‘Albor. El horizonte/ Entreabre sus pestañas/ Y empieza a ver. ¿Qué? Nombres./ Están sobre la pátina// De las cosas’. Atiéndase a la contradicción. Pátina no es aquí el barniz sobre el bronce, ni el tono sentado y suave que da el tiempo al óleo, aquí pátina es el carácter indefinible, innombrable, diría yo, que con el tiempo adquieren las cosas. Lo que es tanto como decir que los nombres, con los que intentamos aprehender la realidad, no la retienen. ‘La rosa/ Se llama todavía/ Hoy rosa’. Todavía hoy, pero mañana la rosa no tendrá rosa por nombre, ni la rosa significará lo que hoy. Porque en fin, mucha belleza, pero ‘la memoria/ De su tránsito’ es la prisa, la fugacidad. No hay memoria posible en la certeza.
Así que, en implicancia con respecto a algún comentario anterior, Jorge no confía en los nombres, no cree en ellos, asume la inaprensibilidad de lo exterior. ‘¿Y las rosas? Pestañas/ Cerradas: horizonte/ Final. ¿Acaso nada?’ Claro: ‘Prisa de vivir más./ A largo amor nos alce/ Esa pujanza agraz/ Del Instante, tan ágil// Que en llegando a su meta/ Corre a imponer Después./ Alerta, alerta, alerta,/ Yo seré, yo seré’. Todo tan fugaz, pujanza agraz, insatisfecha, inconclusa, del instante precipitado, que sin realizar las cosas les impone el cambio inmediato. (‘Que en llegando a su meta/ Corre a imponer Después.’) ‘Alerta, alerta, alerta, / Yo seré, yo seré.’ Cambio somos, ninguna relidad es fija.
En fin, largo amor alcancemos entre tanta insatisfacción: qué voluntad placentera de cántico. Pues, a pesar de tanta palabra vacía, ‘nos quedan los nombres’, las palabras, guárdemoslas, amémoslas, ‘que el puro resplandor serena el viento’. (Recordando las citas de Manrique y Garcilaso que abren el libro.)
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