en ademán de comunicar sus órdenes a la cuadrilla? ¿Inventa acaso un corte más ventajoso, una operación más fácil, que le economice tiempo y trabajo? Nada menos que eso: su vista penetrante, salvando tejados y chimeneas, se fija en la torre de la Trinidad, tarareando alegremente el antiguo romance:

«Medio día era por filo;
Las doce daba el reloj,
Comiendo está con sus grandes
El rey Alfonso en León».

Siente la primera campanada, arroja simultáneamente la piqueta, y desciende por el andamio como aliviado del peso del trabajo, corriendo a reunirse con su cara consorte, que sentada al sol a la puerta de su casa, calle de la Paloma, hace tiempo de que se salga el puchero, o que caiga en la lumbre el chicuelo revoltoso o el gato dormilón.

En ningunos momentos es más perceptible este vacío universal, este dolce far niente (que dijo el Toscano), como en los que constituyen las primeras horas de la noche: no basta a nuestra apática indiferencia el interrumpir indiscretamente el trabajo del día con la solemne operación de la comida a las tres; no es suficiente a nuestro reposo la segunda noche, improvisada en la siesta; ni el paseo de ordenanza hasta que la luz del día llega a extinguirse: es preciso perder aún otro par de horas en un café, o sentados en derredor de una mesa de billar, o corriendo las calles sin dirección, o a la puerta de una tienda de confianza.

Si al cabo estas horas importantísimas, ya que no las ocupáramos en asistir a las academias y liceos, ya que prescindiéramos de todo trabajo mercantil o artístico, fueran empleadas en intimar nuestra sociedad, no aquella sociedad pública y ficticia, disputadora y pedantesca que se encuentra alrededor de un bol de ponche o con el taco en la mano, sino aquella grata franqueza que sólo se halla en el interior de las familias que nos son conocidas; aquella sociedad en que podemos aparecer tal cual somos sin riesgo de comprometernos ni de ofender a los demás; aquella compañía, en fin, amable y sin pretensiones que forma la verdadera amistad, el amor, y los lazos más dulces y duraderos, aun pudiera darse por bien empleado tal solaz.

Burlámonos de nuestros antepasados, porque tocando ligeramente en las botillerías y cafés para sólo el acto de refrescar, se retiraban a sus casas después de anochecer para recibir en ellas a sus amigos verdaderos y pasar algunas horas en sabrosas pláticas o en juegos permitidos. Es la verdad que en la antigua botillería de Canosa o en la de San Antonio de los Portugueses no encontraban mesas de mármol, ni columnas, ni relieves, ni arañas de cristal, ni espejos, ni aparadores como en nuestros cafés del día; es la verdad que una estrecha mesa y un banco más estrecho aún, un candilón de cuatro pábilos, un vaso de campana y un cestillo de bizcochos eran todo el aliciente que ofrecían aquellas lóbregas salas; pero a la vuelta de esto, las bebidas eran excelentes, la concurrencia era general, y los escasos momentos de permanencia en ellas hacían llevaderas aquellas faltas. No hallaban allí, es cierto, periódicos que leer, políticos con quien disputar, literatos a quien engreír, militares que temer, ni crónica escandalosa que comentar; pero en cambio no ensordecían con el ruido infernal de las disputas; no adquirían los modales de mal tono; no se acostumbraban a repetir frases indecorosas; no se impregnaban en el pestífero olor del tabaco, y sobre todo, no perdían lastimosamente el tiempo...

-Buenas noches, señor Curioso Parlante.

-Buenas noches, don Pascual.

-¿Qué hace V.?

-Escribir.

-¿A quién?

-Al público.

-Excelente corresponsal, aunque algo sordo; ¿y se puede saber sobre qué?

-Véalo V.

Y le alargué el papel mientras hacía tiempo de que le leyese saboreando un purísimo habano. ¡Ah!... también me sirvió este tiempo para informar a mis lectores de que este interlocutor es aquel mismísimo don Pascual Bailón Corredera, de que ya tienen conocimiento, si han leído mis anteriores artículos de los Cómicos en Cuaresma y la Capa vieja.

-Todo esto está muy bueno -me replicó don Pascual alargándome el papel después de haberlo leído-; pero ¿quién le mete a V. a censor moralista, pues hay cosa mejor que estas costumbres de prima noche? Míreme usted aquí: son las nueve, ¿no es verdad? pues si yo le contara a V. lo que me ha pasado mientras estaba haciendo tiempo para venir a quitarle a V. el suyo, había de reformar su opinión.

