viernes, 27 de enero de 2012

'Al pie de la letra', poemario de Rosario Castellanos, al completo

La enemistad, que preside todas nuestras relaciones, no nos impedirá amar.
SAINT-JOHN PERSE


AL PIE DE LA LETRA

Desde hace años, lectura,
tu lento arado se hunde en mis entrañas,
remueve la escondida fertilidad, penetra
hasta donde lo oscuro -esto es lo oscuro: roca-
rechaza los metales con un chispazo lívido.

Plantel de la palabra me volviste.
No sabe la semilla de qué mano ha caído.
Allá donde se pudre
nada recuerda y no presiente nada.

La humedad germinal se escribe, sin embargo,
en la celeste página de las constelaciones.
Pero el que nace ignora, pues nacer es difícil
y no es ciencia, es dolor, la vida a los vivientes.

Lo que soñó la tierra
es visible en el árbol.
La armazón bien trabada del tronco, la hermosura
sostenida en la rama
y el rumor del espíritu en libertad: la hoja.

He aquí la obra, el libro.

Duerma mi día último a su sombra.

CRÓNICA FINAL

I

Lo dijimos entonces.
Cuando los años de la cobardía,
cuando toda la tierra hedió de las entrañas
podridas del augur y enormes animales
mugieron en los páramos nocturnos.

Lo dijimos entonces. Cuando quedamos huérfanos
y la mentira se hizo madrastra nuestra y fue
dispensadora del pan amargo, escanciadora del agrio vino,
dueña, en fin, de la celda y de la triste lámpara.

Como la enfermedad
tiñe de su color al ictérico, así
la mentira sudaba en nuestros poros.
Vendimos la memoria y por befa trocamos
la alegría, por sarcasmo la esperanza.

Fraude era la palabra en nuestra boca.

II

Dijimos soledad entonces. Lo que dice
la rama cuando cae desgajada,
lo que dicen las tapias cuando se vuelven sordas.

Y mentimos. No era soledad. Era miedo
y, locos ya, girábamos dentro de la prisión
como la rata que oye
primero que el marino los ruidos del naufragio.

III

No estábamos aparte. Parentesco
estableció entre todos la desgracia,
y la cautividad
une más que la leche y que la sangre.

Criaturas padecían a nuestro alrededor
y volvían, suplicantes, la mirada a nosotros
desde su desamparo.
¿Qué les dimos? ¿La voz que no tenían,
los ojos que faltaban a sus lágrimas,
un corazón que fuera la casa de su angustia?
No, sino la respuesta de Caín,
la espalda del que niega, del que huye.

IV

¿Es lícito que el árbol
diga que no al invierno?
¿Puede acaso romper
su órbita la estrella tributaria?
Y nosotros, menores todavía,
quisimos traicionar nuestro destino,
convertirnos en perros del festín,
en fimbria de la capa
que va lamiendo el paso de los reyes.
O en el arma que empuña el poderoso.

V

He aquí que llegamos
a los días de la consumación.
En las manos del viento
la antorcha del placer flameó hasta extinguirse
y sus pies pisotearon la corona del triunfo,
y arrancó su violencia
a los rostros la máscara de la desigualdad:
sólo víctimas yacen bajo de los escombros.

Un gran demonio mudo anudó en nuestra lengua
el nudo del silencio.

Nuestra historia la escribe
reptando entre cenizas la serpiente.

IMAGEN

I

Mundo como la ola, frecuente, repentino
en sus apariciones;
centelleante como ella,
como ella coronado de lo perecedero.

II

La ola que levanta
con ademán de capitán invicto
cien y mil y mil veces el escudo
vencedor del que ama y aun del que contempla.

El que contempla, ése soy yo: el ímpetu
detenido en la orilla como el pájaro
de los acantilados.
Garra sobre la roca
y nada más. La órbita del ojo.
El puro alrededor de la mirada.

III

El que contempla, pájaro de las emigraciones.

Porque la ola exhala
una densa humareda de exterminio.

Alzo el vuelo. Allá voy. Y llevo entre los párpados
una imagen que tiembla
en su hermosura como en una lágrima.

APORÍA DEL BAILARÍN

A Rodolfo Reyes Cortés

Agilísimo héroe:
tu cerviz no conoce este yugo de buey
con que la gravedad unce a los cuerpos.
En ti, exento, nacen,
surgen alas posibles.

