Habiendo recogido en Poesía Abierta uno de los artículos de Mariano
José de Larra, El Pobrecito Hablador, es cuestión de justicia dar cabida
en este mismo blog al que por unos meses se le anticipó en España en
este quehacer, Mesonero Romanos, El Curioso Parlante. Muy distintas las
intenciones de ambos, el pintoresquismo de Mesonero Romanos se nos hace
mucho más ameno, y su humor más vivo. Así que daremos aquí algunos de
sus ensayos de costumbres. Su extensión no nos cohíbe. Los extraigo de Obras jocosas y satíricas de El Curioso Parlante,
que en 2005 publica la Biblioteca Virtual Cervantes. (Qué maravilla,
para qué comprar libros con el portentoso fondo quetenemos ahí. Este
consejo, por supuesto, no es aplicable a πoetas (primera antología de poesía con matemáticas),
que no puede faltar en tu biblioteca.) Solo una cosa, de la que me
excuso por adelantado: el abuso de la bastardilla puede con mi paciencia
y me robaría demasiado tiempo el reproducirlas con fidelidad. En este
primer texto he tenido el detalle de poner comillas donde había cursiva,
pero en los próximos ni una cosa ni la otra, bastante será que suprima
espacios innecesarios (que los hay) y corrija la ortografía (que
también). Demasiadas líneas para andar con tantos cuidados. Disfruta del
panorama matritense que nos sirve Mesonero (no podía dejar de hacer un chascarrillo, así que mejor por partida doble).
Un viaje al sitio
«Comme on voit au printemps la diligente abeille
Qui du butin des fleurs va composer son miel,
Des sotisses du temps je compose mon fiel».
BOILEAU.
Muy
agradable es el viajar, pero lo es aun más el contar el viaje; mi
inclinación me llamaba a lo segundo; tuve que verificar lo primero. "El
viaje por mis faltriqueras", de cierto autor, el que hizo otro
"alrededor de su cuarto", y aún el de "un curioso por Madrid", me
parecieron estrecho límite y apocada resolución, si bien no me
determiné, como alguno, a viajar por todo el universo desde mi
escritorio. Quise, en fin, moverme en cuerpo y alma, y la primera duda
que me ocurrió fue el saber adónde iría.
Pareciome por
de pronto conveniente el dar vuelta al globo, para cerciorarme de que su
figura tiene más de oval que de esférica, y venir a dar a mis lectores
tan agradable nueva; pero la dificultad de hallar carruaje de retorno,
me disuadió de mi intento; después pensé en atravesar de parte a parte
el Imperio chino, para fijar decididamente las dimensiones de la gran
muralla; más tarde quise ir a buscar el paso entre América y Asia, con
el objeto de establecer allí un portazgo; por último, me decidí a
marchar a Aranjuez, y gracias a Dios y a mi constancia lo llevé a cabo y
estoy ya de vuelta. (Aquí el "Curioso Parlante" saluda con agrado a
toda la sociedad de "curiosos oyentes", y prosigue de esta manera su
narrativa.)
Prolijo sería mi discurso si hubiera de
darle principio contando por menor las dilaciones que hube de sufrir
para proporcionarme asiento en la diligencia; tampoco hablaré de las que
me ocasionó la saca del pasaporte y demás preparativos del viaje; antes
bien, dándolas todas por vencidas, me plantaré de un salto en el punto y
hora de partida.
El reloj de Nuestra Señora del Buen
Suceso sonaba majestuosamente las cinco y cuarto de la mañana, cuando yo
atravesaba precipitado la Puerta del Sol con dirección a la casa de
postas de donde sale la diligencia. Los viajeros y viajeras iban
reuniéndose, mostrando aún en sus semblantes la impresión de la
almohada, agradablemente interrumpida en algunos menos curiosos con tal
cual ligera pinta de chocolate en la parte más saliente de la nariz, o
al o un trozo de barba menos afeitado que el resto, efectos todos de la
premura del tiempo. Las maletas respectivas, las sombrereras y los sacos
de noche iban siendo, colocados en sus respectivos departamentos, los
mozos concluían de enganchar el tiro, y los briosos caballos
«Probaban sus herraduras
En las guijas del zaguán».
