El día de toros
- I -
Casa de vecindad
En una parte más intrincada y costanera del antiguo y famoso cuartel de siguiendo por la calle de la Fe, como quien se dirige a la parroquia de San Lorenzo, y revolviendo después por la diestra mano para ganar una altura que se eleva sobre la izquierda, hay una calle, de cuyo nombre no quiero acordarme, que tiene por apéndice oriental un angosto y desusado callejón, de cuyo nombre no me acordaría aunque quisiera.
Entre esta calle y este callejón, y formando escuadra los límites ordinarios de ambos, descuella sobre las inmediatas un caserón de forma ambigua, tan caprichoso y heterogéneo en el orden de sus fachadas, como en el de su distribución y mecánica interior. El aspecto de la primera de ellas, que sirve a la calle principal, no ofrece, ni en la forma de su entrada, ni en la triple fila de balcones, ninguna discordancia con la de los demás edificios que pueblan el casco de esta noble capital; antes bien, sujeta en un todo a las formas autorizadas por el uso, encubre con el velo de cándida Vestal (inocente disfraz harto común en las casas de Madrid), deformidades y faltas de más de un género. -Por el opuesto lado es otra cosa; el color primitivo de la pared, en que la azarosa mano del tiempo ha impreso todos sus rigores; la combinación casual de ventanas y agujeros; el alero prolongado; el estrecho portal, y más que todo, la extravagante adición de un corredor descubierto y económicamente repartido, en sendas habitaciones o celdillas, prestan al todo del edificio un aspecto romántico, que revela su fecha y el gusto de la época de su construcción.
El interior de esta mansión no es menos fecundo en halagüeños y significativos contrastes. Cualquiera que entre por la escalera principal no advertirá en la respectiva colocación de las puertas de cada piso notable disparidad con lo que está acostumbrado a ver en las demás casas de Madrid, y costarale trabajo persuadirse de que en ésta puedan encontrar habitación independiente sesenta y dos familias, que, puesto que habitantes de un mismo pueblo, de un mismo barrio, de una misma casa, representan ocupaciones, gustos y necesidades tan distintos, como son discordantes entre sí los guarismos que forman el precio de su alquiler. Empero esta duda cesará de todo, punto, si, guiado por la natural curiosidad, acierta a traspasar el límite que separa la aristocracia de la tal casa de la parte que constituye su tripulación popular.
Preséntasele, pues, para este paso al nuevo Magallanes un nuevo estrecho o pasillo, que lo conduce desde el piso segundo al cuadrado patio, en torno del cual se ostenta el abierto corredor de que arriba dejamos hecha mención. La multiplicidad de las puertas de las viviendas que interrumpen los lienzos causarale por el pronto alguna confusión; pero muy luego adoptará por brújula para navegar en tan procelosos mares los sendos números que mirará estampados sobre cada una de aquéllas. Por último, si, limitado al objeto de mero descubridor, buscara, la salida de aquel archipiélago, y su comunicación con la calle, no será para él objeto menor de admiración el encontrarla directamente a aquella altura (el piso segundo) por la parte del callejón excusado; notable desnivel de algunos sitios de Madrid, que permite a varias de sus casas tan estrambótica construcción.
- II -
Antes de la corrida
En el intrincado laberinto que queda bosquejado, todo era animación y movimiento uno de los pasados lunes, en que según la piadosa y antigua costumbre, celebraba la Junta de hospitales una de las funciones de la temporada en el ancho circo de la puerta de Alcalá. Era día de toros, y los que conocen la influencia de estas palabras mágicas para la población madrileña, pueden calcular el efecto producido por semejante causa en las trescientas setenta y dos personas que por término medio pueden calcularse cobijadas bajo aquel techo.
El movimiento, pues, estaba a la orden del día, y por emblema de él ostentábase a la puerta principal un almagrado coche de camino, abierto y ventilado por todas sus coyunturas, y arrastrado por seis vigorosas mulas, cubiertas las colleras de campanillas y cascabeles; al paso que por la puerta del costado dejábanse contar hasta cuatro calesines de forma análoga, dirigidos por mitad entre los menguados caballejos de sus varas, y los despiertos mancebos de sombrero de cucurucho, cinto y marsellés.
Del ya referido coche acababa de desembarcar un apuesto caballero, ni tan viejo que ostentase blanca cabellera sobre su frente, ni tan joven que se hallara comprendido en el último alistamiento militar. Y mientras atusándose el pelo dictaba desde el portal las órdenes convenientes al cochero, era, sin advertirlo, el objeto de curiosidad general de entrambas calles, en cuyos balcones y ventanas el ruido del coche había hecho aparecer multitud de espectadores de todos sexos y condiciones.
