- I -
La costumbre del baño es tan natural, como que debe suponerse que nació con el hombre. La limpieza que Aristóteles no duda en calificar casi de virtud, el placer y el deseo de buscar alivio en las dolencias, debieron indicarle aquel grato recurso como el único reparador de sus fuerzas fatigadas, ya por el rigor de la estación, ya por la irritación de las enfermedades. Más tarde, el lujo, convirtiendo en objeto de moda lo que pudo tener en su principio el carácter medicinal, propagó insensiblemente esta costumbre; y los pueblos antiguos nos han dejado testimonios de la ostentación y grandeza con que en ellos se sostenía.
Los orientales fueron los primeros que construyeron edificios para servir de baños públicos, y los griegos no tardaron en imitarlos. Homero, en su divina Odisea, nos habla ya de estos baños, dando a entender que se hallaban cerca de los gimnasios o palestras, para entrar en ellos al salir de los ejercicios. También Vitrubio nos ha dejado una descripción circunstanciada de ellos, diciendo que se componían de siete piezas diferentes, intermediadas de otras varias destinadas a los ejercicios.
Los romanos, habitadores de un clima meridional y grandes en todas sus cosas, adoptaron con magnificencia las costumbres de los griegos; y desde tiempo de Pompeyo, según Plinio, empezaron a construirse baños públicos por toda la ciudad, siguiendo este movimiento en una progresión asombrosa. Agripa solo, en el año de su edilidad, hizo construir ciento sesenta. A su ejemplo, Nerón, Vespasiano, Tito, Domiciano, y casi todos los Emperadores, mandaron edificar baños magníficos de preciosos mármoles y elegante arquitectura, complaciéndose en concurrir a ellos con el pueblo, viniendo a tal extremo su profusión, que se asegura haber llegado a existir ochocientas de estas casas repartidas por toda la ciudad.
Las dilatadas conquistas de aquel pueblo magnífico y guerrero introdujeron, como era natural, sus costumbres en todos los países que dominaron, y en particular la del baño fue tan extendida por ellos, que se ha dicho que luego que conquistaban un país, lo primero que hacían era edificar termas, así como más tarde los españoles construían una iglesia, los ingleses y holandeses una factoría, y los franceses un teatro. Los restos de nuestras ciudades antiguas prueban evidentemente que no fue España la menos favorecida en aquel punto.
Desalojados de nuestra Península por los godos, y éstos por los árabes, debió crecer naturalmente aquella costumbre bajo la dominación de los últimos, por la influencia que además del clima les daba su religión. En efecto, así sucedió, y aún pueden reconocerse pruebas positivas de ello en las ciudades del Mediodía, Granada, Córdoba y otras tantas. En Magerit mismo (Madrid) había baños públicos en la calle de Segovia por bajo de la parroquia de San Pedro, y hay también quien los supone en la plazuela de los Caños del Peral, fundándose en el nombre de la puerta de Balnadú, que estaba allí cerca, y que se hace derivar de las dos palabras latinas Balnea duo, si bien otros con mayor fundamento suponen a dicha palabra contracción de las árabes Bal-al-nadur, que significa Puerta de las Atalayas.
Pero los árabes y los turcos, que son, entre los pueblos modernos, los que han conservado el uso más habitual del baño, le verifican de un modo diferente que nosotros. Al salir de él, entran por lo regular un un sudatorium o estufa caliente, por medio de conductos abiertos en el suelo, y desde allí vuelven a trasladarse al baño caliente, haciéndose antes frotar violentamente las articulaciones y todo el cuerpo con cepillos suaves y guantes de franela, y perfumarse con aceites y esencias exquisitas.
Parécenos que en la moderna Europa no fue tan general la costumbre del baño, y desde luego puede asegurarse que perdió el carácter de magnificencia que tuvo en lo antiguo. Sin embargo, a mediados del siglo pasado, un monsieur Alvert restableció en París, cerca del muelle de Orsay, una casa de baños, que aunque no más que mediana, obtuvo, por la novedad, una boga singular y fue considerada como un fenómeno de la industria. Su ejemplo no tardó en tener otros imitadores; multitud de establecimientos, en que el lujo y el buen gusto compiten a porfía, poblaron el río, las calles y plazas de aquella capital, de tal manera, que no sin razón se ha dicho que en París hay en el día tantos medios de lavarse como de volverse a ensuciar. Hoy se cuentan en aquella capital ochenta casas de baños con dos mil doscientas setenta y cuatro pilas fijas, y mil cincuenta y nueve baños portátiles. Hay además cinco edificios vistosísimos en forma de barcos sobre el río, que tienen trescientos treinta y cinco baños fijos, y otros setenta y dos en el hospital de San Luis. Se calculan en cinco mil personas, tres mil hombres y dos mil mujeres, las que se emplean en el servicio de estos baños, y su producto al año, en diez y seis millones de francos (cerca de sesenta y tres millones de reales.)
