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martes, 29 de septiembre de 2015

Tres poemás inéditos de Javier Lostalé en su antología "Azul Relente"


NUBES

No tienen memoria las nubes,
su tránsito de espejo en vuelo
se consuma en libertad de luz cambiante.
Apenas necesitamos levantar los ojos
para sentir el leve peso de sus formas,
tan ignorantes de nuestro desvelo
como de la soledad pequeña de unos pasos.
Ángeles insomnes de claridades y tormentas
queman las nubes el pecho adolescente
con su sofoco tibio de pajar.
Y si un viento de sombras las cruza
tiemblan navíos fantasma en cada ventanal
mientras al fondo manos maternas
se posan en un silencio azul.
Oro de sueños siempre en vilo
depositan las nubes en el corazón más solitario,
y el nadador cruza el río
en su propia constelación cegado.
A su paso las torres resumen
la tensión íntima del paisaje,
y entre valles el aire más alto
irradia su secreto.
En su luciente desvanecimiento
las nubes nos ignoran,
pero hay en ellas un fugitivo soplo carnal
que nos anuda sin tiempo ni destino
a la universal pulsación de lo aún no concebido.


TODA LA VIDA...

Toda la vida necesitaste
para amar cuanto ignoras.
Sin lugar ni horizonte ahora estás,
pero en tu verdad redimido
cultivas silencioso y humilde
las plantas que se abren
al sol de un espacio
borrado antes de nacer.
No es tuya la luz de tus ojos
sino el humo destilado
de cuantos en su mirada te recibieron
sin mapas ni fronteras.
Y cuando hablas,
sabes
que esa íntima lunación solitaria
que te acompaña
tampoco es tuya,
sino el olvidado sueño de los otros
dentro de ti.
En todos los caminos que elegiste
hay una señal de cántico o de tristeza
exhalada por labios sin nombre,
claros en su ofrecido misterio,
en su anunciación destemplados.
Toda la vida fue necesaria
para amar cuanto no hiciste,
y reunir así distancias y rostros
alabando en ellos
el astro de su amanecer.
Mientras en tu alma la luz atardece
respira por última vez
todo lo que te dieron
y ámalo también hasta su último resplandor.


DESPERTAR

Sin nadie despierta,
quieto en la intimidad sin pulso
de lo absoluto.
Desliza su mano
por la distancia iluminada
de un cuerpo que no existe,
y se abraza a un espacio
que en olas sucesivas
anuda su pecho
al tacto hondo de una sombra
en su deseo concebida.
Y allí dice
lo que no tiene
hasta temblar en soledad
la vida entera.
Cierra luego los ojos
y se entorna en la luz última
de lo perdido.
Sin nadie
más puro amanece el día.

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