lunes, 3 de octubre de 2011

'Peces muertos', de Elvira Daudet

PECES MUERTOS

Mis hijos, los amigos, la gente que me ama
se duelen con mis versos, me acusan de aferrarme
al lado oscuro del tiempo en que encallé.
Les da miedo mirarme como soy, abortada
ternura, rosa seca y amarga.
"La poesía es luz, deslumbramiento",
dicen desalentados.
Para no hacerles daño intento coregirme.
Me he propuesto este año no viajar en el metro
ni mirar a los ojos de los hombres
para no descubrirles los fibromas,
ni leer los periódicos escritos
con la sangre reciente de los muertos.

También debo ignorar, a toda costa,
los crímenes atroces urdidos por los saurios
en su grandes despachos,
y la muerte, más dulce que la vida,
destinada a los niños iraquíes
"para salvarlos de sus sufrimientos".
¿Qué importan los cadáveres pequeños
y baratos de una guerra lejana?
Un río de petróleo, obsceno reptil negro,
engullirá enseguida sus despojos.

Tiene razón la gente que me ama,
morirse de dolor con cada muerto
-¡con todos los que mueren a diario!-,
es ejercicio estéril que no aprovecha a nadie;
la belleza es el único oficio del poeta.
Debo aplicarme a lo extraordinario:
a cantar la indolente frescura de las rosas,
el ala de la estrella que acaricia los ojos
desde la lejanía de un cielo indiferente
pero hermoso, o la carne de coco
con que engaña la luna a los enamorados.
Convocar, en el sucio invierno urbano,
el milagro de luz del mes de abril
y su emjambre de azules de vidriera.

Disciplinadamente, sobre la peil del agua,
escribo signos rojos, azules, amarillos,
palabras luminosas de esperanza,
que se van transformando en peces muertos.

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