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viernes, 31 de agosto de 2012

En 'Versiones' de Rosario Castellanos St.-John Perse (13)

IX (1)

Y esta doncella entre los sacerdotes:
¡Profecías! ¡Profecías! Labios errantes sobre la mar
y todo aquello que encadena bajo la espuma
la frase naciente que dejan inconclusa...
Las doncellas, atadas a la base de los cabos, reciben el mensaje. ¡Que se las amordace entre nosotros! Ellas hablarán mejor que el dios al que sustituyen.
Doncellas ligadas al término de los cabos como al timón de los carros.
Y la importancia está sobre las aguas, la impaciencia de la palabra que se demora en nuestras bocas.
Y la mar lava sobre la piedra nuestros ojos quemados de sal. Y sobre la piedra asexuada se dilatan los ojos de la extranjera.

Ah, ¿no es suficiente esta eclosión de burbujas felices que cantan la hora ávida y cantan la hora ciega? ¿Y este mar es todavía aquel mar que cava en nosotras sus grandes profundidades de arena y que nos habla de otras arenas?
¡Más que cómplices sobre las aguas, más que cómplices bajo las aguas que los que frecuentan en sueños al poeta! ¡Soledad, oh, abundancia! ¿Quién rescatará entonces para nosotras a nuestras invisibles hermanas, cautivas bajo la espuma? Rivalidad de los panales y los umbelas; adujar de alas rebeldes y cien fragmentos de alas coléricas.
Ah, tantas doncellas ante los hierros. Ah, tantas doncellas bajo el freno. Y tantas doncellas en el lagar, grandes doncellas sediciosas, grandes doncellas ásperas, ebrias de un vino de caña verde.

Recordarán vuestros hijos, recordarán las hijas y los hijos de vuestros hijos, que una casta nueva sobre las arenas repetía a lo lejos nuestro paso de vírgenes infalibles.
¡Profecías! ¡Profecías! El águila encapuchada del siglo se agudiza en el esmeril de los cabos. Negras alforjas pasan a ras del cielo salvaje. Y la lluvia sobre las islas iluminadas de oro pálido derrama de pronto la avena blanca del mensaje.
¿Por qué teméis vosotros el mensaje? ¿Temor de un silbo sobre las aguas y de este dedo de azufre pálido y de esta siembra pura de pequeños pájaros negros que se nos avienta sobre la cara como los ingredietes del sueño y de la sal negra del presagio?
(Tempestuosas es el nombre; la especie pelágica y el vuelo errante como el de las mariposas nocturnas.)

jueves, 30 de agosto de 2012

Dos antisalmos de Francisco Pino

Antisalmo 45

1. ¡Qué raro es esto! Pero es así. Los filósofos habitan las aulas, los reyes los palacios, los poetas las musarañas.
   ¡Qué raro es esto!

2. ¡Qué raro es esto! Los leones habitan los desiertos, las gallinas los patios, los pobres las chabolas.
   ¡Qué raro es esto!

3. Y esto es la Tierra y la Tierra es esto.
   Y hemos nacido al aire y nos dan tierra. ¡Qué raro es esto!

4. La luna está arriba,
   debajo.

Al conjunto del antisalmo 45

Los hechos son así, raros como los peces. Se busca una caña y se les pesca; cuando están muertos, en en serrillo, nos lo sexplicamos, no antes. Vivos, son tan inexplicables como el mismo pescador que no sabemos por qué pesca. Las cosas son así en la Tierra, raras. Tan raras como la Tierra.


Antisalmo 63

1. Yo no estoy con la iglesia de las pompas
   porque estoy con las pompas de la espuma.

2. La iglesia de las pompas se da al césar.
   Dáse al aire, y al respirar, la espuma.

3. Sí, yo estoy con la iglesia, esfera de aire,
   pompa al instante muerto, como espuma,

4. con el alma del mundo: este minuto
   que emerge de un envite de ola: espuma.

5. Yo estoy contra la iglesia de las pompas
   porque estoy con las pompas de la espuma.

6. La luna está arriba,
   debajo.

Al conjunto del antisalmo 63

"Me revientan los césares bajo palio. Detrás de los roquetes, sobrepellices, cogullas, bonetes, banderolas, estandartes. Me revientan como a un caballo sin peto le revientan los cuernos o sea la Inquisición lunática, la confesión con dolor de atrición pálida, el cultivo del miedo hortícola. Me revienta el miedo que protagoniza el palio, el temor que instaura el incensario. Me revienta todo el mecanismo que pretende reducir el hombre a polvo y no ampliarle hasta el amor y la resurrección" Y esto lo dijo el muslo izquierdo que tenía a su lado el testículo izquierdo del caballo de reventazón escándalo.

Poemas de Joaquín María Bartrina, "Arabescos"

Arabescos (4)
(2ª serie)

Dios es un juez para el vil
a quien juicio y oro sobre;
para el malo, tonto y pobre,
Dios es un guardia civil.

___

EL que pierde a su padre
llora afligido,
y el que pierde dinero
se pega un tiro.

___

Lo que abunda se mira con desprecio;
cuanto es rara una cosa, tanto es cara;
por eso damos tan inmenso precio
a la virtud, por esto..., por lo rara.

___

No temes ningún desastre
ni la tempestad te arredra,
tu corazón, que es de piedra,
sirve a tu pecho de lastre.
Con la pasión al luchar,
tú siempre llegas a puerto:
si ves el tiempo cubierto
arrojas el lastre al mar.

___

Esta moneda y esa espada, creo
que son lo más notable del museo;
ambas antigüedades
son restos de las bárbaras edades.
Su origen el catálogo ya aclara:
lástima que decir también no pueda
cuál de las dos más crímenes causara,
la espada o la moneda.

___

Y me dijo el reloj: -Esta cadena
tu ser une a mi ser, no el mío al tuyo;
cuando el goce más puro te enajena,
en vano quieres detenerme. Huyo.
Sufriendo vivirás, y de rodillas
me has de pedir que vuele apresurado,
y entre estas dos pequeñas manecillas
morirás fatalmente estrangulado.

martes, 28 de agosto de 2012

Dos sonetos satíricos de Quevedo, mejores que el anterior

Mujer puntiaguda con enaguas

Si eres campana, ¿dónde está el badajo?;        
si pirámide andante, vete a Egipto;        
si peonza al revés, trae sobrescrito;        
si pan de azúcar, en Motril te encajo.        

Si chapitel, ¿qué haces acá abajo?
Si de disciplínate mal contrito        
eres el cucurucho y el delito,        
llámente los cipreses arrendajo.        

Si eres punzón, ¿por qué el estuche dejas?        
Si cubilete, saca el testimonio;
si eres coraza, encájate en las viejas.        

Si buida visión de San Antonio,        
llámate doña Embudo con guedejas;        
si mujer, da esas faldas al demonio.

Hastío de un casado al tercer día

Anteayer nos casamos; hoy querría,        
doña Pérez, saber ciertas verdades:        
decidme, ¿cuánto número de edades        
enfunda el matrimonio en sólo un día?        

Un anteayer, soltero ser solía,   
y hoy, casado, un sin fin de Navidades        
han puesto dos marchitas voluntades        
y más de mil antaños en la mía.        

Esto de ser marido un año arreo,        
aun a los azacanes empalaga:   
todo lo cotidiano es mucho y feo.        

Mujer que dura un mes, se vuelve plaga;        
aun con los diablos fue dichoso Orfeo,        
pues perdió la mujer que tuvo en paga.

lunes, 27 de agosto de 2012

Últimos chistes seleccionados de Gon (4, y fin)



 La obra de Gon puedes seguirla en http://birly-birloke.blogspot.com.es.

Un poema de Néstor Villazón

UNA MENTIRA, UN PLAGIO, UN ANEXO PARA EL FIN

Para ser grande, sé
egoísta. Calcula cuántos logros
encierra tu saber. Señala el ritmo
ficticio de ese carácter

tuyo con tesón. Logra cada cosa
a su tiempo. Compra la ínfima idea
que te ofrezcan. Recuerda el vago aliento
de tu vano existir.

'Observaciones y máximas de Blas', de Noel Clarasó (37)

LA MUJER (2)

Una señora, es un arrebato de sinceridad, me dijo: "Me apasiona todo lo que no entiendo". La traté y me pareció una mujer muy apasionada.

Todo lo que se dice del hombre se entiende siempre dicho de la mujer, pero todo lo que se dice de la mujer se entiende únicamente dicho de la mujer. Y es que la palabra "mujer" es verbo (acabado en er como los de la segunda conjugación). Verbo es palabra y la mujer, en honor de su nombre, no solo habla, sino que para evitar que los otros se lo critiquen, no les deja hablar a ellos.

La mujer, cuya naturaleza está hecha para el amor, no está hecha para comprender la naturaleza del amor.

Dijo un filósofo que la mujer ha de ser pequeña y fina, porque de las cosas malas cuanto menos mejor. La frase es ingeniosa, a pesar de su incorrección, y es posible que el filósofo estuviera casado con una mujer alta y gorda y se la dedicara.

La mujer, en general, es dura de pelar, y si se consigue pelarla, por dentro también suele estar dura.

Las mujeres de las que un amigo está profundamente enamorado ofrecen más garantía de bondad que otra; son como piezas de cerámica con la firma auténtica.

Una mujer fatal, si es guapa, tiene mucho ganado para cumplir con su deber.

Las mujeres fatales, si se enamoran, reservan toda su fatalidad para un solo hombre.

Las mujeres fatales no nos quieren, pero si nos toleran nos hacen mucha propaganda.

Muchas mujeres serían excelentes madres y esposas, si sus hijos y sus maridos se lo permitieran.

El ideal es una mujer callada; pero en la vida práctica se gana tiempo buscando una que tenga la voz bonita.