Narciso adolescente.
La juventud se ha derramado en ti
cual generoso aceite
y te unge los muslos
y abrillanta el volumen de tu torso.

¿Qué buscas más allá
del movimiento puro y calculado,
del frenesí que agita el tirso de los números?
¿Qué convulsión orgiástica se enmascara en el orden?

Velocidad y ritmo
son deleitoso tránsito y no anhelado término.
Elevas la actitud,
el gesto, el ademán,
hasta el más alto punto de la congelación.

Y la danza se cumple en el reposo.

Pues el oculto nombre
de la deidad que sirves, oh bailarín, es éste:
voluntad estatuaria.

EPITAFIO DEL HIPÓCRITA

Quería y no quería.
Quería con su piel y con sus uñas,
con lo que cambia y cae; negaba con sus vísceras,
con lo que de sus vísceras no era aserrín, con todo
lo que latía y sangraba en sus entrañas.

Quería ser él y el otro.
Siamés partido a la mitad, buscaba
la columna de hueso para asirse, colgar
su cartilaginosa consistencia de hiedra.
Mesón desocupado,
actor, daba hospedaje al agonista.
Gesticulaba viendo su sombra en las paredes,
deglutía palabras sin sabor, eructaba
resonando en su vasta oquedad de tambor.

Ensayaba ademanes
-heroico, noble, prócer-
para que al desbordarse la lava del elogio
lo cubriera cuajando después en una estatua.

No a solas ¡nunca a solas!
dijo el brindis final,
alzó la copa amarga de cicuta.

(Mas no bebió su muerte sino la del espejo.)

DIÁLOGO DEL SABIO Y SU DISCÍPULO

-Cuando decimos "yo"
nos atamos al cuello una vocal redonda,
una cuerda de ahorcar; nos taladramos
la nariz con un aro como el que rige al buey;
nos ceñimos grillete de prisionero.

Círculo de exclusión, rómpelo, sáltalo.

Tus ojos son poliédricos como los de la avispa.
Cuando lo miras tú se quiebra el mundo.

Pero los cielos narran lo que saben:
"El tiempo no es la tenia que añade día a los días.
Su transcurrir continuo, su historia, es la de un río".
Y los del coro cantan:
"Aquí y allá; los cuatro
puntos; las dieciséis atmósferas; los siete
mares, los veinte climas,
lo numerable, en fin, es uno y único".

No estás solo y aparte.
Tú le dueles a Dios; el universo
se hace pequeño en ti; se hace ciego, borracho.
Y loco.

Algo te roban si una estrella cae.

Tu furia tiene hocico de tigre, tu memoria
cabeza de elefante y tu curiosidad
pescuezo de jirafa.
¿Dónde, para apuntar la flecha, está tu centro?
¿En quién te va a matar la muerte?
-En los que amo.

PIEDRA

La piedra no se mueve.
En su lugar exacto
permanece.
Su fealdad está allí, en medio del camino,
donde todos tropiecen
y es, como el corazón que no se entrega,
volumen de la muerte.

Sólo el que ve se goza con el orden
que la piedra sostiene.
Sólo en el ojo puro del que ve
su ser se justifica y resplandece.
Sólo la boca del que ve la alaba.

Ella no entiende nada. Y obedece.

DOS MEDITACIONES

I

Considera, alma mía, esta textura
áspera al tacto, a la que llaman vida.
Repara en tantos hilos tan sabiamente unidos
y en el color, sombrío pero noble,
firme, y donde ha esparcido su resplandor el rojo.

Piensa en la tejedora; en su paciencia
para recomenzar
una tarea inacabada.

Y odia después, si puedes.

II

Hombrecito, ¿qué quieres hacer con tu cabeza?
¿Atar al mundo, al loco, loco y furioso mundo?
¿Castrar al potro Dios?

Pero dios rompe el freno y continúa engendrando
magníficas criaturas,
seres salvajes cuyos alaridos
rompen esta campana de cristal.

LINAJE

Hay cierta raza de hombres
(ahora ya conozco a mis hermanos)
que llevan en el pecho como un agua desnuda
temblando.
Que tienen manos torpes
y todo se les quiebra entre las manos;
que no quieren mirar para no herir
y levantan sus actos
como una estatua de ángel amoroso
y repentinamente degollado.

Raza de la ternura funesta, de Abel
resucitado.