La costumbre del baño, generalizada de nuevo en toda Europa, ha tomado en aquella ciudad, por las combinaciones de la ciencia y del buen gusto, un carácter tal de voluptuosidad y de encanto, que constituye un placer verdadero, no limitado, como entre nosotros, a la estación de verano y a una corta temporada, sino frecuentado durante todo el año, con lo cual pueden sostenerse y perfeccionarse cada día más tan numerosos e importantes establecimientos. En todo sucede lo mismo: la civilización y la cultura hacen nacer necesidades nuevas, que poniendo en circulación los capitales, alimentan la industria, dan aplicación a las ciencias y a las artes, y modifican y embellecen las costumbres públicas.
Deliciosa es sobremanera una visita a los baños de aquella encantadora capital. Los llamados turcos en forma de kioskos, cerrados con vidrios de colores y coronados de medias lunas; los griegos alrededor de un gran circo oblongo, iluminado por lo alto; los chinos con sus torrecillas armónicas; los numerosos establecimientos de Vigier y las escuelas de natación sobre el río Sena; los de Tívoli, elegantes y variados; las Neothermas, complemento de toda magnificencia en este género, dan una alta idea de la civilización de un pueblo que disfruta tan agradables recreaciones. Ni es sólo bajo este aspecto con el que deben considerarse; las ciencias físicas y químicas, haciendo aplicación de sus admirables investigaciones, han logrado reunir en ellos las diferentes aguas minerales, sulfurosas, aromáticas, ardientes, heladas, de todos los países y de todas las especies. Barèges, Baignères, Plombières, Aix, Spa, Bath, Neris, Saint-Amand, Baden, todos los manantiales, en fin, más famosos de Europa han sido copiados por los mágicos procedimientos analíticos y sintéticos de la química en los estanques del Tívoli francés. En las Neothermas se hallan también los baños egipcios, en donde los bañadores, perfumados y frotados de pies a cabeza por manos ágiles, como en el gran Cairo, adquieren una gran esbeltez y soltura en sus movimientos. «Las venerables dueñas (dice una descripción un poco alegre de este establecimiento) salen de él con el rosado de la aurora; los especuladores y usureros más comprimidos vuelven con una facilidad en sus movimientos, una movilidad en la espina dorsal capaz de dar envidia a los Hércules de teatro, y aun a los pretendientes del día».
Añádase a todas estas circunstancias, elegantes cafés y fondas, donde se sirven variados y exquisitos manjares y bebidas; jardines pintorescos, gabinetes de lectura, y una sociedad numerosa y amable; todos los agrados, en fin, que puede desear el ánimo más exigente, y se formará una idea aproximada del encanto de estos establecimientos en la capital del vecino reino. La costumbre de ella, difundida generalmente por la moda en todas las provincias, ha dado lugar a la creación de baños igualmente magníficos, y entre muchos que pudieran citarse, baste decir que los construidos últimamente en Burdeos han tenido de coste más de cinco millones de reales.
A este punto llegaba yo de mi discurso, cuando, harto ya de revolver mamotretos, tomar apuntes, refrescar memorias y asentar especies sueltas, tiré la pluma, tomé el sombrero y me planté en la calle, deseoso de vivificar con el frescor de la mañana mi acalorada imaginación. Pero como ella sea tal, que una vez ocupada de un objeto, tarde o nunca llega a desasirse de él, enderezome la voluntad al mismo punto y caso en que de antemano se revolvía, y me hizo sospechar que si de pensar en los baños nacía mi agitación, nada como ellos podría conseguir calmarla. Y no hubo más, sino que el alma así predispuesta, y el cuerpo en ayunas, una vez resuelto a buscar en el agua el perfecto equilibrio de mis humores, me dirigí a la primera casa de baños que a la mano tenía.
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