La mujer, en posición vertical inquieta; sentada inspira más confianza. Y así sucesivamente.

viernes, 24 de agosto de 2012

En 'Versiones' de Rosario Castellanos St.-John Perse (12)

VIII

El lenguaje fue también de la poetisa:
¡Favor, oh amargura! ¿Dónde se quema aún el aroma? Huyó el graznido del pavorreal y nosotras nos volvemos, por fin, hacia ti, mar insomne de los vivientes. Y tú nos eres cosa insomne y grave como el incesto bejo el velo. Y decimos que la mar es para las mujeres más hermosa que el infortunio. Y no conocemos nada tan grande ni tan laudable como tú.
¡Oh mar que te engruesas en nuestros sueños como un menosprecio sin fin y como una villanía sagrada... Oh tú, que pesas en nuestros grandes muros de la infancia y en nuestras terrazas como un tumor obsceno y como un mal divino!
La úlcera está en nuestros flancos como un sello de exención y el amor en los labios de la llaga como la sangre de los dioses. ¡Amor! Amor del dios, semejante a la invectiva. Las enormes garras recorriendo nuestra carne de mujer. Y los enjambres fugaces del espíritu sobre la continuidad de las aguas...
Tú roerás, dulzura,
hasta esa reticencia del alma, que nace en las inflexiones del cuello y sobre el arco invertido de la boca;
tú roerás, dulzura,
este mal que se apodera del corazón de las mujeres como un fuego de áloes y como la saciedad del rico entre el mármol y la púrpura.
Una hora que no habíamos previsto se levantó en nosotras.
Es excesivo esperar sobre nuestros lechos el derrumbamiento de las antorchas domésticas. Hemos nacido esta noche y es de esta noche nuestra fe. Un olor de cedro y de olíbano mantiene todavía nuestro rango en el favor de las ciudades. Pero el sabor del mar está sobre nuestros labios.
Y la fragancia del mar en nuestros lienzos y en nuestros lechos y hasta en lo más íntimo de la noche, es como la vergüenza y la sospecha llevadas a todas las encrucijadas de la tierra.
¡Buen camino para vosotras, divinidades del umbral y de la alcoba! Vestidoras y peinadoras, invisibles guardianas, oh vosotras que tomáis rango detrás de nosotras en las ceremonias públicas alzando a los fuegos del mar vuestros grandes espejos llenos del espectro de la ciudad.
¿Dónde estáis esta noche, cuando hemos roto nuestras ligaduras con el establo de la felicidad?
¡Pero vosotros estáis aquí, huéspedes divinos del techo y de las terrazas, señores! ¡Señores! Dueños del látigo, oh maestros de danza, del paso de los hombres entre los Grandes, y dueños en todo del asombro, oh vosotros que mantenéis alto el grito de las mujeres en la noche, junto al grito de los hombres,
haced que de noche recordemos todo lo orgulloso y verdadero que se ha consumido y que nos era de la mar y que nos era de más allá de la mar. Entre todas las cosas ilícitas y aquellas que sobrepasan el entendimiento.

jueves, 23 de agosto de 2012

"La gran Zeta" y "Último", poemas de Francisco Pino

                                                                            LA GRAN ZETA
_________________________________________________________                                              

Vine a buscar
cerca de la rosa
paz.

Hoy, cuando se compran
los hombres
cerca de la rosa.

Hoy, cuando se venden
los hombres
cerca de la rosa.

Hoy, cuando se matan
los hombres
cerca de la rosa.

Hoy, cuando los trozos
son hombres
cerca de la rosa,

¡venir a buscar
cerca de la rosa
paz!


Último

verdadero poeta
es aquel que no ha estado vivo nunca,
pero ha vivido siempre, sin ser parido, ahogado.
y sonríe.

verdadero poeta
es aquel que fracaso tras fracaso
contempla y ve su cara lodo en fango.
y sonríe.

verdadero poeta
es aquel que confía lo que ama al polvo y, calmo,
ve cómo el viento borra lo que ha amado.
y sonríe.

verdadero poeta
es aquel que, serpiente, de trecho en trecho alza,
endereza su cuerpo y, fascinado,
mira. y sonríe.          (pero

con el dolor de no saber jamás
por qué se alzó y sus ojos qué miraron.

mas volverá a imprimir su amor en polvo,
sin alas y sin pies cual fue creado).

pasa, rama mental jamás con fruto.

Seguimos con los Arabescos de Bartrina

Arabescos (3)
(2ª serie)

¡Soy Dios! Al nacer creé el mundo,
dí luz al sol al mirarle,
dicté la palabra al hombre
y los cantos a las aves;
por mí estrellas tiene el cielo
y tienen flores los valles,
y las almas sentimientos
y belleza las beldades.

¡Vive para mí, Universo,
que cuando mi vida acabe
tú morirás, y mi tumba
encerrará tu cadáver!

___

El último alquimista,
cuando hubo ya agotado su tesoro,
encontró una manera de hacer oro:
inventó el accionista.

___

Esos que buscan leyes en la historia
o crean leyes y hechos
y se quedan después tan satisfechos,
¿me sabrían decir qué fuera hoy día
de la Europa moderna y su cultura
si en vez de ir con ventura
(y que a Colón acompañó es muy cierto),
a descubrir la América nosotros
los de allá nos hubiesen descubierto?...
(Diréis que es imposible, mas no acierto
a ver por qué razón
no podía nacer allá Colón.
Y es natural reírse de esta idea,
porque es muy natural que quien se crea
ser rey del Universo, se eche a reír
al pensar que le pueden descubrir.)

___

En una gota de agua
que era su todo,
se reunieron en junta
tres infusorios,
y allí acordaron:
que fuera de la gota
no había espacio;
que lo que ellos creían
era lo cierto;
que eran de lo absoluto
únicos dueños,
reyes de todo.
He aquí lo que acordaron
tres infusorios.

martes, 21 de agosto de 2012

Soneto, y parte, de Quevedo

[Extracto de un larguísimo soneto]
Puedo estar apartado, mas no ausente;        
y en soledad, no solo; pues delante        
asiste el corazón, que arde constante        
en la pasión, que siempre está presente.        

El que sabe estar solo entre la gente,
se sabe solo acompañar...

A un hombre de gran nariz

Érase un hombre a una nariz pegado,        
érase una nariz superlativa,        
érase una alquitara medio viva,        
érase un peje espada mal barbado;        

era un reloj de sol mal encarado,
érase un elefante boca arriba,        
érase una nariz sayón y escriba,        
un Ovidio Nasón mal narigado.        

Érase el espolón de una galera,        
érase una pirámide de Egipto,
las doce tribus de narices era;        

érase un naricísimo infinito,        
frisón archinariz, caratulera,        
sabañón garrafal, morado y frito.

Algunos poemas de Helena Ortiz

Hoy me faltan palabras
para todo.
Hoy
no soy buena
ni
soy nada.
Hoy soy
lo que he hecho
de mí.

___

Tengo que hacer tantas cosas
para quedarme yo.
No quiero ser esta persona inservible.
Tengo que deshacerme.
Desmontarme.
Sacarme los gusanos y todo lo podrido.
Y vacía,
salir al mundo a ver qué queda
de mí.

___

Sé que repito una y otra vez los mismos versos.
Sé que repito una y otra vez
las mismas palabras
en los mismos huecos.
Sé que lo repito
porque no estoy dicha
ni hecha.

'Observaciones y máximas de Blas', de Noel Clarasó (36)

LA MUJER (1)

[Nota del Editor: Al comienzo de cada sección hay un previo que he ido obviando, en este caso, a modo de justificación del autor, extraigo únicamente esta frase de Blas: "De las mujeres se ha de hablar, sea como sea. Lo único que ellas no perdonan es que se las olvide".]

El hecho de que una mujer bonita y sin compromiso se vea muy solicitada, demuestra dos cosas: que las mujeres, en general, son feas y que es cierta la conocida sentencia: "Las mujeres guapas y los perros de raza siempre tienen dueño".

El hombre necesita a la mujer, y la máxima sabiduría consiste en saberse contentar con la que buenamente encuentre.

Una mujer perfecta es aquella que ayuda con abnegación a su marido a soportar las calamidades que no habría conocido jamás de quedarse soltero.

Las mujeres son incomprensibles como lo es el álgebra para un gorila; que solo se la puede meter dentro si se come el libro.

Ninguna mujer se ha encontrado jamás a sí misma; aun en este caso tienen la mala costumbre de llegar tarde a la cita.

Las mujeres siempre tienen razón cuando hablan de otras mujeres; en eso son más inteligentes que nosotros.

Se adelanta más en el conocimiento del alma femenina leyendo novelas que tratando mujeres. Y lo raro es que tratando a los novelistas no se adelanta nada.

Las mujeres se parecen a las veletas; solo el moho las fija.

Todas las mujeres solteras tienen una época mala, que a veces dura desde que empiezan a no casarse hasta que acaban no casándose.

No conviene que la mujer sea más hermosa que tonta ni más tonta que hermosa; en el equilibrio está la perfección.

Si llamamos tonta a una mujer se enfada, naturalmente; pero si le citamos la frase de Walter Scott: "la mujer es un animal con los cabellos largos y las ideas cortas" solo protesta, en un alarde de cultura, para decir que nos hemos equivocado en el autor de la frase.

Las viudas jóvenes y bonitas solo tienen el inconveniente de haber estado casadas antes; pero esto no es nada comparado con los inconvenientes de las viudas viejas y feas.

viernes, 17 de agosto de 2012

En 'Versiones' de Rosario Castellanos St.-John Perse (11)

VII (2, y fin)

¡Hiende, oh padre de los presagios, hasta en nuestros linos de esponsales! ¡Mar immplacable bajo el velo, oh mar, imitado por las mujeres en el trabajo y sobre sus altos lechos de amantes o de esposas!
La enemistad que regula nuestras relaciones no nos impedirá amar. ¡Que el rebaño engendre monstruos a la vista de tu máscara! Nosotras somos de otra casta, de aquellas que conversan con la piedra alzada del drama; nosotras podemos contemplar el horror y la violencia sin impregnar de fealdad a nuestras hijas.
Inquietas, nosotras te amamos porque eres ese campo de los reyes donde corren, peinadas de oro, las perras blancas de la desdicha. Ávidas, deseamos ese campo de baldosas negras donde ancla el relámpago. Y nos conmovemos por ti con una pasión sin afrenta y de tus obras concebimos en sueños.
He aquí que tú ya no eres para nosotras figuración mural ni encajería del templo. Pero en la multitud de tu hojarasca, como en la multitud de tu pueblo -enorme rosa de alianza y enorme árbol jerárquico- eres como un gran árbol expiatorio en la encrucijada de las rutas de invasión.
(Donde el niño muerto se mece con las calabazas de oro y los trozos de espadas y cetros, entre las efigies de arcilla y las cabelleras trenzadas de paja y las grandes horquillas de coral rojo, donde se mezcla la ofrenda tributaria con el despojo abundante.)
Otros han visto tu rostro de mediodía donde brilla, repentinamente, la majestad tremenda del ancestro. Y el guerrero que va a morir se cubre en sueños con tus armas y llena su boca de uvas negras. Y tu resplandor de mar está en la espiga de la espada y en la ceguera del día; y tu sabor de mar está en el pan santo y en el cuerpo de las mujeres que lo consagran.
Tú me abrirás tus mesas dinásticas, dice el héroe en busca de la legitimidad. Y el afligido que se hace a la mar: "Yo tomo mis cartas de naturalización".
Laudable es también tu rostro de extranjera, en la primera leche del día -alba empañada de nácares verdes- cuando sobre los caminos encornisados que sigue la migración de los reyes, alguien hace histórico nuestro libro, entre dos cabos, en esa confrontación muda de las aguas libres.
¡Ruptura! Ruptura, por fin, del ojo terrestre y de la palabra pronunciada. Entre dos cabos; sobre la retribución de las perlas y sobre nuestros embarcamientos trágicos, con nuestros vestidos laminados de plata...
Los navíos cruzan a medio cielo. Y son toda una flor de grandes mármoles. Allá van, con el ala en alto y su séquito de bronce negro. Pasan su cargamento de vajillas de oro y el punzón de nuestros padres y su cosecha de especias vendibles bajo el signo del atún.