EL OTRO

¿Por qué decir nombres de dioses, astros,
espumas de un océano invisible,
polen de los jardines más remotos?
Si nos duele la vida, si cada día llega
desgarrando la entraña, si cada noche cae
convulsa, asesinada.
Si nos duele el dolor en alguien, en un hombre
al que no conocemos, pero está
presente a todas horas y es la víctima
y el enemigo y el amor y todo
lo que nos falta para ser enteros.
Nunca digas que es tuya la tiniebla,
no te bebas de un sorbo la alegría.
Mira a tu alrededor: hay otro, siempre hay otro.
Lo que él respira es lo que a ti te asfixia,
lo que come es tu hambre.
Muere con la mitad más pura de tu muerte.

FALSA ELEGÍA

Compartimos solo un desastre lento.
Me veo morir en ti, en otro, en todo,
y todavía bostezo o me distraigo
como ante el espectáculo aburrido.

Se destejen los días,
las noches se consumen antes de darnos cuenta;
así nos acabamos.

Nada es. Nada está
entre el alzarse y el caer del párpado.

Pero si alguno va a nacer (su anuncio,
la posibilidad de su inminencia
y su peso de sílaba en el aire),
trastrna lo existente,
puede más que lo real
y desaloja el cuerpo de los vivos.

LA VELADA DEL SAPO

Sentadito en la sombra
-solemne con tu bocio exoftálmico; cruel
(en apariencia, al menos, debido a la hinchazón
de los parpados); frío,
frío de repulsiva sangre fría.

Sentadito en la sombra miras arder la lámpara.

En torno de la luz hablamos y quizá
uno dice tu nombre.

(Es septiembre. Ha llovido.)

Como por el resorte de la sorpresa, saltas
y aquí estás ya, en medio de la conversación,
en el centro del grito.

¡Con qué miedo sentimos palpitar
el corazón desnudo
de la noche en el campo!

CIUDAD BAJO EL RELÁMPAGO

A medianoche corre su caballo
(Jobel, zacatonal, valle para el galope).
Buen jinete, el espanto
espolea -hasta el relincho- la bestia ante la casa
donde yace dormida la memoria.

Hora de recordar lo smuertos. Ven,
busca tu hijo, soltera.
Viudo, tienta la almohada aún tibia. Y tú, asesino,
remeda el estertor violento de tu hermano.

Zigzaguea en el cielo un resplandor de espada.
A esta lívida luz
¡qué honda es la cicatriz del ceño trágico!

NOCTURNO

Me tendí, como el llano, para que aullara el viento.
Y fui una noche entera
ámbito de su furia y su lamento.

Ah, ¿quién conoce esclavitud igual
ni más terrible dueño?

En mi aridez, aquí, llevo la marca
de su pie sin regreso.

NOSTALGIA

Ahora estoy de regreso.
Llevé lo que la ola, para romperse, lleva
-sal, espuma y estruendo-,
y toqué con mis manos una criatura viva:
el silencio.

Heme aquí suspirando
como el que ama y se acuerda y está lejos.

MONÓLOGO DE LA EXTRANJERA

Vine de lejos. Olvidé mi patria.
Ya no entiendo el idioma
que allá usan de moneda o de herramienta.
Alcancé la mudez mineral de la estatua.
Pues la pereza y el desprecio y algo
que no sé discernir me han defendido
de este lenguaje, de este terciopelo
pesado, recamado de joyas, con que el pueblo
donde vivo recubre sus harapos.

Esta tierra, lo  mismo que la otra de mi infancia,
tiene aún en su rostro,
marcada a fuego y a injusticia y crimen,
su cicatriz de esclava.
Ay, de niña dormía bajo el arrullo ronco
de una paloma negra: una raza vencida.
Me escondía entre las sábanas
porque un gran animal
acechaba en la sombra, hambriento, y sin embargo
con la paciencia dura de la piedra.
Junto a él ¿qué es el mar o la desgracia?
o el rayo del amor
o la alegría que nos aniquila?
Quiero decir, entonces,
que me fue necesario crecer pronto
(antes de que el terror me devorase)
y partir y poner la mano firme
sobre el timón y gobernar la vida.

Demasiado temprano
escupí en los lugares
que la plebe consagra para la reverencia.
Y entre la mutitud yo era como el perro
que ofende con su sarna y su forncación
y su ladrido inoportuno, en medio
del rito y la importante ceremonia.