-Oyes, Paca, la del número 12, ¿conoces a ese señor de tantas campanillas que se ha apeado en el portal?
-Toma si lo conozgo: ¡si es mi casero el percurador! ¡todos los domingos me hace una vesita por el monís!
-¡Fuego, hija, y qué casero tan aquel, que viene a visitar en coche a sus enquilinos!
-Yo lo diré a V., señá Blasa, me explicaré; lo que es por la presente no viene a por cuartos, y en tal caso no son de cobre por cierto.
-¿Trampilla tenemos? ¡Ay!, cuenta, cuenta, hija, que no hay como escuchar para aprender; apostaré a que lo dices por cierto sombrerillo de raso que veo asomar por entre las cortinas del principal.
-Pues... ya me entiende V... ¡Ay, Jesús, y qué encapotado está el tiempo!
-No temas, muchacha; que pronto cambiará.
-Diga V., madre Blasa: V., que endiña desde ahí la muestra, ¿a cuántos apunta el reloj?
-Dos en punto, si no veo mal.
-Pues punto y coma, que hay moros en la costa y salvajes en portillo.
-¡Qué lengua, qué lengua, señá Paca!
-Calle, tío Mondongo, ¿usté está ahí? ¿y quién lo mete a V. en la conversación de las personas? Más lo valiera cuidar de su tía Mondonga y de su hija, que no entrarse en donde no le llaman.
-Me llaman y me importa, señá Paca, que al cabo soy hombre de ley, y no puedo ver esos tiruleques.
-¡Ay Jesús! Llamar al abogado de probes para que se lo cuento a su señoría.
-Pues tengo mil razones, y mi conciencia es conciencia; y digo, ahí que no es nada; estar sacando al aire, como quien no dice nada, los trapos de nuestro casero D. Simón Papirolario, honrado percurador, administrador judicial por la justicia de esta casa de mostrencos.
-El mostrenco será él y V. que le abona; vaya V. a decírselo de mi parte, y que le baje el cuarto, que harto subido está sobre el tejao.
-Dice bien el tío Mondongo, Pacorra: ¿qué tienes tú que meterte en cuidiaos ajenos, y si D. Simón vesita a la señá Catalina y si viene por ella para llevarla a los toros, y si la viste y la calza y la da de comer y el cuarto de balde; y si es casao y con tres hijos, que deja en casa, y si doña Catalina tiene otro cortejo por otro lao, y si... en fin, cada uno se gobierna como puede, y a quien Dios se la dio, San Pedro se la bendiga.
-Que se la bendiga en buen hora, marío, y a ti te dé magín para echar sermones, y a mí paciencia para oírlos; pero ahora que me acuerdo, ¿no ha venido todavía tu compadre?
-Mi compadre estará legítimamente ocupao, que es el que pone el hierro a las banderillas.
-No digo eso, sino el Chato, que tiene que venir por mí para llevarme a los toros.
-Ése no es mi compadre, canalla, que es el tuyo; y si no fuera por armar un escándalo, no te dejaría ir con él.
-Calla, mal genio, que no te quedarás en casa, y puedes irnos a esperar a la vuelta, a la taberna de la Alfonsa.
-Bien sabe Dios que sólo la necesiá...
-Tiene cara de hereje, Juancho, y tú no la tienes mejor por cierto.
-¡Eh! hombre, ¡cuidao! ¿Dónde diablos vas a pasar?
-Adonde quiero y puedo; y háganse toos a un lao de la calle, y dejen a mi carroza la puerta franca.
-Pues nosotros hemos llegado antes.
-Pues yo llego siempre a tiempo, y... hola... muchacho, aguija la bestia, y que salte sobre esas otras.
-Huii... sóo... ráa... iak... eh..., atrás...
-Vaya, señores, ahora que estamos acomodaos, la paz; y caa uno se espere mientras me apeo, que ya saben que soy hombre de malas pulgas.
Y aquí un sordo murmullo de reniegos y juramentos, reconcentrados por aquella prudencia que dicta el miedo, acompañó respetuosamente al descenso del Chato, que era el que en tal momento se apeaba de la carroza de dos ruedas.
- III -
Mientras la corrida
Ya nos han dejado solos, tío Mondongo; a mí con los puntos de mi calceta, y a V. con su banquillo y su piedra; a mí echando al aire mis arrugas, y a V. asomando los cuernos al sol.
-¿Qué, quiere V., señá Blasa! la juventú es juventú, y nosotros...