Así cedemos nosotras, cómplices, terrestres, ribereñas... Y si nos es necesario llevar más lejos la ofensa de haber nacido, que entre la multitud hasta el puerto, se abra para nosotras el acceso de las rutas inmensas.
Nosotras frecuentamos esta noche la sal antigua del drama, la mar que cambia de dialecto a la puerta de todos los imperios. ¡Y también esta mar que vela en otras puertas, la que vela en nosotras y nos mantiene en el asombro!
¡Honor y mar! Cisma de los grandes, desgarramiento radioso al través del siglo: ¿está todavía tu queja a nuestros flancos? ¡Nosotras te hemos leído, cifra de los dioses! ¡Nosotras te seguiremos, pista de los reyes! ¡Oh, triple rango de espuma en flor! Y esta humareda de ave rapaz sobre las aguas,
como en el terraplén real, sobre las calzadas peninsulares pintadas a grandes trazos blancos con signos de magia, el triple rango de los áloes en flor y la explosión de las astas seculares en las solmenidades del atardecer!

jueves, 16 de agosto de 2012

"Pretender por alto", artículo de constumbres de Mesonero Romanos

Pretender por alto

«II n'est guère moins necesaire
De voir ce qu'il faut éviter
Que de savoir ce qu'il faut faire» .
MME. DESHOULIERS.

«Tan útil es saber lo que debemos evitar como lo que debemos hacer».

En un pueblo como Madrid, donde las propiedades adquieren un valor enorme, reduciendo a un corto número la clase de propietarios; donde la consideración de esta clase desaparece casi del todo ante el brillo seductor de los honores y del poder; pueblo que por su posición no ofrece al comerciante empresas grandes; cuya industria tiene que ser limitada a cubrir las necesidades del mismo, por la escasez de primeras materias y el subido precio de los jornales; pueblo, en fin, donde el orgullo cortesano hace necesario el lujo, al paso que limita los medios de producción; ¿cómo extrañar que una gran parte de sus habitantes se vea acometida de aquella enfermedad endémica conocida con el nombre de empleomanía?

Sobre tales consideraciones giraba mi imaginación una mañana que me hallaba sentado entre la inmensa multitud de postulantes en un rincón de cierta antesala, adonde me había conducido, no la ambición propia, sino la exigencia ajena; esto es, aquella obligación tácita que, a juicio de los amigos de provincia, contraemos los habitantes de Madrid de tener siempre nuestro tiempo y nuestras relaciones a disposición suya; y era por entonces el que me lanzaba en el campo de los solicitantes cierto pariente de un pariente mío, que espontáneamente me había encargado de una pretensión suya fulminada desde las orillas del Segura.

No es por ahora mi ánimo el bosquejar un cuadro crítico-filosófico de aquella antesala, ni menos hacer reír a mis lectores a costa de las distintas caricaturas que conmigo la poblaban. No hablaré de la pretensión y el entonamiento de los unos, del rendimiento y humildad de los otros; huiré de presentar grupos de entrantes y salientes, porteros y lacayos, damas y caballeros, como igualmente de explayar las reflexiones, si bien graves, si bien burlescas, que retozaban en mi cabeza; todo ello podrá tener lugar en otro discurso, si algún día me vinieren deseos de hacerle; mas lo que es por hoy bastará, para inteligencia de mi narración, el manifestar que al cabo de catorce semanas de periódica asistencia a la susodicha antesala, después de ponerme al corriente de las innumerables fisonomías demandantes de la capital, y después, en fin, de hallarme medianamente versado en el lenguaje de oficio, pude conseguir en obsequio de mi protegido un decreto de N., esto es, «Negado»; con lo cual conocí que no era la voluntd de Dios el que yo le sirviera, y escribí al amigo que buscara otro conducto para sus pretensiones.

El transcurso de dos meses me había ya hecho olvidar de ellas, persuadiéndome de que al interesado le hubiese sucedido lo mismo, y que un primer revés le habría curado de su enfermedad; pero hube de desengañarme del todo cuando una mañana me le encontré en mi habitación, y me explicó su designio de continuar personalmente sus pretensiones en la corte.

Este personalmente, repetido con cierto énfasis y mirándose a un espejo, me dio a conocer a primera vista la sobrada confianza que le merecía su persona, así como también la explicación de su plan me hubo de convencer de que desaprobaba el mío; en vano le di a entender que yo no conocía otros caminos que los marcados por las leyes, pues los otros más bien los creía derrumbaderos; él se rió de mi pobreza de espíritu, y me declaró solemnemente que su intención era pretender por alto: tal fue su expresión.

Confieso, a la verdad, que se me pasaron ganas de entrar en contestaciones con él sobre el sentido de esta frase; pero no me dejó lugar, pues todo se le fue en hablarme de sus méritos encarecer sus conocimientos y ponderar sus modales, en términos que quedé firmemente persuadido de que tenía que adquirir en Madrid méritos, conocimientos y modales. Por último, para prueba de su buena estrella de aquel no sé qué, que, según él, le acompañaban, me contó la notable adquisición que había hecho la tarde anterior, a saber, la amistad íntima contraída con un D. Solícito Ganzúa, que por casualidad se había hallado presente en la posada a la hora en que él llegó.

Este personaje, hasta ahora incógnito, prendado sin duda del buen talle de mi pretendiente, y acaso también de su equipaje nada modesto, entró en conversación con él; le habló largamente de sus relaciones en la corte; escuchó con atención la benévola confesión del recién venido, y aconsejándole con el mayor desinterés la más completa desconfianza de todo el que intentase seducirle, se dignó tomar los negocios del provinciano bajo su poderosa protección, sin mediar (por ahora) otro interés que el de la simpatía con que habían simpatizado. -Esto, unido a una prolija explicación de los ardides de que podría ser víctima en la corte (excepto el de los protectores aparecidos), dejó a mi buen hombre tan encaprichado en la idea de que algún espíritu benévolo se encargaba de su prosperidad, que no me pareció oportuno pensar en desengañarle por entonces. Aconsejele, sí, que midiese los pasos, que desconfiase de todos, empezando por su misma persona, y que tuviese presente que la ciencia de la corte no se aprende sino en la corte misma, con lo cual no pondría reparo en matricularse como estudiante en ella. Todo lo escuchó con atención, y aun prometió observarlo; pero lo hizo de una manera que consideré que sólo el escarmiento podía curarle; así que me limité a vigilar sus pasos (lo que pude hacer con más comodidad por haberse venido a vivir conmigo), y afecté una completa indiferencia, dejándole tanta cuerda cuanta consideré que necesitaba para acercarse al precipicio sin perecer en él.

Don Solícito desde entonces se hizo gran amigo de la casa; entraba y salía en ella, cuándo con una lista de vacantes, cuándo con otra de mudanzas en pronóstico; ya con borradores, de memoriales, ya con esquelas recomendatorias; y luego, para diferenciar, le proporcionaba a mi pariente permisos para ver palacios y museos, y billetes de bailes y festines; cuyos obsequios y actividad le hacía a él hallarse más complacido y a mí más celoso.

Yo guardaba el dinero de mi amigo, y esto me tenía seguro de que sin mi noticia pudiesen engañarle; y aunque observé que sus gastos iban en aumento más que regular, nada le dije, considerando que acaso su buen porte podría contribuir al logro de sus pretensiones, pues bien se me alcanzaba que en la corte el que pretende en coche tiene ya medio lograda su solicitud; y confirmábame en ello cuando le veía acompañado de personas de gran tono, o ya sentado en un palco entre seda y plumas, o tuteándose con un duque en una partida de écarté. En fin, su seguridad y satisfacción eran tales,que me hacían dudar a mí mismo.

Una mañana en que mi huésped no estaba en casa vino Ganzúa, y en su semblante y preguntas creí notar cierta agitación, no disimulando lo que le contrariaba el no encontrar en casa al otro, y si a mí; preguntome si sabía por casualidad si mi amigo había ido a casa de doña Melchora Tragacanto; díjele que no lo sabía, tanto más, cuanto que era la primera vez que dicho nombre llegaba a mis oídos; alta con lo cual y una escrutadora mirada que le dirigí, no pudo disimular su turbación ni reparar que había cometido.

Aumentáronse mis sospechas con la llegada de un agente de cambios, que venía a entregar el producto de una letra de dos mil pesos que mi pariente, sin noticia mía, había girado contra su casa y aquél había negociado. Recogí el dinero, y sólo pensé ya en buscar el hilo de aquel nudo en que se intentaba al parecer envolver a mi amigo; pero no lo hubiera conseguido fácilmente, si la suerte no me hubiera ayudado, y he aquí el cómo.

Un coche que paró a la puerta a corto rato me hizo sospechar si acaso la dama vendría en persona a visitarnos; pero sólo se presentó un caballero bien portado, a quien por la ventana de la escalera vi ponerse en el ojal de la casaca una cinta de honor; esta evolución no me gustó gran cosa; pero ¡cuál fue mi sorpresa cuando saliendo a su encuentro, reconocí en él a Perico, mi antiguo amanuense, cuyas repetidas travesuras me habían causado en otro tiempo bastantes disgustos!

No pude contenerme; hablele con la mayor extrañez pidiéndole explicaciones de aquella farsa, y aprovechando el desconcierto en que le había constituido mi inesperada aparición, le pregunté con resolución quiénes eran doña Melchora Tragacanto y D. Solícito Ganzúa, amenazándole con mis procedimientos si no me decía la verdad, y ofreciéndole una buena recompensa en caso contrario.

Entonces, sin poderse contener, y mientras me pedía perdón de sus enredos, me entregó una carta abierta, dirigida a mi amigo y concebida en estos términos:

«Amiguito mío: Según lo que acordamos anoche, y a fin de cumplir con quien conviene, le envió a nuestro D. Judas, con el pagaré que V. me dejó, para que se sirva entregarle la suma consabida, de que le dará recibo, y antes de la noche tendrá V. en su poder el resultado; rompan VV. esta carta, y hasta la noche, que venga por acá a que le demos una enhorabuena. Su fiel amiga y desinteresada servidora, - Melchora Tragacanto».