Y bien. La juventud,
aunque grave, no fue mortal del todo.
Convalecí. Sané. Con pulso hábil
aprendí a sopesar el éxito, el prestigio,
el honor, la riqueza.
Tuve lo que el mediocre envidia, lo que los
triunfadores disputan y uno solo arrebata.
Lo tuve y fue como comer espuma,
como pasar la mano sobre el lomo del viento.

El orgullo supremo es la suprema
renunciación. No quise
ser el astro difunto
que absorbe luz prestada para vivificarse.
Sin nombre, sin recuerdos,
con una desnudez espectral, giro
en una breve órbita doméstica.

Pero aún así fermento
en la imaginación espesa de los otros.

Mi presencia ha traído
hasta esta soñolienta ciudad de tierra adentro
un aliento salino de aventura.

Mirándome, los hombres recuerdan que el destino
es el gran huracán que parte ramas
y abate firmes árboles
y establece ensu imperio
-sobre la mezquindad de lo humano- la ley
despiadada del cosmos.

Me olfatean desde lejos las mujeres y sueñan
lo que las bestias de labor sí huelen
la ráfaga brutal de la tormenta.
Cumplo también, delante del anciano,
un oficio pasivo:
el de suscitadora de leyendas.

Y cuando, a medianoche,
abro de par en par las ventanas, es para
que el desvelado, el que medita a muerte,
y el que padece el hecho de sus remordimientos
y hasta el adolescente
(bajo de cuya sien arde la almohada)
interroguen lo oscuro en mi persona.

Basta. He callado más de lo que he dicho.
Tostó mi mano el sol de las alturas
y en el dedo que dicen aquí "del corazón"
tengo un anillo de oro con un sello grabado.

El anillo que sirve
para identificar a los cadáveres.

UNA PALABRA PARA EL HEREDERO

Heme aquí, el heredero con su haber: apellido
que empurpuró la fama
y una mansión en ruinas.

Aquí la planta del jardín, que antaño
era lujo y adorno,
hoy medra devorando lo construido.

¡Ah, me asfixio entre muros!

¡Dejad sus reinos a la lagartija
y a la araña el rincón en donde teje
el sudario para mi antepasado!
¡Al pozo los fantasmas! Y para el aire (el aire
en el que se difunden un aroma y un eco
que niguno exhaló y nadie reconoce)
¡condenad las ventanas y las puertas,
cerrad con triple llave los candados!

Pues ¿quién soy yo, paseante de una ciudad que duerme?

A ratos me detengo
reclinado en el tronco del monólogo.

Soy menos que mi nombre:
mi voluntad ya no es heraldo de mi sangre.
Hago lo que no hicieron los que vivían: sueño.

A veces rememoro y se encabrita en mí
el potro del heroísmo y la rapacidad,
el ulular del rapto.

Y las figuras cruzan
con esa libertad magnífica y triunfante
de los hechos pretéritos.

No, no escuchéis mi pulso. Su latido es tan débil
como el del grillo oculto en la hojarasca.

¿Qué riendas podría asir mi puño? ¿Qué ambición
no pierde lozanía si soy quien la sustenta?

Ay, me hice bachiller en minuciosidades.
He aprendido la ciencia de lo furtivo y
de lo que se agazapa.
Ciencia del usurero y del cobarde.

Ved mi botín después de la pelea:
no es más que una perdiz de torpe vuelo.

¿Quién me castró de mi posteridad?
¿Quién me puso esta giba monstruosa del pasado?

Quedaré donde estoy, como esos recipientes
a los que se obstruyó el desaguadero.

Se va empozando en mí, por centurias, el tiempo.

Se mueve y no transcurre. Se agita y permanece.

Su pura transparencia no se turba jamás
con la piedra violenta de los actos.

RELATO DEL AUGUR

I

Antes que amaneciera nos encontramos juntos.
Como quien sale de un sopor nos vimos
y a oscuras nos buscamos las caras y los nombres.
Y dijimos: hermanos seremos de una misma
memoria, de unos mismos trabajos y esperanzas.

El principio fue así. La niebla, último aliento
de la noche, jugaba a enloquecernos.
Nos mostraba figuras de monstruos, nos hacía
tropezar siempre con la misma piedra
y partir y volver, después de mucho andar,
al sitio del que habíamos partido.

