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viernes, 9 de noviembre de 2012

En 'Versiones' de Rosario Castellanos St.-John Perse (23)

XII (6)

¡Oh promesa indecible! ¡Hacia ti la fiebre y el tormento!
Los pueblos sacuden su cadena a tu solo nombre de mar; las bestias tiran de la soga a tu solo sabor de hierbas y plantas amargas; y el hombre, tocado por la muerte, todavía indaga desde su lecho acerca del crecimiento de la marejada; el caballero perdido en la campiña se vuelve sobre su montura inquiriendo por tu albergue y en el cielo también se congregan a tu paso las nubes, hijas y tu tálamo.
Id y romped los sellos de la piedra cerrada de los manantiales; allá donde las fuentes meditan la elección de su camino hacia la mar. ¡Qué se rompa la ligadura, el asiento y el eje! Demasiadas rocas se detienen; demasiados árboles enormes se traban, ebrios de gravitación, inmóviles todavía, hacia tu oriente de mar, como bestias a las que se arrastra.
¡O que la llama misma, descendiendo en una explosión creciente de frutos de madera, de conchas y de cortezas, conduzca con su látigo de llama la manada loca de los vivientes! Hasta tu lugar de asilo, oh mar, a tus altares de bronce sin escalón ni balaustrada; encerrando en el mismo círculo al dueño y a la servidora; al rico y al indigente, al príncipe y a todos sus convidados, con las hijas del intendente y con toda la fauna familiar o sagrada: la cabeza cercenada del jabalí, el pelaje, el cuerno y el casco del garañón salvaje, y la corza de ramazón de oro.
(Y que nadie intente cargar el penate ni los lares; ni al abuelo ciego, fundador del linaje. Detrás de nosotros no está la esposa de sal, sino delante de nosotros el exceso y la lujuria. Y el hombre perseguido, de piedra en piedra, hasta el último aguijón del esquisto o del basalto, se asoma sobre la mar antigua y ve, en un resplandor de siglos pizarrosos, la inmensa vulva convulsiva de mil crestas brillantes como la entraña divina un instante puesta al desnudo.)

Hacia ti, esposa universal, en el seno de la congregación de las aguas; hacia ti, esposa licenciosa en la abundancia de sus fuentes y el alto flujo de su madurez. Toda la tierra, resplandeciente, desciende por las gargantas del amor; toda la tierra antigua, tu respuesta infinitamente dada y modulada desde tan lejos y tan lentamente. Y nosotros mismos con ella, el gran refuerzo del pueblo y la holladura de la multitud, vestidos de fiesta y túnicas ligeras, como la recitación final de la estrofa y el épodo. Y con este mismo paso de danza, oh multitud, la mar potente y grande, la mar ebria, conduce a la tierra dócil, a la tierra ebria.
¡Favor, oh afluencia! Y el navegante bajo las velas, que sufre a las entrada de los estrechos y se aproxima una vez y otra a uno y a otro litoral, ve sobre las riberas alternadas a los hombres y a las mujeres de dos estirpes, con sus bestias salpicadas, semejantes a rehenes en el límite de la tierra -o bien los pastores que avanzan a grandes pasos, sobre los declives, a manera de actores antiguos, agitando sus báculos. Y sobre la mar próxima se ven los grandes aserraderos de labor que sirven para el trasegamiento de las aguas; pero más allá se abre la mar extranjera a la salida de los estrechos, que ya no es la mar del que trabaja a destajo, sino umbral mayor del más grande orbe y umbral insigne de las más grande edad, donde se dice adiós al piloto. Y es como la obertura de un mundo en entredicho, sobre la otra cara de nuestros sueños. ¡Ah, es como el paso desmedido del sueño y el sueño mismo al que ninguno se atreve!

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