Acabada que fue la lectura de la carta, Perico me refirió por menor las circunstancias de la tal señora, que eran singulares. Porque ella vivía con lujo, sosteniendo sus grandes necesidades, sin más que aparentar una protección de que absolutamente carecía, para lo cual había tomado muy bien sus medidas con los pobres pretendientes que llegaban a la corte. Entre otras, tenía varios comensales distribuidos en las puertas, posadas y casas de huéspedes, los cuales, introduciéndose con los recién venidos, les brindaban su protección, adquiriéndose su confianza; luego les presentaban en la casa, y allí se ostentaba rodeada de una comparsa, a la cual repartía los papeles que la convenían, para que el pobre forastero, seducido, cayese en el lazo y soltase prenda. -«Podría contarle a V. (continuó Perico) varios lances sucedidos en mi tiempo; pero sólo me limitaré a decirle que su pariente es el objeto del día, y que yo era el encargado de engañarle y de terminar esta farsa, cogiéndole una cantidad que él debía negociar hoy. Pero, ya que la suerte lo dispone de otro modo, ordene V. lo que yo debo hacer para complacerle y enmendar mi delito».

Grande fue mi indignación durante el discurso de Perico; pero, después de reflexionar bien, pareciome que no era tiempo de desahogarla, antes si de sacar partido de la feliz combinación que me hacía dueño del secreto de aquellos malvados; y así, dejando de tomarlo por el lado serio, combiné con el astuto Pedro una salida que pudiera castigar a la protectora y al protegido, y divertirnos al mismo tiempo.

No tardó en llegar mi huésped, al cual le dije que habiéndome entregado el agente los dos mil pesos de la letra que había hecho negociar, y presentándoseme luego, un caballero con aquella firma suya, se los había entregado; al mismo tiempo puse en sus manos un pliego que supuse que el mismo sujeto me había dejado. Abriole con precipitación, y sus ojos brillaban de alegría, entonándose y mirándome con aire satisfecho; yo afectaba la mayor indiferencia, y luego que le vi cambiar de color y conmoverse al leer el pliego, me escurrí bonitamente al gabinete inmediato; pero, no bien lo había hecho, cuando entró por la sala doña Melchora Tragacanto con el rostro encendido y vertiendo contra mi amigo las más horribles imprecaciones. Seguíanla D. Solícito y Perico, el cual se vino a reunir conmigo al gabinete. El pintar los mutuos reproches, las invectivas que se dijeron, y la bulla que armaron sin llegar a entenderse, fuera negocio largo de referir; y ¿por qué todo ello? (travesuras que me sugirió Perico). Que mi huésped había encontrado en el pliego que yo le entregué, escrito en letras enormes, el siguiente motete:

De un pretendiente novicio
Castigando la ambición,
Le hago un notorio servicio,
Pues por corto sacrificio
Recibe buena lección.

Y doña Melchora, en el talego que yo la había remitido, se encontró hasta unos cincuenta reales en monedas de a dos cuartos, nuevas y relucientes, como recién fabricadas que eran con el cuño de Segovia, atravesada entro ellas la coplilla que aquí campa:

De una astuta cortesana
Pago la falaz intriga
Dándola una lección sana:
Desnude a otra oveja, amiga,
Que yo vuelvo con mi lana.

Después que Perico y yo nos cansamos de reír y ellos de gritar, salí de mi escondite, y dirigiéndome a ellos: Señores míos -les dije-, ustedes habrán de disimularme la burleta que me he permitido hacerles, conociendo y apreciando, como no podrán menos, los motivos que a ello me han movido. Usted, mi señora doña Melchora, a quien hasta ahora no tuve la dicha de conocer, conserve la memoria de este suceso, tratando de buscar otros medios con que acudir a sus necesidades, sin abusar del infeliz forastero que viene a la corte, el cual, si en ella encontrara muchas como V., creería haber entrado en una cueva de vicios y de errores; mas por fortuna no es así, pues la vigilancia del Gobierno sabe descubrir las estafas y castigarlas menos festivamente que yo lo hago; y a usted, señor pretendiente por alto, o más bien por bajo medio, sírvale de escarmiento lo pasado, y si sus merecimientos y servicios son algunos, hágalos conocer por los medios que la razón y el honor aprueban, teniendo entendido que el verdadero mérito se coloca él mismo a la altura de los honores, sin elevarse a impulso de una bajeza. En cuanto a ustedes, señores subalternos de tan pérfida intriga...

Iba a continuar, pero al volver mi cabeza a uno y otro lado, eché de ver que me había quedado sin oyentes, pues todos habían desaparecido confusos y avergonzados.
(Noviembre de 1832)

"Fidelidad" y "De economía esotérica aún", poemas de Francisco Pino

Fidelidad

Cual
la
veleta
ser
fiel
tan
solo
al
viento.


De economía esotérica aún

EL NOMAESTRO TODAVÍA

Habrás de odiar la
guerra,
niño, si escuchas cómo canta
la flor de las laderas.

LOS NONIÑOS TODAVÍA

¡Con cuánta
violencia
canta
serena
la flor de las
laderas!

LOS NIÑOS

Con armaduras y lanzas jaspeadas ¿no es tan
bella
la
guerra
que nos
cuentan
los maestros como la
FLOR DE LAS LADERAS?

LOS MAESTROS

Pero ¿no es tan
bella?

Poemas de Joaquín María Bartrina

Arabescos (2)
(2ª serie)

El verbo gozar, creo
que es defectivo,
pues no tiene presente
de indicativo.

___

La envidia y la emulación
parientas dicen que son;
aunque en todo diferentes,
al fin también son parientes
el diamante y el carbón.

___

Huele una rosa una mujer dichosa
y aspira los perfumes de la rosa;
la huele una infeliz
y se clava una espina en la nariz.

___

Cansóse de trabajar
Dios en arreglar el mundo,
y de un puntapié, al profundo
espacio lo echó a rodar;
y con rara ligereza
tanto ha rodado y rodado,
que de puro mareado
ha perdidio la cabeza.

___

Nunca puede el ignorante
ser feliz, siempre me dices:
¡cuántos hombres hay felices
que no saben quién fue el Dante!...

martes, 14 de agosto de 2012

Dos sonetos, dos, de Quevedo

Amante desesperado del premio y obstinado en amar

¡Qué perezosos pies, que entretenidos
pasos lleva la muerte por mis daños!
el camino me alargan los engaños
y en mí se escandalizan los perdidos.

Mis ojos no se dan por entendidos,
y por descaminar mis desengaños,
me disimulan la verdad los años
y les guardan el sueño a los sentidos.

Del vientre a la prisión vine en naciendo,
de la prisión iré al sepulcro amando,
y siempre en el sepulcro estaré ardiendo.

Cuantos plazos la muerte me va dando
prolijidades son, que va creciendo,
porque no acabe de morir penando.


Exhorta a los que amaren, que no sigan los pasos por donde ha hecho su viaje

Cargado voy de mí: veo delante        
muerte que me amenaza la jornada;        
ir porfiando por la senda errada        
más de necio será que de constante.

Si por su mal me sigue ciego amante
(que nunca es sola suerte desdichada),        
¡ay!, vuelva en sí y atrás: no dé pisada        
donde la dio tan ciego caminante.        

Ved cuán errado mi camino ha sido;        
cuán solo y triste, y cuán desordenado,
que nunca ansí le anduvo pie perdido;        

pues, por no desandar lo caminado,        
viendo delante y cerca fin temido,        
con pasos que otros huyen le he buscado.

Poemas de 'La nieve horizontal de los vilanos' (2, y fin), de Emilio Pedro Gómez

Es feliz en el tacto.
Se crece en las caricias
le devuelven al tiempo de la espera
(cuando los segadores visitaban la casa
y asaltaban las eras -tan viriles-
y trillaban las mieses
vistiéndole de halagüeñas miradas).

Es generosa en besos
los da -transparente
        vendimia de mebrillos-
y los toma
como a quien hacen sitio junto al fuego.

Feliz instante
        el tacto.
Satisfecha, serena...
        a favor de la eternidad
da la vuelta a la página
del tiempo.

___

Los días por llegar
son días que vaciar.
No puede aprender nada.
Se pierde en las entrañas
del recuerdo
(miente a la realidad
por merecerlo).
El resto de su vida
ya ha pasado.
Tiene en los ojos un lugar
para morir.

___

Absorta
    interrumpida
avanza pasajera de un suspiro.
Una estatua de luz indefinida
aparece de pronto en la ventana.

Entre su cuerpo y ella
            hay espacios
que ya nunca respiran.

___

Sus piernas andan solas
sus manos hacen y deshacen solas
-celeridad atada a la quietud-
sus ojos miran solos
            (los pórticos del día
como círculos perdidos de la noche)
sus labios hablan solos
beben solos, suspiran solos
nadie gobierna
ninguna perspectiva los engrana.

Hay una zanja abierta
        en mitad de su frente
(se escucha agonizar un pensamiento
que cede prematuro en la otra orilla)
deja de respirar
        mientras respira
costumbres sin costumbre
            mansa nada.

'Observaciones y máximas de Blas', de Noel Clarasó (35)

EL HOMBRE Y LA MUJER (3, y fin)

Me parece que los dos sexos están de acuerdo en una cosa: ambos desconfían de las mujeres.

El novio cree siempre que su novia gusta mucho más a los otros de lo que les gusta de verdad; el marido cree siempre que su mujer gusta mucho menos a los otros de lo que les gusta de verdad.

Los hombres, en materia de amor, difícilmente se entienden entre ellos; pero con la mujer no se entienden nunca.

Las mujeres feas son más peligrosas que las guapas; uno las teme menos, se confía más, cae en lo mismo y después se encuentra con una mujer fea dentro de su casa.

Las mujeres enamoradas descubren las cualidades de los hombres tontos; las que ya no lo están descubren los defectos de los sabios.

Encerrad a un hombre enamorado y solo lograréis exasperarlo; encerradle con la mujer que ama y, a la larga, se exasperarán los dos.

La falta de amistad entre el hombre y la mujer es condición indispensable para llegar a una separación amistosa.

Saber amar solo consiste, a la larga, en saber soportar con grandeza de ánimo las molestias que nos causa la presencia del ser amado.

El amor del hombre es un episodio más o menos pasajero en su vida; el amor de la mujer es su vida toda. Esto hace que el hombre y la mujer no estén de acuerdo en la sola cosa en la que han sido hechos el uno para el otro.