-Usted será el viejo, que yo a Dios gracias todavía tengo mi alma en mi armario, y mi cuerpo donde
Dios me lo puso, y si no fuera por el hambre del año 12 que me hizo caer los dientes y el pelo, todavía
era negocio de salir a la plaza a echar una suerte; pero dejando esta plática y viniendo a lo del día,
¿Sabe V. que se me hacían los dientes, digo las encías, un agua pura al ver la alegría de nuestra gente?
-Ello dirá, tía Blasa, ello dirá; y tras del día viene la noche, y al fin se canta la gloria.
-Vaya, hombre, que no parece sino que viene de casta de disciplinantes: ¿pues qué mal hay en que la gente se divierta y se ponga maja? Pero a propósito, ¿sabe usted que la Paca iba que ni una reina de Gito, con aquel guardapiés encarnado, y delantal de flores, y medias negras caladas hasta la liga, y pañuelo amarillo, y roete de cesto, y mantilla al hombro? Cierto que el Chato es hombre que lo entiende, y que no hace mal el tío Juancho en tener paciencia.
-Chito, tía Blasa, que las paredes oyen.
-¡Qué! Tío Mondongo, si aquí no nos oyen más que las golondrinas.
-Pues una vez que es así, sepa V. (y dejemos un rato el mandil, que de menos nos hizo Dios; y la noche diz que se ha hecho para dormir y el día para descansar); sepa usted, pues, como iba diciendo, que luego que se marcharon todas las calesas y en ellas los ya dichos, y el Bereque y la Curra, con Malgesto y el banderillero, Lamparilla con la mujer del herrador, y éste con la hija del alguacil, y después que nos quedamos solos yo y mi chica, (que es una muchacha que ni pintada, y que no quiere ir a los toros por más que la pedrico), vino el dengue, el filé, el lechugino de los bigotillos y la pera, y miró al balcón del principal: se acercó callandito a la rejilla de la escalera, dio dos golpecitos, y le abrió la vieja y allá se coló: con que si vuelve el percurador, ¿sabe usted que es lance?
-¡Ah, ah, ah!
-Ello dirá, señora Blasa, ello dirá.
-Pero dígame V., ¿qué ruido infernal es ese que salió hace un rato por ese bujero del diablo?
-¿Qué quiere V. que sea?, los siete chicos de la tuerta que se han quedado solos y están jugando al toro con un gato de la guardilla del rincón.
-¡Pobres criaturas! pero en fin, ellos podrán dejar las divisas cuando quieran, mientras que su pobre padre...
-Pues no para ahí lo mejor, sino que la puerta del ebanista está abierta, y hay quien sospecha en el barbero de enfrente, que ha sido aprendiz de herrador, y así parece hecho para afeitar barbas, como para rapar la bolsa al prójimo.
Yo no quería decirlo a V., pero me parece que cuando estaba comiendo vi salir una caña por cierto agujero, que encaminándose a la guardilla de la Paca, enganchó por su propia virtud en los pañales que estaban colgados; pero no lo quisiera afirmar, porque como mi vista es débil, y luego los antojos se me quebraron la otra noche leyendo el Bertoldo...
-Ahora que dice V. Bertoldo, ¿no sabe V. que el Cacasenillo del aguacil del número 13 ha dado en requebrar a la Paca, y en querérsela disputar a su marido y al banderillero, y lo que aún es más, al matachín del Chato, que es capaz de enristrar alguaciles como el toro a los dominguillos?
-¡Ah, ah, ah!... me ha hecho V. reír con la comparación, y a fe que es menester haber vivido años para entenderla.
-El año 89 si mal no me recuerdo.
-Y es la verdad; yo estaba en la plaza, y acababa de casarme con mi marido Rodríguez (que Dios allá tenga) cuando echaron al toro dominguillos; pero a propósito de dominguillo, ¿dice V. que el lechuguino que daba en el principal con la criada?
-Pues; para mientras venga el ama con don Simón.
-¿Y está V. seguro de ello?
-Toma si lo estoy.
-¿Seguro?
-Seguro.
-¿Un muchacho como de veinte y dos, alto, bien plantado, bigote rubio, barbas capuchinas, pantalón colorado, levita corta y sombrerillo ladeado, bastoncillo y espolines?
-Ese mismo, ese mismo es.
-Pues es el caso que, si no veo mal, paréceme que lo miraba ahora mismo salir por el portal de la otra calle con una muchacha de vestido corto color de pasa, delantal y mangas huecas, mantilla de tira, y...
-¡Que! No, no lo crea V., tía Blasa, si no ha quedado en casa más moza de esas señas que mi hija.
-Es que pudiera ser que acaso fuera su hija de usted.
