La casa
Quisiera yo tener
un lugar apartado
en el que vivir,
dueño de mi propio destino,
escuchando la voz
honda que sólo toma
su forma en el
silencio:
una pequeña casa
entre campos y bosques,
la amistad de las
horas, la amistad de los libros,
algún afecto leve
y dulce, que no agarvase
con su peso la
vida.
A veces, en mitad
de las horas estériles,
de los días
inciertos, de las noches vacías,
como un brusco
jirón de recuerdo imposible,
yo siento que me
llama.
Y es consuelo
saber que se yergue fielmente;
que dolor y
esperanza, maestros de la vida,
poco a poco
levantan esos frágiles muros
-¿dónde, sino es
mi corazón?
Las palabras
Nada importa la
fama, ni tampoco el olvido:
la seducción del
premio, como la del fracaso,
son igualmente
torpes, y ninguna merece
ni siquiera el
desdén; con el silencio basta.
Pero importa la
vida, la asombrosa aventura
de ser y de
saberlo, y que el Tiempo nos mira;
y el corazón,
espejo de materia de abismo;
y la desoladora
belleza de las cosas.
Ni censura ni
aplauso, cuando quedas a solas,
te sirven para
nada, ni pueden aliviarte
el dolor, la
vejez, la verdadera vida,
este ser que es
huir, cesar, desvanecerse.
Y no hay otro
asidero que unas pocas palabras
que acaso nunca
encuentres, o que una voz diría
que no fuera la
tuya. Y que puedes tan sólo
escribir sobre
arena. Y tal vez no te salven.
Regreso
Recuerdo que te
dije, al separarnos,
que aquellas pocas
hora
que consintió la
dicha
no sabrían
perderse en la memoria,
y durarían
siempre.
No pensaba, al
decirlo,
en la fragilidad
de su tesoro,
en que, como una
red, deja escapar el agua,
que sólo la
humedece.
Hoy, sin embargo,
has vuelto,
y por unos
instantes
(no sé lo que
duraron:
el reloj era
inútil. Pertenecen
a otro sentido, a
otro saber del tiempo),
mi corazón fue
fiesta. Y la sospecha
de que acaso no
fueses
tú, de que te
inventaba,
palideció,
discreta, frente al gozo.
Ahora tengo más
años, y he aprendido
-y aun debo
agradecerte la enseñanza-
que lleva el
corazón su propio diario,
que la memoria
sabe
ceder ante la
dicha,
o, más
sencillamente, que no importa;
y aquellos viejos
días
que hoy me han
hecho pensar que merece la pena
seguir vivo, y
saberlo,
no eran, a su
manera, menos imaginarios
-no los creamos
menos, al vivirlos-,
que ese extraño
regalo, tan hermoso y tan frágil,
de su vuelta a la
vida.
La losa
La tumba que me
aguarda, y que yo no conozco,
tal vez exista ya.
Pienso en la losa
que puede que la
cubra, e imagino
estas líneas que
trazo
como si fueran
sólo tentativas
de arañar es
helada superficie,
no sé bien para
qué,
y acaso únicamente
-Dios lo sabe-,
por la parte de
adentro.
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