Lo primero que hace la mujer que amamos en silencio, si se entera, es romperlo.

Una mujer caída se levanta con más facilidad que un hombre caído; será porque pesa menos.

La unión de una mujer inteligente con un hombre tonto conduce al triunfo de la tontería; el hombre, para consolarse de su mujer, busca a una amiga tonta; y la mujer encuentra, para consolarse de su marido, otro hombre tan tonto como él.

En tres sitios deberían estar siempre separados los hombres y las mujeres: en el juego, en la bebida y en la ducha.

viernes, 10 de agosto de 2012

En 'Versiones' de Rosario Castellanos St.-John Perse (10)

VII (1)

Las patricias también están en las terrazas con los brazos cargados de cañas negras.
Nuestros libros leídos, nuestros sueños herméticos ¿no eran más que esto? Entonces ¿dónde está la ventura, dónde la salida? ¿Dónde está lo que nos falta y cuál es el suelo que nosotras no hemos hollado?
¡Nobleza, has mentido! ¡Nacimiento, traicionaste! ¡Oh risa, gerifalte de oro sobre nuestros jardines quemados! El viento arrastra a los parques de caza la pluma muerta de un gran nombre.
La rosa fue despojada de su aroma y la rueda está legible en las resquebrajaduras frescas de la piedra; y la tristeza abrió su boca en la boca de los mármoles.
¡Postrera música de nuestros enrejados de oro! El negro que sangra a nuestros leoncillos dará esta noche el vuelo a nuestras nidadas de Asia.
Pero la mar estaba allí y nadie nos la nombraba. Y las marejadas reposaban en los descansos de nuestras escalinatas de cedro. ¿Es posible, es posible (con toda la edad de la mar en nuestras miradas de mujeres; con todo el astro de la mar en nuestras sederías nocturnas; con todo el consentimiento de la mar en lo más íntimo de nuestro cuerpo), es posible, ¡oh prudencia!, que se nos haya tenido tan largo tiempo detrás de los árboles y las llamaradas de la corte, ante estas maderas esculpidas de cedro, entre esta hojarasca que se quema?
Una noche de extraño rumor, cuando el honor abandonaba las frentes más amadas, nosotras hemos dejado atrás los confines de fiesta y hemos salido, solas, a este lado de la noche, a las terrazas, donde se escucha crecer la mar en sus confines de piedra.
Caminando hacia este enorme barrio de olvido, al través de nuestros parques, hacia el abrevadero de piedra y las inmediaciones embaldosadas y llenas de charcos donde recibe su sueldo el dueño de las caballerizas, hemos llegado a encontrar los senderos y la salida.
Y henos aquí, de pronto, en este lado de la noche y de la tierra, donde se escucha crecer la mar en sus confines de mar.

Con nuestras piedras centelleantes y nuestras joyas nocturnas hemos avanzado, solas y semidesnudas en nuestras vestiduras de fiesta, hasta las cornisas blancas sobre la mar.
Y estamos aquí, terrestres, estirando la vid extrema de nuestros sueños hasta ese punto sensible de ruptura. Y nos hemos acodado en el mármol sombrío de la mar, como en esas mesas de lava negra, engastadas en cobre, donde se orientan los signos.
En el umbral de un gran orden, donde el ciego oficia, nosotras nos hemos velado el rostro del sueño de nuestros padres. Y como de un país futuro puede uno también acordarse, hemos recordado el lugar natal donde no nacimos y el lugar real donde nosotras no tenemos asiento. Y es desde entonces que entramos a las fiestas con la frente coronada de piñas de pino negras.

jueves, 9 de agosto de 2012

Vivencia real de Mesonero Romanos, que escribió bajo el título "El campo santo"

El campo santo

«No se engañe nadie, no,
Pensando que ha de durar
Lo que espera,
Más que duró lo que vio,
Porque todo ha de pasar
Por tal manera».
JORGE MANRIQUE.

Muy pocos serán (hablo sólo de aquellos seres dotados de sensibilidad y reflexión) los que no hayan experimentado la verdad del dicho de que la tristeza tiene su voluptuosidad . Con efecto ¿quién no conoce aquella dulce melancolía, aquella abnegación de uno mismo que nos inclina en ocasiones a hacernos saborear nuestras mismas penas, midiendo grado por grado toda su extensión, y como deteniéndonos en cada uno para mejor contemplar su inmensidad? ¡Cuán extraño es en aquel momento el hombre a todo lo que le rodea! ¡cuál busca en su imaginación la sola compañía que necesita! ¡y cuál, en fin, elevando al cielo su alma, encuentra en él el único consuelo a sus desventuras! Huyendo entonces el bullicio del mundo, quiere los campos, y su triste soledad le halaga más que la agitación y la alegría.

Tal era el estado de mi espíritu una mañana en que tristes pensamientos me habían obligado a dejar el lecho. Acompañado de mi sola imaginación, me dirigí fuera de la villa, adonde más libremente pudiese entregar al viento mis suspiros; una doble fila de árboles que seguí corto rato desde la puerta de los Pozos me condujo al sitio en que se divide el camino en varias direcciones, y habiendo herido mi vista la modesta cúpula de la capilla que preside al recinto de la muerte, torcí maquinalmente el paso por la vereda que conduce a aquél.

A medida que me alejaba del camino real iba dejando de oír el confuso ruido de los carros y caminantes que hasta allí habían interrumpido mis reflexiones, y un profundo silencio sucedía a aquella animación. Sin embargo, un impulso irresistible me hacía continuar el camino, deteniéndome sólo un instante para saludar a la cruz que vi delante de la puerta; pero ésta se hallaba cerrada, y nadie parecía alrededor; fuertes eran mis deseos de llamar; mas ¿cómo osar llamar en la morada de los muertos?...

Desistía ya de mi proyecto, apoyado sobre la puerta, cuando una pequeña inclinación de ésta me dio a conocer que no estaba cerrada; continué entonces el impulso, y girando sobre sus goznes me dejó ver el Campo Santo.

Entré, no sin pavor, en aquella terrible morada: atravesé el primer patio, y me dirigí a la iglesia que veía en frente, mirando a todas partes por si descubría alguno de los encargados del cementerio; pero a nadie vi, y mientras hice mi breve oración tuve lugar para cerciorarme de que nadie sino yo respiraba en aquel sitio. Volví a salir de la iglesia a uno de los seis grandes patios de que consta el cementerio, y siguiendo a lo largo de sus paredes, iba leyendo las lápidas e inscripciones colocadas sobre los nichos, al mismo tiempo que mis pies pisaban la arena que cubre las sepulturas de la multitud.

Esta consideración, la soledad absoluta del lugar, y el ruido de mis suspiros, que repetía el eco en los otros patios, me llenaban de pavor, que subía de todo punto cuando leía entre los epitafios el nombre de alguno de mis amigos, o de aquellas personas a quienes vi brillar en el mundo.

-¡Y qué! -decía yo-; ¿será posible que aquí, donde al parecer estoy solo, me encuentre rodeado de un pueblo numeroso, de magnates distinguidos, de hombres virtuosos, de criminales y desgraciados, de las gracias de la juventud, de los encantos de la belleza y la gloria de saber?

-« Aquí yace el excelentísimo señor Duque de ...». ¿Será verdad?

«Al que de un pueblo ante sus pies rendido
Vi aclamado, en la casa de la muerte
Le hallo ya entre sus siervos confundido».

¿Pero qué miro? ¿Tú también, bella Matilde, robada a la sociedad a los quince años, cuando formabas sus mayores esperanzas? ¿Y tú, desgraciado Anselmo, a quien el mundo pagó tan mal tus nobles trabajos y fatigas por su bienestar?... ¿Mas de qué sirven todos esos títulos y honores que ostenta esa lápida, para quien ya es un montón de tierra?... ¡Adulación, adulación por todas partes!... « Aquí yace don ... arrebatado por una enfermedad a los 87 años ...». ¡Lisonjeros! escuchad a Montaigne, y él os dirá que a cierta edad no se muere más que de la muerte ... Pero allí, sobre una lápida, un genio apagando una antorcha; sin duda uno de nuestros hombres grandes... ¡Insensato! un hombre oscuro; ¿ni cómo podía ser otra cosa? El cementerio es moderno, y en el día escasean mucho los hombres verdaderamente ilustres, o no se entierran en su patria... Y si no ¿dónde se hallan Isla, Cienfuegos, Meléndez, Moratín?... Si acaso nos queda alguno, busquémosle en el suelo, en las sepulturas de la multitud.

Pero entremos a otro patio, por ver si se encuentra alguien... Nadie... La misma soledad, la misma monotonía; ni un solo árbol que sombree los sepulcros, ni un solo epitafio que exprese un concepto profundo; el nombre, la patria, la edad y el día de la muerte, y nada más... y de este otro lado aún no está lleno... Multitud de nichos abiertos que parecen amenazar a la generosidad actual... ¡Cielos! acaso yo... en este... pero ¿qué miro? ¿aquel bulto que diviso en el ángulo del patio no es un hombre que iguala la tierra con su azada?... Sí, corro a hablarle.

-Buenos días, amigo.

-«Buenos días» -me contestó el mozo como sorprendido de ver allí a un viviente-. «¿Qué quería usted?» -añadió con el aire de un hombre acostumbrado a no hacer tal pregunta.

-Nada, buen amigo; quería visitar el cementerio.

-Si no es más que eso, véalo V.; pero algo más será.

-No, nada más: ¿acaso tiene algo de particular esta visita?

-Y tanto como tiene. ¡Ay señor! nuestros difuntos no pueden quejarse de que el llanto de sus parientes venga a turbar su reposo.

Esta expresión natural, salida de la boca de un sepulturero, me hizo reflexionar seriamente sobre esta indiferencia que tanto choca en nuestras costumbres.

-¡Qué quiere V.! -contesté al sepulturero-, todavía no se ha desterrado la preocupación general contra los cementerios.

-A la verdad que es sin razón, pues ya conoce usted, caballero, cuánto mejor están aquí los cuerpos que en las iglesias; esta ventilación, esta limpieza, este orden... Recorra V. todos los patios,
no encontrará ni una mala yerba, pues Francisco y yo tenemos cuidado de arrancarlas, no verá una lápida ni letrero que no esté muy cuidado; ni en fin, nada que pueda repugnar a la vista; mas por lo que hace a las gentes, esto no lo ven sino una vez al año, y es en el primer día de noviembre; pero entonces, como dice el señor cura, valía más que no lo vieran, pues la mayor parte vienen más por paseo que por devoción, y más preparados a los banquetes y algazara de aquel día, que a implorar al cielo por el alma de los suyos.