-¿Mi hija? Sí, bonita es ella; ahora quedaba allá dentro espulgando al dogo; Juanilla... Juanilla... ¡Diantres! no responde; voy a ver...
-No se moleste V., tío Mondongo, que hace ya rato que doblaron la esquina.
- IV -
Después de la corrida
Perdone V. señor alcalde, que no fue así como lo ha contado mi marío, porque él se quedó en cá e la Alifonsa durmiendo la mona y no supo náa del sucedido.
-Pues diga V. como fue.
-Yo, señor, ya ve V., soy una probe mujer y no sé espricarme de corrido; pero el señor es mi marío, y su conduta es la que V. ve, siempre borracho y sin trabajar, con que de algún modo ha de comer una, y tener cuatro trapos.
-Vamos al caso.
-Pues al caso voy; ello es que el que tiene la culpa de todo es un amigo de la casa y muy compadre, como tóo el mundo sabe, que llaman Malgesto, y capaz de plantar una banderilla al lucero del alba, cuanto ni más al toro: pues como iba diciendo, éste tal me tenía dicho: «Paca, no quiero que mires al Chato, porque si tal haces lo voy a cortar las pocas narices que le quedan».
-¡Qué sí! decía yo, y como ya ve su señoría o su merced; el gusto es gusto, y en dengún catecismo he visto el pecado no mirarás; yo, ya se ve, no lo hacía caso, y...
-Adelante: fue V. con el otro a los toros.
-Pues allí está, porque tomó su calesa y me llevó, que yo no me fui sola; y esto cualquiera lo hubiera hecho, y señoronas conozgo yo...
-Al grano, al grano.
-El grano es un grano de anís, como quien dice, porque el otro desde la plaza mira que te mirarás, no nos quitaba ojo en toa la corrida, y ponla las banderillas en cruz, y nos las juraba con unos gestos que Dios nos libre...
-Pero al cabo...
-Al cabo se acabó con el último toro como es costumbre, y todos nos íbamos en paz y en gracia de Dios, cuando al salir de la plaza, el Chato se desapareció no sé cómo, y yo, que me esperaba encontrarle al pie de la calesa, ¿a quien dirán VV. que encontré? pues fue náa menos que el banderillero, que diciéndome -«¡Ingrata! no, endina (me dijo), ¿es éste el modo de obedecer mis precetos?».
-Yo le dije... pero no, entonces no lo dije nada, como que estaba encogida; pero sólo le hice un gesto, y aún no sé si algo más. Él no me respondió más que dos o tres juramentos y algunos reniegos, y luego agarrando a la Curra que venía, conmigo, la subió por fuerza a la calesa: en seguida puso una rodilla en tierra y me la presentó como estribo, diciéndome por lo bajo: -«Paca, si no subes mato al Chato»;
-y yo, ya ve su señoría, soy mujer de bien, y no quiero la muerte de naide.
-¿Con que, en fin, qué hizo usted?
-¿Qué había de hacer? Subí.
-¿Y después?
-Después fue la jarana, porque la Curra que para servir a su señoría, es, según dicen malas lenguas, mujer de Malgesto, empezó a gruñir, y yo también, y él nos quiso tranquilizar y nos dio dos o tres bofetones a cada una; pero nosotras empezamos a menudearle y menudearnos, y ya ve usía, la defensa es natural; por último que se espantó el caballo y por poco nos vuelca; pero, en fin, nos apeamos en la calle del Barquillo, y él ya había echado a correr, y luego la Curra, y no he vuelto a saber más de ellos.
-¿Con que nada más tiene V. que alegar?
-Nada más.
-¿Y se ratifica V. en ello?
-Me ratifico en que soy mujer de bien, incapaz de dar escándalos, sino que a veces no puede una...; pero ahora voy a quejarme yo a su señoría, que también tengo mi porqué.
-Veamos.
-En primer lugar, me quejo de toda la vecindad, porque me han robado todo lo que tenía en casa y dejado por puertas.
-¿Y cómo puede V. probar?...
-Puedo probar que me han robado, que es lo principal; en segundo lugar, me quejo de mi marido porque no me defiende en mis peligros; en tercer lugar, me quejo de la Curra por catorce arañones y diez pellizcos, amén de algunos zapatazos donde no se puede nombrar; además me quejo del alguacil porque se empeña en llevarme a la cárcel, y todo porque le hice una mueca el día de San Antón, que quiso requebrarme; por último, me quejo de usía, porque desde que es Alcalde de este barrio...
-Calle V., demonio, que ya no la puedo sufrir más, o por el alma de mi padre que la ponga una mordaza que no se le caiga tan pronto.
