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martes, 2 de diciembre de 2014

Poemas de José Cereijo en “Las trampas del tiempo” (4)



La casa

Quisiera yo tener un lugar apartado
en el que vivir, dueño de mi propio destino,
escuchando la voz honda que sólo toma
su forma en el silencio:

una pequeña casa entre campos y bosques,
la amistad de las horas, la amistad de los libros,
algún afecto leve y dulce, que no agarvase
con su peso la vida.

A veces, en mitad de las horas estériles,
de los días inciertos, de las noches vacías,
como un brusco jirón de recuerdo imposible,
yo siento que me llama.

Y es consuelo saber que se yergue fielmente;
que dolor y esperanza, maestros de la vida,
poco a poco levantan esos frágiles muros
-¿dónde, sino es mi corazón?


Las palabras

Nada importa la fama, ni tampoco el olvido:
la seducción del premio, como la del fracaso,
son igualmente torpes, y ninguna merece
ni siquiera el desdén; con el silencio basta.

Pero importa la vida, la asombrosa aventura
de ser y de saberlo, y que el Tiempo nos mira;
y el corazón, espejo de materia de abismo;
y la desoladora belleza de las cosas.

Ni censura ni aplauso, cuando quedas a solas,
te sirven para nada, ni pueden aliviarte
el dolor, la vejez, la verdadera vida,
este ser que es huir, cesar, desvanecerse.

Y no hay otro asidero que unas pocas palabras
que acaso nunca encuentres, o que una voz diría
que no fuera la tuya. Y que puedes tan sólo
escribir sobre arena. Y tal vez no te salven.


Regreso

Recuerdo que te dije, al separarnos,
que aquellas pocas hora
que consintió la dicha
no sabrían perderse en la memoria,
y durarían siempre.
No pensaba, al decirlo,
en la fragilidad de su tesoro,
en que, como una red, deja escapar el agua,
que sólo la humedece.

Hoy, sin embargo, has vuelto,
y por unos instantes
(no sé lo que duraron:
el reloj era inútil. Pertenecen
a otro sentido, a otro saber del tiempo),
mi corazón fue fiesta. Y la sospecha
de que acaso no fueses
tú, de que te inventaba,
palideció, discreta, frente al gozo.

Ahora tengo más años, y he aprendido
-y aun debo agradecerte la enseñanza-
que lleva el corazón su propio diario,
que la memoria sabe
ceder ante la dicha,
o, más sencillamente, que no importa;
y aquellos viejos días
que hoy me han hecho pensar que merece la pena
seguir vivo, y saberlo,
no eran, a su manera, menos imaginarios
-no los creamos menos, al vivirlos-,
que ese extraño regalo, tan hermoso y tan frágil,
de su vuelta a la vida.


La losa

La tumba que me aguarda, y que yo no conozco,
tal vez exista ya. Pienso en la losa
que puede que la cubra, e imagino
estas líneas que trazo
como si fueran sólo tentativas
de arañar es helada superficie,
no sé bien para qué,
y acaso únicamente -Dios lo sabe-,
por la parte de adentro.

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