Admirado estaba yo del lenguaje del buen José, que así se llamaba el sepulturero; y así fue que le rogué me enseñase lo que hubiese de curioso en el cementerio; seguimos, pues, por todos los patios, haciendo alto de tiempo en tiempo para contemplar tal o cual nicho más notable; después llegamos a un sitio donde había varias zanjas abiertas, y en una de ellas...

-«¡Qué lástima! -me dijo José-: yo nunca reparo en los que vienen; hoy he sepultado seis, y apenas podré decir si eran mujeres u hombres; pero esta pobrecita..., ¡qué buena moza!...»; y hurgando con su azada me dejó ver una mujer como de veinte años, joven, hermosa, y atravesado el pecho con un puñal por su bárbaro amante... Volví horrorizado la vista, y mientras tanto José repetía:

-«¡Ay Dios mío! ¡líbreme Dios de un mal pensamiento!».

Esta exclamación enérgica me hizo reparar en mis cadenas y reloj, y por primera vez temblé por mí al encontrarme en aquel sitio y soledad, al borde de una zanja y un sepulturero al lado con el azadón sobre el hombro.

Sin embargo, la probidad de José estaba a prueba de tentaciones, y asegurado por ella, me atreví a declararle un deseo que me instaba fuertemente desde que entré en el cementerio: este deseo era el encontrar la sepultura de mi padre...

-¿Cómo se llamaba?

-Don...

-¿En qué año murió?

-En 1820.

-¿Ha pagado V. renuevo?

-No; ni nadie me lo ha pedido.

-Pues entonces es de temer que haya sido sacado del nicho para pasar al depósito general.

-¿Cómo?

-Sí señor, porque no pagando el renuevo del nicho cada cuatro años, se saca el cuerpo.

-¿Y por qué no se me ha informado de ello?

-Sin embargo, no se lleva con gran rigor, y acaso puede que..., pero entremos en la capilla y veremos los registros.

En efecto, así lo hicimos, pasamos a la pieza de sacristía, sacó el libro de entradas del cementerio, abrió al año de 20 y leyó: «Día 5 de enero; don... número 261».

Un temblor involuntario me sobrecogió en este momento; salimos precipitados con el libro en la mano, buscamos el número del nicho... ¡Oh Dios! ¡oh padre mío! Ya no estabas allí... otro cuerpo había sustituido el tuyo; ¡y tu hijo, a quien tú legaste tus bienes y tu buen nombre, se veía privado, por una ignorancia reprensible, del consuelo de derramar sus lágrimas sobre tu tumba!...

Entonces José, llevándome a otro patio bajo de cuyo suelo está el osario o depósito general, puso el pie sobre la piedra que le cubre diciendo: «aquí está» ; a cuya voz caí sobre mis rodillas como herido de un rayo.

Largo tiempo permanecí en este estado de abatimiento y de estupor, hasta que levantándome José y marchando delante de mí, seguile con paso trémulo y entramos por una puertecilla a la escalera que conduce sobre el cubierto de la capilla; luego que hubimos llegado arriba hizo alto, y tendiendo su azada con aire satisfecho: -Vea usted desde aquí -me dijo-, todo el cementerio... ¡qué hermoso, qué aseado, y bien dispuesto!... -y parecía complacerse en mirarle...- Yo tendí la vista por los seis uniformes patios, y después sobre otro recinto adjunto, en medio del cual vi un elegante mausoleo que la piedad filial ha elevado al defensor de Madrid no lejos del sitio en que inmortalizó su valor*. Después, salvando las murallas, fijé los ojos en la populosa corte, cuyo lejano rumor y agitación llegaba hasta mí... -¡Qué de pasiones encontradas, qué de intrigas, qué movimiento! y todo ¿para qué?... para venir a hundirse en este sitio...

Bajamos silenciosamente la escalera; atravesamos los patios; yo me despedí de José, agradeciéndole y pagándole su bondad, y al estrechar en mi mano aquella que tal vez ha de cubrirme con la tierra,

«Mihi frigidus horror
Membra quatit gelidusque coit formidine sanguis».

Abrimos la puerta a tiempo que el compañero Francisco, guiando a cuatro mozos que traían un ataúd, nos saludó con extrañeza, como admirado de que un mortal se atreviese a salir de allí. Preguntele de quién era el cadáver que conducía, y me dijo que de un poderoso a quien yo conocí servido y obsequiado de toda la corte... ¡Infeliz! ¡y no había un amigo que le acompañase a su última morada!...

Seguí lentamente la vereda que me conducía a las puertas de la villa, y al atravesar sus calles, al mirar la animación del pueblo parecíame ver una tropa que había hecho allí un ligero alto para ir a pasar la noche a la posada que yo por una combinación extraña acababa de dejar.
(Noviembre de 1832)

*El sepulcro del Marqués de San Simón, erigido por su hija en un sitio cercado e independiente del Cementerio. Napoleón condenó a muerte a aquel benemérito general por el tesón que manifestó en la defensa de la puerta de Fuencarral en los primeros días de diciembre de 1808, y su hija alcanzó del Emperador la conmutación de esta pena por la del encierro perpetuo en Francia. (N. del A.)

"Crear", "Tiempo" y "Nieve", poemas de Francisco Pino

Crear

¿Qué es crear? ¿Combinar
esa fuerza sutil de dos palabras,
dos colores, dos números, dos notas
hasta que surja el rayo? Eso está hecho
ya, el rayo y las palabras,
los colores, los números, las notas.
Crear es otra cosa, es penetrar
al fondo de lo oscuro y contemplar
la oscuridad de cada cosa y luego
olvidar las palabras, los colores
los números, las notas, y callar,
-o rugir o piar o perfumar
que es lo mismo- ¡callar
como hacen, oh alegría,
las demás criaturas que se sienten
solo de lo que asienten creadoras!

Tiempo

Cielo,
pino,
agua,
Dios.
Cuatro
para
solo
dos:
la
tarde
y
yo.


Nieve

Ni
  A
   ve

Ni
  E
   ve

Ni
  I
   ve

No
  O
   ve

Ni
  U
   ve.

Nieve.
Nieve.
Nieve.

Poemas de Bartrina

Arabescos (1)
(2ª serie)

¡Qué escándalo ha precedido
a la invención del vestido!
Y ¡qué delitos tan graves
a la invención de las llaves!...

___

El siglo diecinueve,
nació cabeza abajo
y el corazón se le saltó del pecho
y, resbalando, le cayó en el cráneo.
Y por esta razón, solo por esta,
los hijos de este siglo caminamos
llevando el corazón en la cabeza.

___

¿Quién sabe ¡oh ciencia ignota!
cuántos mundos encierra cada gota
de la sangre que corre por mis venas?

Tal vez cuanto en el cielo contemplamos,
junto con el planeta que habitamos,
tan solo un poro llena
de un grano microscópico de arena
del fondo de los mares de otro mundo,
que se agita a su vez en lo profundo
de un átomo de polvo de granito
de otro mundo... y así hasta el infinito...

___

¡Oh delicia brahmínica: los mundos
ver correr en tropel por los profundos
espacios del vacío;
ver, tras de un sol, de mil, el ígneo carro
y estarme yo, al mirarlo, taciturno,
sentado en un anillo de Saturno
fumándome un cigarro!...

martes, 7 de agosto de 2012

" Amor constante..." y "Solicitud de su pensamiento...", sonetos de Francisco de Quevedo

Amor constante más allá de la muerte

Cerrar podrá mis ojos la postrera        
sombra que me llevare el blanco día,        
y podrá desatar esta alma mía        
hora a su afán ansioso lisonjera;        

mas no, de esa otra parte, en la ribera,   
dejará la memoria, en donde ardía:        
nadar sabe mi llama el agua fría,        
y perder el respeto a ley severa.        

Alma a quien todo un dios prisión ha sido,        
venas que humor a tanto fuego han dado,
medulas que han gloriosamente ardido,        

su cuerpo dejará, no su cuidado;        
serán ceniza, mas tendrá sentido;        
polvo serán, mas polvo enamorado.


Solicitud de su pensamiento enamorado y ausente

¿Qué buscas, porfiado pensamiento,        
ministro sin piedad de mi locura,        
invisible martirio, sombra obscura,        
fatal persecución del sufrimiento?        

Si del largo camino estás sediento,
mi vista bebe, su corriente apura;        
si te promete albricias la hermosura        
de Lisi, por mi fin, vuelve contento.        

Yo muero, Lisi, preso y desterrado;        
pero si fue mi muerte la partida,
de puro muerto estoy de mí olvidado.        

Aquí para morir me falta vida,        
allá para vivir sobró cuidado:        
fantasma soy en penas detenida.

lunes, 6 de agosto de 2012

Chistes de Gon (1)



Extraídos de su blog, http://birly-birloke.blogspot.com.es.

Poemas de 'La nieve horizontal de los vilanos' (1), de Emilio Pedro Gómez

No logra recordar que no recuerda.
Ocurre lo que inventa:
el interruptor de la luz
            cambió de sitio
anochece a las diez de la mañana
sus padres resucitan
    en el cuarto de al lado.

___

Solo es verdad la infancia.
El presente:
        una burda
inconexa
    semejanza.

___

No se inventa esperanzas
ni cuenta los días que le quedan.
No sufre de futuro
        ni del mortal pasado.
Es mañosa en el arte
            de no ver.
Con la seguridad de un niño viejo
ha borrado sus muertos
(reemplaza a su marido por un hijo
a su hija por cierta Nieve muda).

Ha excluido la muerte de su vida.

___

No consigue escucharse
            vivirse
                detenerse.

Con los labios cerrados le transmito:
"Descansa ya, mamá,
deja de fatigar lo que no existe".

Me mira mansamente:
ausencias estancadas
        auras
            viento puro.

___

Anida donde elige su memoria
que es olvido.

'Observaciones y máximas de Blas', de Noel Clarasó (34)

EL HOMBRE Y LA MUJER (2)

Si un hombre pudiera cambiar la mujer con la amiga y esta con aquella, sería bastante feliz, por lo menos fuera de casa, con la mujer propia.

Soñar con una mujer hermosa es el consuelo de muchos hombres casados con una mujer hermosa.

Muchas mujeres intelectuales han fracasado como compañeras del hombre, porque cuando el hombre está cansado y necesita reposo, prefiere siempre un colchón a una enciclopedia.

Una mirada de inteligencia entre un hombre y una mujer puede ser una prueba de amor, pero no es siempre una prueba de inteligencia.

La bigamia y la monogamia se distinguen en una cosa esencial, pero coinciden en otra: en ambas instituciones sobra una mujer.