Por de pronto, luego que empezó a anochecer y que los árboles del Prado atraían a su atmósfera una humedad perniciosa, reflexioné que en ninguna cosa podría emplear los momentos como en refrescar mis fauces, resecadas con el polvo y la agitación del paseo. El inmediato salón de Solís me ofrecía su socorro; pero era tal la concurrencia de los que calcularon como yo, que no me fue posible proporcionar una silla, y a la verdad no lo sentí, pues esto me ofreció la ocasión de ir a saborear cerca del famoso repostero Amato un exquisito sentillé a la rosa. ¡Figúrese usted lo dulce que es un sentillé a la rosa, tomado en una linda sala, viendo sucederse alternativamente la elegante concurrencia de damas y caballeros, que descendiendo de brillantes carretelas, llegan a rendir el tributo de su admiración a aquel amable Anfitrión! Por desgracia esta operación no puede prolongarse más que un cuarto de hora. ¡Sic transit gloria mundi! y al cabo de él, ¿qué remedio? Abandonar aquel elegante recinto y buscar en otro sitio nuevas sensaciones.

¡La política, qué campo tan inmenso para el observador! Por fortuna el café Nuevo sale al paso. ¡Estrépito, confusión!... ¡qué noticias supe allí!... ¡qué discursotes escuché, qué planes para concluir la guerra, cómo diserté y argüí, y... parecía un Bernardotte!; pero me dolía la cabeza, y no tuve otro remedio que ganar las escalas de Levante; quiero decir, que subí la escalera del café de aquel nombre. -Transición; contraste romántico: -1835 y 1805.

Para descargar la cabeza no hay como sentarse a jugar una partida de ajedrez con un escribano; pero la bóveda de mirones que se formaba sobre nuestras figuras, encerrándonos herméticamente, no nos dejaba respirar. El humo del cigarro, el del café (que por cierto es excelente), el monótono ruido de los peones y damas, de las bolas y tacos, de los dados y fichas quédese para otro día la partida. Pasemos a la sala del billar: ¡aquélla sí que es tranquilidad! Círculo inamovible alrededor de la mesa; senado mudo, expresivas fisonomías, escena original, iluminada por lo alto, digna del pincel de Teniers. ¿Y todo, para qué? para observar los movimientos de tres bolas redondas, impelidas por discursos más redondos aún. Oh raras hominum mentes!

Los próximos salones de Lorencini y la Fontana me ofrecían un espectáculo demasiado clásico, compuesto de antiguos abonados, que disertaban sobre el cólera del año pasado o la contribución de paja y utensilios del actual; pero ¡una formalidad!... Denme la broma y el ruido y... vamos, no hay otro café del Príncipe en el mundo; allí sí que hay que ver, que escuchar. ¿Quiere V. política? Todos los correos se apean en este Lloyd madrileño. ¿Estima V. el derecho público? Escuche V. a un centenar de abogados. ¿Diplomacia? Antigua y moderna, a escoger. ¿Moral? ¡Allí sí que se saben aventuras! ¿Poesía? El Parnasillo moderno está allí. ¿Periodistas? Las Gradas de San Felipe hablando. ¿Romanticismo? ¡Es una Venecia! ¿Goces materiales, bebidas? Medio sorbete, sorbete poético por dos reales. ¿Tono rigorista? Al café de enfrente o al billar del Morenillo.

Todo cansa, sin embargo, y yo lo estaba a más no poder de aquella bataola; pero el reloj no marchaba, y todavía no eran más que las ocho, según me anunciaba estrepitosamente el ruido de la retreta, partida en distintas direcciones de la Puerta del Sol, con gran séquito de desgreñadas Andrómacas, que marchaban al compás de las cajas de guerra.

Huyendo, como es natural, de toda aquella bulla, que por la calle de Alcalá se dirigía al cuartel, me detuve involuntariamente en la calle de Peligros; y allí donde en historiado retablo se ostento, a la pública veneración el abogado de las cosas perdidas, hice alto un momento para reflexionar sobre mi dirección. -¡Ay, señor Curioso, y cómo quisiera yo tener aquí su pincel para bosquejarle las sombrías escenas que presencié! Créame V.; pocas figuras de contradanza o de mazourka salen tan bien ensayadas como las que formaban a mi vista las compaseadas manolas con su figura ondulante y campanil, y los listos aficionados al ojeo, apareciendo y desapareciendo alternativamente por las boca-calles de Hita y de Gitanos, de Peligros y San Jerónimo, del Príncipe y de la Cruz; mas como «la oscuridad de la noche y la escabrosidad del terreno permitían ocultarme sus movimientos», y como, por otro lado, recuerdo que ya V. nos ha descrito estas evoluciones en su romance El Paseo de Juana, nada más añadiré, ni me empeñaré en seguir paso a paso las sensibles parejas que tomaban puerto franco en una tienda de vinos, harto escasa en verdad de picaportes y cerrojos, gracias a la previsora susceptibilidad del dueño; ni tampoco a las filarmónicas ambulantes, que paradas delante de un ciego cantante tendían su tela como las arañas en una esquina, no sin gran concurso de moscones embozados; ni, en fin, a las que al entrar con la terciada mantilla en la bulliciosa tertulia tabernaria, reanimaban aquella báquica reunión. Esta escena por sí sola, que contemplé parado delante de una de la calle de Toledo, merece un artículo aparte y prometo contárselo a V.

-Recojo la palabra.