Fueron estos los años de peregrinación
y uno fue dicho "el del jadear penoso"
y otro "el del sobresalto" y "el del rastro falaz".

El muerto se moría y su muerte nos era
afrenta, deserción, pacto incumplido
y juramento roto.

Lo abandonábamos a la intemperie,
al buitre, al que devora carroña, al exterminio.

Pues aun este misterio no nos era sagrado.

Íbamos en manada como los animales;
nuestros caciques eran Hambre y Miedo
y el freno que tascábamos se llamaba Peligro.

Pero alguno sentía ya dentro de su entraña
el espasmo del dios,
la quemadura de la profecía.
Al fin prevaleció sobre sus adversarios.
Pasamos a ser hombres que llevan a su espalda
un cargamento, un peso, un ídolo, un destino.

A veces nos hablaba la ceniza,
nos hacía señales el viento, nos dictaba
mandatos la hojarasca.
Y muy pronto quisimos saber más,
hurgar la voluntad a la que obedecíamos,
arrancar su secreto a la mudez del mundo.
Así fue como abrimos corazones,
como despedazamos materias, como hicimos
de toda cosa augurio, y del destazador,
del cuchillo, su intérprete.

Empezamos entonces a atesorar palabras.
El sabidor, el dueño, llegó a ser poderoso.
Estaba aparte, solo. Un día ya no quiso
continuar por su pie. Y otros, los hombrecillos
que no entienden y tiemblan,
se pusieron las andas sobre el hombro.

De tal modo, la marcha
se hizo lenta y difícil para muchos.

Rendidos de fatiga
dormíamos oyendo murmullos: bestezuelas
que palpitan y medran en la sombra;
cuchicheos de mujeres, suspiros sofocados,
el llanto del que nace
y el gemido angustioso del que sueña.

Alguno, antes que nadie
escrutó la tiniebla.
Miró hacia el firmamento nocturno (para ti,
para mí -desatentos-,
imagen de mazorca desgranada)
y halló la ley y el número.

¿Quién de los caminantes
dijo: hasta aquí llegamos?
¿La preñada de huella doble? ¿El cojo?
¿El anciano reumático? ¿El hombre que medita?

¿O el pájaro que iba delante de nosotros?

Pero la tribu unánime
se detuvo y hundió
su cayado, con fuerza de raíz, en la tierra.

Sobrevino la hora
del constructor y de los fundadores.

Cada uno, como el árbol,
era él y el contorno que amparaba su sombra.
Y por primera vez sembramos nuestros muertos.

II

He aquí la heredad: el valle, el valle.
Cerros donde los dioses se quebraron las manos,
lava de las catástrofes antiguas.
La luz húmeda, siempre recién manada; el breve
espejo y el relámpago del agua.
Y sobre la extensión del aletazo
del águila y el pico
curvo y la uña rapaz.

III


Merodeamos en los alrededores
del pueblo establecido y las ciudades prósperas.

Comimos alimañas,
hojas inmundas,
moscos.

Acechador, ladrón, tal era nuestro mote.
(Y en silencio pulíamos la punta de la flecha.)

IV

Aguardamos el turno,
la hora de nutrir las potencias famélicas.

He aquí que el sol nos exigió tributo,
que la noche bramaba buscando su alimento.

Y fuimos laboriosos:
sacerdotes, artífices, guerreros.

¡Qué esfuerzo el de la piedra
cuando por su vagina transitaba
la arista ruda de la geometría!

¡Qué clamor el del tronco, cuando talado y hueco,
resonaba invocando a los divino!

En fiesta, en embriaguez, en frenesí,
dimos lo que teníamos: la riqueza y la sangre.

Y nos aproximamos
a la fija crueldad de la obsidiana
con el rostro cubierto por la piel
del enemigo muerto.

V

Lejos ondea el penacho
del capitán y hasta el confín de alarga
nuestro puño feroz y autoritario.

Las deidades descansan en nostros.
Mas ¿por qué este sabor caduco en nuestros cantos?
¿Por qué nuestros adornos se marchitan?
¿Por qué aun lo duradero nos predice
el fin de nuestro siglo?

Se multiplican voces:
del mar vendrá la tempestad. Del mar.

Ay, todo lo que vemos
tiene un temblor funesto de presagio.

¡Del mar vendrá la tempestad!¡Del mar!

No es mentira. No invento lo que digo.

Solo estoy recordando.

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