lunes, 26 de septiembre de 2011

'Palabras mortales', de Elvira Daudet

PALABRAS MORTALES

Todo estaba ordenado, recién hecho: la luz imprevisible, cegadora,
arrinconando sombras y tinieblas, desvelando las formas vírgenes de la tierra,
los astros cabalgando sobre la piel del cielo en callada armonía,
la cintura de espumas que separa los mares de la tierra,
el rocío cubriendo las praderas cual un velo de novia,
los peces arañando como dientes de plata el corazón del río,
los pájaros fugaces, capricho de cristal palpitante, tembloroso.
Todo era hermoso, pródigo e inútil, decorado vacío, y Dios se sintió solo.
A su imagen, que el río dibujaba, creó al hombre: un amante sin dudas,
con quien gozar aquellas belleza innumerabñe. Pero Adán, pese al amor divino,
se aburría; tenía una tristeza clandestina. Y Dios vio a Eva en su melancolía.

Éste era el escenario de la dicha y sus protagonistas, desnudos e inocentes,
descubriéndose a tientas y sin prisa bajo el ojo circunflejo del cíclope voyeur.
Entonces llegó ella, la serpiente hermosa y enigmática, silbando en sus oídos
palabras nunca dichas: beso, piel, sexo, amor. Mariposa saliendo de la boca.
Pudo llamarse libertad, o vida donde la luz se vierte tumultuosa,
pero Dios decidió que fuera muerte. Así nació Caín el fraticida,
huésped inesperado en la tragedia, marcado por el hierro candente de la culpa.

Posiblemente ya, en ese tiempo elástico y eterno que le es propio,
se mezclaban en la mente febril del Creador elpasado, el presente y el futuro
-¿qué ventana podría ser abierta a la unidad del tiempo sino la del Supremo?-,
confundiendo lo tierno y lo sangriento, iluminando rosas, dinosaurios,
primates decorando la caverna, la aurora virginal y la ciénaga
poblada de caimanes: camellos, proxenetas, profetas asesinos,
traficantes de órganos y de armas, ángeles de retablo bañándose en el lodo.
Legiones de guerreros destructores, con el hacha, la espada o los cañones
de la que fue llamada la "Gran guerra", antes de conocer la perfección atómica
que reventó Hiroshima y Nagasaki en sucesivas y perversas flores,
como un final de fiesta insuperable -tan pulcro y eficaz como las cámaras de gas
de Auswitchz y Matthausen-. Luego, la paz.
Atrás quedaron tumbas, inválidos, escombros; la lluvia enterró la memoria
bajo el barro, y no del barro cual Adán, sino de carne estremecida de mujer,
nacieron nuevos hombres, para ser ofrecidos a los dientes
de la devoradora maquinaria.
Prosiguieron los crímenes atroces: el NAPALM en Vietnam, abriendo ojos
horrendos en la delicadeza de los cuerpos; la sangría de América la dulce,
su corazón -cobre, esmeralda y oro-, fue pasto de voraces alimañas;
el exterminio de África, útero protector del primer hombre, belleza que agoniza,
despeinada, en la arena -¡ay de su negra trenza tejida con diamantes y jazmines!-.

Cabalgan los diablos victorioso sobre alados corceles impacientes: el hambre
-arma blanda de probada eficacia- que asesina seis niños por segundo; el Sida
-obscena peste de laboratorio-, virus mortal que anida en los cuerpos amantes,
en sus hijos, en todos los que sobran; las guerras programadas en la mesa
de quienes atesoran los bienes de la tierra. Y crecen sin descanso, como niños,
los muertos, números de tiza que se elevan, atónitos, sobre la gran pizarra de la noche,
hasta formar una gran cordillera, una constelación de estrellas apagadas
que desgarra la piel azul del cielo con el vidrio tenaz de sus pupilas.
Ojos desorbitados, cuyo terror no ha borrado la muerte,
testigos mudos del mayor fracaso.

Muertos por todas partes, lloviendo com piedras y ceniza, en Gaza, Nueva York,
Bagdad, Madrid, en mezquitas, rascacielos, trenes,plazas, escuelas.
Pavoroso espectáculo de sangre, todo en el mismo plano de una cinta continua,
que Dios omnipotente contemplaba y que creaba sólo con pensarlo.

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