-¿Y después de lo dicho llamará V. perderle esta manera de hacer tiempo? No; sino vénganos ahora a encarecer los círculos y sociedades, las academias y liceos extranjeros. ¿Quería V., por ejemplo, que los literatos y aficionados tuviesen aquí tertulias privadas donde reunirse a tales horas para charlar sobre sus obras? ¿Propondría que el pueblo encontrase espectáculos baratos a que acudir para ver las habilidades de un físico o las patochadas de un arlequín? ¿Desearía que las bibliotecas estuviesen abiertas a semejante hora y que fuera lícito a entrambos sexos el concurrirá ellas? ¿Encomiaría, en fin, las tertulias de confianza, con sus juegos de prendas y sus amores platónicos? ¡Fuego en las tales! Mas ¿dónde existen ya? Acérquese V., si no, a casa de su amigo don Melquiades Revesino. -La puerta cerrada... si serán dos golpes... si serán tres... vayan dos. -¿Quién es? (pregunta una destemplada voz desde el piso tercero). -Un hombre. -¿A qué cuarto va V.? -Al segundo. -Y cierra el balcón y se queda V. en la calle.

-Demos que le abre de caridad; demos que luego se sube a su cuarto; demos que tira V. la campanilla del segundo, y que no están las señoras, y que sólo le responde el falderillo que ladra, y que en fin no hay nadie en casa... ¡Por cierto que es rato divertido el encontrarse en una escalera a oscuras y con el portal cerrado!

Pero anímese V. a descolgarse por vía de recurso de apelación o como más haya lugar a casa del abogado don Pánfilo. Mire V. a toda la familia asustada con su visita extemporánea, y preguntarle: -«¿Qué es esto, don Fulano? ¿V. por aquí? ¿Qué novedad es ésta? ¿Hay algo de nuevo? ¿Ha sucedido alguna cosa? -Nada, señores, el deseo de ver a VV... -Vaya, no es posible; muchacha, Margarita, tira esa labor, acércate: y tú, Toribio, avisa al amo, que está en el despacho. -No le incomode V. -Quita tú ese velón y trae unas velas. -Señores, de cualquier modo». -En fin, que observa V. (y es fácil de conocerlo) que ha venido a incomodar, y por cubrir el expediente, como si dijéramos, por hacer tiempo, tiene que improvisar una semi-declaración a la niña.

-Pero qué, ¿está V. ahí escribiendo jeroglíficos mientras yo hablo? ¿Está V. haciendo tiempo también?

-Nada de eso; estoy haciendo mi artículo, o por mejor decir, V. le está haciendo por mí, pues que sólo escribo en taquigrafía lo que V. va hablando.

-¿De veras? ¿Y qué ha salido de ello?

-Ha salido lo que yo deseaba: un rasguño de Madrid a prima noche, que habrá de suplir por otro mejor.

-¿Cómo?

-Sí, amigo: yo había bosquejado el paisaje; V. le ha dado la animación.

Poesía ultraísta, "Mirada", "Anoche" y "Film de cabaret", poemas de Tomás Luque

MIRADA

La noche estalla como una bomba
y las golondrinas tienden sus redes metálicas

Las trasnochantes
        tropiezan con las ráfagas
que caen de las ventanas descuidadas

Y en los ojos
         hay cuerdas enrolladas
que estiran las mujeres al pasar


ANOCHE

He podido saltar todas las cuerdas
que recorrían sus ojos.
Pero el último suspiro
    va dormido en mi hombro

El corazón se escapa como un niño
para mirar por todas las ventanas
Sentí rodar por mis mejillas muchos
                   besos
que florecían en el suelo
            como copos de nieve

Mis ojos se han llenado de frío de luna
Y la lluvia ha borrado
        los nidos de caricias
que colgaban de todos los balcones
        Anoche
los dedos silenciosos de los árboles
peinaron mis cabellos


FILM DE CABARET

El cabaret
a golpes de pintura
se tiene de pie.
Macetas de colores,
sembradas de bombillas
porque no hay flores.
Los músicos del jazz
revuelven su trastienda
y esparcen en la pista
filetes de metal,
palillos y matracas
y algún "ra-ca-taplá".
Al danzar las parejas
van moliendo el ruido
"chic-chac" del rascasuelas.
Del saxofón
se escapa una nota
"cañón".
Da risa a las girls
y todos, al son,
se ponen, garbosos,
en plan de charlestón.
Cesa el jazz.
Altavoces y gramolas
con música de pistolas
llenan de grava el local.

En el cielo recargado
de sueños espesos
van abriendo brechas largas
los cochetes del champán
y el "cha-ca-chá" de los besos:
Brechas para ventilar.

Las dos.
Un ventisquero del jazz
arrebata el maquillage[sic]
a las girls de la réclame.
Las tres.
Están llenos de bostezos
los cubos de refrescar.

El abdomen de la noche
cada vez abulta más.

Los camareros se inclinan
al presentar las facturas,
para aumentar las propinas.
Después de cobrar
con el paño aventan
los suspiros tontos
que caen en las mesas.

Un poquito más
y el carro del alba
recoge la sombra
de un viejo morral.
Se apagan las luces
y ese es el final.