Cuando dos hombres hablan de una mujer de la que uno solo está enamorado, no pueden entenderse.

La única manera de conseguir que una mujer nos ame es inspirarle amor.

El hombre da la razón a la mujer cuando ella repite una frase que él ha dicho antes; y la mujer da la razón al marido cuando le duele la cabeza y no tiene ganas de discutir.

El hombre que a los veinte años no cree en la mujer, no tiene corazón; y el que sigue creyendo en ella a los cuarenta, no tiene entendimiento.

No es de extrañar que algunos enamorados, cuando están en el cine con la novia, olvidando sus deberes, miren el cine en vez de mirar a la novia; sobre todo si aún no han visto la película, porque a la novia, en general, ya la han visto otras veces.

A veces el hombre no puede dormir pensando en una mujer; pero siempre duerme perfectamente después de amarla y hasta procura soñar en otras cosas para olvidarla un poco.

A las mujeres que hemos amado una vez de cerca, las otras veces solo deberíamos verlas de lejos; y las que nos han gustado de lejos, no deberíamos verlas nunca de cerca.

Una mujer inteligente se aleja del marido el tiempo necesario para que él la eche de menos, pero no tanto como para que busque consuelo; lo difícil está en saber medir el tiempo sin error de menos ni de más.

viernes, 3 de agosto de 2012

En 'Versiones' de Rosario Castellanos St.-John Perse (9)

VI (4, y fin)

¡Desnudez! ¡Desnudez! Nosotras imploramos, que en nombre de la mar, nos sea hecha la promesa de obras nuevas; de obras vivas y muy hermosas, que no sean más que obra viva y no sean más que obra hermosa; grandes obras de sedición, grandes obras de licencia, abiertas a todas las predaciones del hombre y que vuelvan a crear para nosotras el gusto de vivir y sean la huella del más grande paso del hombre sobre la piedra.
Obras de tal manera grandes sobre la liza, que no sepa más a cuál especie, a cuál raza pertenecen... ¡Ah! Que un gran estilo nos maraville todavía, en nuestros años de usura. Que nos venga de la mar y de más lejos de la mar. ¡Ah, que un metro más generoso nos encadene al más grande relato de cosas por el mundo y que un más ancho aliento se levante en nosotras y que sea como la mar misma y su gran silbo de extranjera! Del más grande metro no se sabe nada en nuestras fronteras. Enséñanos, potencia, el verso mayor del más grande orden. ¡Dinos el tono del más grande arte, mar ejemplar del más grande texto! ¡Enséñanos el modo mayor y la medida, al fin, nos sea donada y que, sobre los mármoles rojos del drama, se abra la hora de la donación!
¿Quién renovará para nosotras, al movimiento de las aguas magníficas, la gran frase tomada al pueblo?
Nuestras caderas, que enseñan a la marejada ese movimiento lejano de multitud, ya se emocionan y se adornan. ¡Que se nos llame aún sobre la piedra, a nuestro paso de tragediantas! Que se nos oriente todavía hacia la mar, sobre el gran arco de piedra desnuda en el que la cuerda es la escena; y que se nos ponga entre las manos, para la grandeza del hombre sobre la escena, estos grandes textos que nosotras pronunciamos. Grandes textos sembrados de relámpagos y tempestades, quemados de ortigas marinas y de medusas irritantes y que corren, como el fuego a lo ancho de los grandes consentimientos del sueño y de las usurpaciones del alma.
Allá silba de placer el pulpo; allá brilla la centella misma de la desgracia como la sal violeta de la mar en las llamas verdes de la hoguera de los despojos. Dejadnos que os leamos, promesas sobre la tierra más libre. Y las grandes frases del trágico nos maravillarán todavía, más allá de la multitud, en el oro sagrado de la noche.
Como más allá del muro de piedra, sobre la alta página tendida del cielo y de la mar, esos largos conjuntos de naves que doblan repentinamente la punta de los cabos, mientras dura la evolución del drama sobre la escena...

¡Ah, nuestro grito fue de amantes! Pero a nosotras mismas, servidoras, ¿quién nos visitará en nuestras celdas de piedra, entre la lámpara mercenaria y el trípode de fierro de la depiladora? ¿Dónde está nuestro texto? ¿Dónde está nuestra norma? ¿Y qué señor nos redimirá de nuestra decadencia? ¿Dónde está aquel -¡ah, cómo tarda!- que sabe apoderarse de nosotras y, murmurantes todavía, nos levanta a las encrucijadas del drama como un poderoso ramaje sube a la boca de los santuarios?
Ah, que venga aquel -¿vendrá de la mar o de las islas?- que nos ha de tener bajo su férula. Que se apodere de nosotras, vivientes, y nosotros nos apoderaremos de él. Hombre nuevo en su sostén, indiferente a su poder y poco cuidadoso de su nacimiento; con los ojos todavía quemados de las moscas escarlata de su noche. Que reúna, bajo sus riendas, esa enorme corte esparcida de cosas errantes en el siglo.
Nosotras conoceremos la aproximación despótica por la crispación secreta de un águila en nuestros flancos. (Como el deslizamiento de un hálito sobre las aguas revela el disgusto secreto del genio resbalando a lo largo de la pista de sus dioses.)
Textual, la mar se abre, nueva, sobre sus grandes libros de piedra. ¡Y nosotras no presumimos demasiado la fortuna de la escritura! Escucha, hombre de los dioses, el paso del siglo en marcha hacia la liza.
¡Nosotras, altivas doncellas azafranadas en los consejos ensangrentados de la noche, teñidas de los fuegos nocturnos hasta en la fibra de nuestras uñas, levantaremos más alto nuestros brazos ilustres hacia la mar!
Nosotras requerimos nuevo favor para la renovación del drama y la grandeza del hombre sobre la piedra.

jueves, 2 de agosto de 2012

"Grandeza y miseria" vistas por Mesonero Romanos

Grandeza y miseria

«No son todas las leyes generales,
Que muchas excepciones hay en ellas
Ni las cosas del mundo son iguales».
L. DE ARGENSOLA.

Hallándome en Zaragoza durante mi primera juventud, contraje amistad íntima con el hijo del Marqués de..., joven amable, franco y bullicioso, como yo lo era también entonces, y como me pesa no serlo ahora; nuestras relaciones no eran de esas superficiales que las circunstancias o la casualidad suelen combinar; antes bien tenían el carácter de una verdadera amistad; así que, viviendo juntos, y no separándonos ni en aquellos ratos que dedicábamos al estudio (que eran los menos), ni en los que dábamos a la distracción y los placeres (que eran los más), llegamos a ser citados en la ciudad como modelo de amistosa fidelidad.

Ricardo (que así se llamaba el hijo del Marqués) unía a una bella figura la elegancia en el vestir, la destreza en la esgrima y en la danza, y la bizarría para dominar un alazán, con lo cual era tenido por el primer caballero de la ciudad; pero al mismo tiempo (preciso es confesarlo) los estudios de Ricardo se habían limitado a esto solo, y los maestros de filosofía, de ciencias y de idiomas no tenían los motivos de alabanza que los de equitación y de baile. En vano procuraba yo hacerle sentir lo equivocado de su conducta; la obligación en que su elevada cuna le ponía de adquirir una instrucción poco común; hablábale de la necesidad de corresponder a su noble apellido; los graves cargos y responsabilidades que algún día pesarían tal vez sobre sus hombros, y le ponía delante la consideración de que tanto mayor es el yerro cuanto mayor es el que yerra. Todo esto lo escuchaba con la bondad natural de su carácter; pero la adulación llegaba muy pronto a destruir mi obra, y no faltaban labios fementidos que le hacían creer que el estudio no era ocupación digna de un caballero, y si sólo de aquellos que lo necesitan para elevarse; que supuesto que él era ya marqués y poderoso, de nada más necesitaba; que se dejase de cálculos y de vigilias, y sólo se ejercitase en aquellos juegos propios del valor ó de la destreza, que tan bien sientan en las personas bien nacidas; con lo cual y la aprobación de unos ojos negros, seducían al pobre Marqués en términos, que hube de dejar a que el tiempo obrase lo que yo no podía.

Desde entonces su casa fue la mansión de la disipación y de los placeres; los festines, las músicas, las partidas de caza se reproducían sin cesar; las damas más bellas de Zaragoza se disputaban los favores del señorito; los jóvenes imitaban sus modales y vestido; las modas de París y de Londres, los coches de Bruselas, los caballos normandos, todo le era presentado por diestros corredores, que hallaban el secreto de cuadruplicar su valor; y sin haber salido de Zaragoza, afectaba ya los usos de un fashionable de Londres, y hablaba mal de nuestras cosas, con lo cual, y fiándose de mercaderes extranjeros, muy pronto se vio asaltado de acreedores y chalanes.

La suerte me separó por entonces de mi amigo, y durante mi larga ausencia recibí algunas cartas suyas en que manifestaba sus ahogos y compromisos, que llegaron al extremo; pero la muerte de su padre vino a poner término a ellos, y el nuevo Marqués, al noticiámela, al mismo tiempo que su casamiento con una señora de su misma clase, me manifestaba que había variado de vida, arreglado sus negocios y establecido un plan conveniente para lo sucesivo. Poco después me escribió su marcha a la corte, adonde le llamaban sus deseos hacía muchos años, y desde entonces nada volví a saber de él
hasta que habiendo yo venido a Madrid, le visité como un amigo antiguo; pero ya no encontré aquel Ricardo compañero de mis primeros años, sino al Marqués de..., uno de los hombres más visibles de la corte, y cuyo tren y magnificencia oía ponderar por todas partes. Recibiome con atención, pero sin cordialidad; me enseñó con una distracción afectada su palacio, sus elegantes adornos, su jardín, sus caballos y carrozas, y aun me presentó a la Marquesa como un amigo de su niñez ; pero en todos sus modales noté una reserva, una pretensión que me obligó a mantenerme a cierta distancia, sin que ni él ni yo pareciéramos acordarnos de nuestra antigua familiaridad.

Sentilo ciertamente, aunque no tanto como si le hubiera necesitado; pero me propuse no volver a visitarle, y en este estado se corrieron algunos años, hasta que días pasados, atravesando la calle de Alcalá, me oí llamar desde un coche y conocí al Marqués, mi antiguo camarada; no dejó de sorprenderme esta demostración, pero aún más me sorprendieron sus instancias para que al siguiente día le acompañase a almorzar, por tener, según dijo que consultar conmigo cosas y del mayor interés; y sin dejarme acción para producir mis excusas, me hizo darle palabra terminante.