-Veamos otro. ¿Usted, buen hombre, que quejas tiene V. que proponer a la autoridad? Sea breve y yo le prometo justicia.
-Yo, señor, me llamo Cenón Lanteja, alias Mondongo: tengo una hija que se llama Juanita, alias la Perla.
-Adelante sin más ribetes, seor Mondongo, que si volviera a echar otro alias, por este bastón que empuño que no le bajo la multa de cuarenta ducados.
-Pues señor, claro, esta muchacha tan recatada se me ha ido con un lechuguino a los toros, y...
-Aquí entro yo, señor Alcalde; yo me quejo de ese pícaro, que después de hacerme salir de casa de mi padre no me llevó a los toros, y sabe Dios...
-Señor Alcalde, palabra.
-Señor don Simón y muy señor mío, ¡qué gentecita tiene V. en casa!
-Calle V. por Dios, señor, que todas son cuitas; pues ya V. sabe que en el principal tengo una parienta joven, a quien su tío, oidor de Filipinas me dejó recomendada al morir.
-Sí, sí, ya lo sé todo, y sé también que la convida usted a los toros, y...
-Pues ahí voy; después de hacer con ella los oficios de padre, ¿sabe V. con lo que me encuentro?
-¿Qué?
-¡Ahí es nada! Que al volver con ella a su casa, me he hallado en la escalera a un galancete joven, que cuando le he descubierto, me insulta, me desafía, y...
-Pues no es eso lo mejor, señor don Simón, sino que su esposa de V., según me ha dicho el escribano, ha estado esta mañana en mi casa a quejarse de su infidelidad, y a ponerle, como quien no quiere la cosa, demanda de divorcio.
-¿De divorcio?
-Yo la he procurado calmar y desengañar, aconsejándola que para esto se dirija al tribunal de mostrencos; porque como V. tiene ese carácter...
-Señor Alcalde, señor Alcalde.
-¿Alguacil?
-Que vienen a avisar que a la puerta de la taberna de la tía Alfonsa se han dado dos hombres de navajadas y han quedado los dos muy mal heridos.
-¡Ay, Dios mío! ¡Ellos son!
-¡El Chato!
-¡Malgesto!
-¡Ay, ay, ay!
-Orden (dijo el Alcalde pegando un bastonazo en el suelo). ¿Hay aquí algún hombre bueno?... Nadie responde; pues bien; sirva V., escribano, por esta vez, y apúnteme un prospecto de providencia... a ver, lea usted.
«En la villa de Madrid a tantos de tal mes, etc., vistos, juzgamos, que debíamos mandar y mandábamos, que al muerto, si le hubiere, se le dé cómoda sepultura, y el herido sea conducido al santo hospital: que a la llamada Paca la Zandunga, mujer del Juancho, se la encierre en galeras por dos años, y lo mismo a la otra moza, alias la Curra, de estado indirecto: condenamos al zapatero Mondongo a un encierro de tres meses por no haber sabido encerrar a su hija, y a ésta a las Arrepentidas para que tenga tiempo de llorar sus extravíos: que a la señora del principal y al amante incógnito se les remita al cura de la parroquia para que los case, bajo partida de registro, y que cada uno de los vecinos de la casa pague diez ducados de multa; últimamente, al representante de los mostrencos, D. Simón Papirolario, se condena en las costas del proceso y cien ducados más; sin que esta nuestra sentencia pueda perjudicar en lo más mínimo a la buena opinión y fama de los causantes, y hágase saber a las partes para su ejecución y debido cumplimiento. -El Sr. D. Crisanto de Tirafloja, maestro guarnicionero y alcalde de este barrio, lo mandó entre dos luces por ante mí el infrascripto escribano de Su Majestad, hoy lunes 17 del corriente del año del Señor de 1836. -Gestas de Uñate».
Ninguno de los presentes se conformó con la sentencia, porque el juez era lego y no la podía dar a pesar de que la dio; pero luego fueron ante otros jueces profesos, y la cosa en sustancia vino a ser la misma, con el apéndice de otros seis meses de encerrona mientras se sustanciaba el proceso con todos los requisitos legales.
Tal fue el resultado de aquel día de toros; la riqueza pública perdió en él, es verdad, aquel tiempo y aquellos brazos; la agricultura algunos animales destinados a su fomento; los establecimientos públicos el fruto de la caridad y de las contribuciones; las costumbres sintieron la falta del pudor y la decencia; y la religión el olvido de los sentimientos más nobles y generosos; pero en cambio dos personas tuvieron ocasión de felicitarse y salir gananciosas, a saber: la tabernera Alfonsa y el escribano D. Gestas... ¡Feliz compensación!
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