Llegado el momento, me encaminé a la casa del Marqués, preparando de antemano mi amor propio contra todo evento. Entré en el portalón, y a fuer del precepto de «Nadie pase sin hablar al portero» , escrito en enormes caracteres sobre la pequeña casilla de éste, me dirigí a él para darle mi nombre; pero fue en vano, porque el buen inválido prosiguió en su ocupación, que era enseñar el ejercicio a un perro de aguas; bien es la verdad que con la mano me enseñó gravemente la escalera. Pero el diablo y mi poca memoria hizo que entrase por la primera puerta que encontré, donde vi tres hombres alrededor de una mesa, que jugaban a los naipes, y sin alzar los ojos a mí ni informarse a quién buscaba, tiraron de una cuerda desde su asiento y abrieron una mampara que daba entrada a un salón cubierto de dobles filas de bufetes, todos ocupados por varios caballeros.

Disputaban a la sazón fuertemente sobre si eran ocho o nueve mil duros, si se contaban desde tal o tal mes, y otras condiciones, con lo cual no dudé que se trataba de algún arrendamiento de las posesiones del Marqués; pero el nombre de una artista italiana que pronunciaron me hizo caer en la cuenta de que su conversación era cosa de interés público. No la interrumpieron por mi llegada, antes bien me hicieron participe de ella, hasta que habiéndose enterado de mi deseo de ver a S. E., y de la equivocación que me había hecho entrar en las oficinas, uno de ellos tuvo la bondad de acompañarme para ir a buscar otra escalera, lo cual hicimos atravesando unas cuantas salas, todas igualmente ocupadas que la anterior, y sobre cuyas puertas había varios rótulos, como Secretaría, Contaduría, Archivo, Tesorería , etc., etc.

Las ocupaciones de aquellos señores eran varias; cuál se adiestraba en hacer rúbricas y letras góticas; cuál leía la Gaceta con los codos sobre el bufete y meneando los labios; quién tomaba el sol cerca de la ventana; quién dormía en un sillón con las manos metidas en los bolsillos del pantalón; y luego entraron los porteros y traían sendas botellas y vasos acompañados de panecillos, con lo cual todos se apresuraron a tornar las once para cobrar nuevas fuerzas con que servir a S. E.

Compadecime del Marqués, a quien una antigua preocupación obligaba a mantener aquella cohorte, y subí a la habitación principal. No había nadie en ella; atravesé la segunda sala en la misma soledad; pero a la tercera me encontré con un grupo de lacayos que hiciéronme aguardar hasta que llegase el portero de estrados; pareció éste al cabo de un buen rato, con toda la autoridad de un conserje, y dudando de pasar a tal hora recado a S. E., díjele que era llamado; y entonces, sin dejar de mirarme de arriba abajo con una curiosidad desconfiada, envió a llamar a un ayuda de cámara, el cual me dirigió a otro, y éste a otro, que me hizo dar con el secretario particular, quien ya tenía antecedentes de mi visita.

Abriose, por fin, la mampara que ocultaba a S. E., y entrando en el gabinete, me encontré al Marqués, que acababa de dejar el lecho y se había recostado en el sofá por precaución para no fatigarse, mientras se entretenía en formar varias figuras con pedacitos de marfil pintados.

No bien me vio, tiró todas las fichas y corrió a abrazarme, en lo cual y en su expresión amable y sincera volví a reconocer a mi amigo Ricardo; los criados dispusieron el almuerzo, y al concluir de él, cogiome el Marqués del brazo y descendimos al jardín, donde empezó la conversación de esta manera:

   -Sin duda, amigo mío, que mi proceder te habrá parecido extraño, ya por la pasada indiferencia, ya por la cordialidad presente, y no dejo de confesar que en efecto lo es.

   -Ni yo debo ocultarte que me ha sorprendido tu llamada más que tu indiferencia, pues conozco muy bien que el ambiente de la grandeza no sienta bien con la franqueza de la amistad.

   -Sin embargo, yo no debí olvidar la nuestra; mas por desgracia no es el remordimiento que debía inspirarme mi proceder contigo lo que me hace recurrir a tu amistad; es más bien un sentimiento de egoísmo.

   -¿Cómo?

   -Sí, amigo mío, necesito de ti.

   -¿De mí? ¿y en qué puedo yo servir al poderoso Marqués de...

   -¡Poderoso!... ¡ay!... no lo soy; pero aunque lo fuera, siempre me serían oportunos los consejos de un amigo verdadero: juzga tú cuánto más necesarios me serán en la desgracia.

   -Habla, mi querido Marqués; si mi amistad puede aliviarte en algo, desahógate con tu mejor amigo.

Un momento de silencio y un estrecho abrazo del Marqués interrumpieron por algunos instantes nuestro diálogo.

   -Ya te acordarás (continuó) de que a poco tiempo de tu salida de Zaragoza heredé por muerte de mi padre los títulos y rentas de mi casa, con lo cual y mi casamiento traté de mudar enteramente la conducta que hasta allí había seguido. Empecé, pues, por arreglar mis negocios, y yo mismo me asombré de los inmensos sacrificios que mi pasada disipación me ocasionaba; pero dueño de una fortuna cuya renta anual se eleva a dos millones de reales, me costó poco trabajo el cubrir aquéllos, y aún me lisonjeé de comprar con ellos mi escarmiento. Mas mi venida a Madrid, con objeto de entrar en Palacio, llegó a reproducir mis ideas favoritas de ostentación y a lanzarme de nuevo en el gran mundo: mis rentas al principio bastaban a todo, y aún me parecía imposible que el capricho me hiciera inventar medios bastantes a consumirlas; pero ¡ay de mí! ¡cómo me engañé!... ¿Querrás creerlo, mi buen amigo? Tú ves mi casa, mi tren y mis criados; oyes, sin duda, hablar de mis funciones y mis festines; considérasme el mortal más feliz de la tierra; crees que la abundancia reina en torno de mí: sí, amigo mío, reina, pero es para los que me rodean; el más miserable de mis colonos es más feliz y más poderoso que yo.

   -Creo haberlo adivinado.

   -¿Ves esa legión de criados que pueblan mi casa y mis dependencias? pues de nada me sirven, mientras que mis rentas les sirven a ellos para gozar una vida regalada. ¿Miras ese secretario que me manifiesta tanto interés y afección? Pues ese publica mis debilidades, desacredita mi conducta, y me impide con sus consejos caminar al arreglo de mi casa. ¿Ese mayordomo tan fiel, tan desinteresado, que a una ligera insinuación mía corro a buscarme fondos con que satisfacer mis invencibles caprichos? Pues ése me presta a un interés enorme los productos de mis posesiones. ¿Esos administradores avaros, que hacen que los tristes colonos maldigan mi nombre, bajo el cual se ven acosados sin piedad? Pues ésos son otros tantos señores, con quienes yo mismo tengo que transigir para cobrar lo que quieren pagarme. ¿Esos ayudas de cámara que se inclinan a mi paso con el más profundo respeto? Pues míralos un momento después, veraslos vestidos con mis ropas, parodiando mis acciones, exagerando mis vicios y haciéndome el juguete de sus malas lenguas: por último, mis haciendas, mis rentas, mis casas, mis salones, mis graneros, mi cocina, mis cuadras, todo es presa de esas plantas parásitas, que se alimentan de lo que es mío, sin que pueda yo evitarlo, por no chocar con la costumbre y aun con las ideas que recibí en la educación.

   -Pero al menos (le repliqué yo) tienes el consuelo de que tu casa sea citada como el modelo de la buena sociedad, y que todo el mundo te envidie y ensalce tu ostentación.

   -¿Y qué me sirve este concepto equivocado? Esa turba de aduladores y de egoístas que me aplauden, ¿me ofrece acaso un amigo sincero y desinteresado con quien desahogar mi corazón? Mi esposa misma y mis hijos, alejados de mí por la etiqueta y el buen tono, ¿me brindan, por ventura, las caricias y la afección que encuentra en los suyos hasta el más infeliz artesano? Mis enormes rentas ¿me permiten disponer a cualquier hora de una cantidad, por mínima que sea? ¿No he vendido ya mis fincas libres, gravando enormemente las vinculadas, acudido a los usureros, que primero me prestaban sobre mi palabra, luego sobre mi firma, después sobre alhajas y posesiones, y a falta de éstas han llegado a no prestarme por nada? Los criados me piden sus sueldos; mi mujer, su dote; mis hijos, su fortuna, y la memoria de mis abuelos, el lustre de su nombre. ¡Qué hacer, mi querido amigo, en tal ahogo, ni cómo remediar tamaños males!

   -Con la filosofía y la virtud, mi querido Marqués. Tú hubieras evitado tal abismo si, siguiendo mis consejos, hubieras cultivado tu buen carácter en la educación, y dado a tus inclinaciones el giro conveniente: el ocio, causa de todos tus desastres, te hubiera parecido insoportable, y para evitarle hubieras buscado mil recursos, que tu fortuna te permitía: los viajes útiles, las empresas nobles, el deseo de verdadera gloria, que en otros países, y en nuestra misma España, ostentan varios de tu ilustre clase, no desdeñándose de proteger la industria, cultivar las artes y las letras, o brillar en el campo del honor. Pero quisiste más bien formarte para la holganza, y te rodeaste de holgazanes; quisiste servirte de ellos, y ellos se han servido de ti; pensaste no necesitar de nadie y no reflexionabas que un hombre inútil necesita de todo el mundo.

   Pero, en fin, mi querido Ricardo, todavía estás a tiempo; por fortuna tu corazón ha sufrido sin dañarse tamaño combate; pero tu debilidad no te permite permanecer en el puesto para sufrir nuevas asechanzas. Huye, pues, de este centro de corrupción y de placeres; huye, y en tu apacible quinta en orillas del Ebro, lejos de la disipación y del bullicio, encontrarás la paz del alma, que sólo puede proporcionar una conciencia tranquila. Tus rentas, bien administradas, sirvan, después de satisfacer tus empeños, a proteger al genio y al trabajo; tu casa, purgada de bajos aduladores, sea el asilo de la franqueza y de la honradez; tus hijos, educados bajo otros principios que tú, aprendan de tu boca las desgracias que el ocio proporciona; tu esposa, compañera de tu prosperidad, ayúdete a remediar tu desgracia, y tus súbditos, mirándote de cerca, lleguen a reconocerte y amarte... Huye, mi querido Ricardo; muéstrate hombre una vez.

Un nuevo abrazo, interrumpido por los sollozos del Marqués, puso fin a esta vehemente conversación...

Quince días después he recibido una carta de mi amigo, fecha en su quinta cerca de Zaragoza, y su contenido me proporciona el placer de pensar que no han sido inútiles mis consejos.
(Octubre de 1832)