Las
portezuelas de las tres divisiones, berlina, interior y rotonda, se
abrieron en fin, y todos los interesados fuimos tomando posesión de
nuestros respectivos asientos; los adioses, los encargos se cruzaban en
todas direcciones, y al decir el mayoral: -«¿Hay más?» -suena el reloj
la media, ciérranse las puertas, silba el látigo, y rodando la inmensa
mole, sale del patio haciendo temblar el pavimento.
Mi
posición en aquel instante era la más lisonjera; hallábame en el
interior de un coche y en uno de sus ángulos; enfrente tenía a una joven
muy linda, y el otro rincón le ocupaba una señora como de treinta,
hermosa y elegante; el centro de ambas damas y del testero daba lugar a
un finchado caballerito, que después averiguamos ser esposo de la
primera; un señor de edad y un joven formaban conmigo el otro
triunvirato.
La frescura de la mañana, la perspectiva
del río, y la alabanza del establecimiento de diligencias, fueron los
objetos de las primeras palabras; pero bien pronto la conversación se
hizo más animada, más franca, y casi todos dejamos entrever los
lisonjeros proyectos que hervían en nuestras cabezas. Fue la primera en
tomar esta iniciativa la señora elegante, ostentando cierto aire de alta
sociedad y dando a sus palabras el giro más afectado. Los sucesos de
buen tono, las intrigas, las bodas, los rompimientos entre las personas
más marcadas, eran continuo pábulo a su discurso, y los nombres más
estupendos salían de su boca con cierta familiaridad consanguínea o
amical. Todos la saludamos en nuestro interior como duquesa, o por lo
menos condesa.
No así la otra dama, que ya fuese porque
la locuacidad de la primera no la dejaba meter baza en la conversación,
ya porque un exceso de penetración femenil la hiciese dudar de la alta
clase de nuestra amable parladora, la dirigía ciertas miradas
escudriñadoras "desde el alto copete al pie pulido"; escuchaba
cuidadosamente sus palabras, y de vez en cuando se descolgaba con tal
cual preguntilla capciosa, sin duda con el piadoso fin de pillarla en
algún renuncio; pero no la fue posible, porque la incógnita, firme en su
posición, la devolvía un diccionario de expresiones altisonantes, y una
floresta entera de anécdotas auténticas de todo lo más notable de
Madrid; por último, para hacer mayor nuestro asombro, empezó a hablarnos
de Londres y París con tales pelos y señales, que ya no pudimos menos
de convenir en que todo el mundo era suyo y que teníamos delante una de
las primeras notabilidades de la monarquía.
Nuestras
atenciones redoblaban a medida que ella se encumbraba, y muy luego vino a
ser la reina de la diligencia; negábala solamente el tributo de
admiración la otra dama, y para hacerla sentir más su indiferencia,
llevaba casi constantemente la cabeza fuera de la ventanilla: tanto
prolongó esta situación, y tanto me chocaba que nunca mirase al camino
que teníamos delante y sí al que dejábamos andado, que no pude menos de
asomar yo también la cabeza; pero la prudencia me hizo volver a
retirarla, pues, aunque ligeramente, noté una mano masculina con guante
amarillo que salía de la rotonda y ayudaba a mi graciosa compañera a
bajar la persiana.
El esposo, en tanto, metiendo la
barba en el corbatín, rizándose el cabello, inflando los carrillos y
fumando en luengo cigarro, nos contaba la calidad de las tierras por
donde pasábamos; los apellidos, títulos y conexiones de los personajes a
quienes pertenecían (todos, por supuesto, amigos suyos), y aun
amenizaba su narración con algún rasguño de las costumbres de Getafe y
Valdemoro, que podría muy bien alternar en esta relación, si ella no
fuese ya de suyo harto fastidiosa.
El joven de mi
izquierda, que por confesión propia supimos ser un pretendiente veterano
que pasaba al Sitio con el objeto de activar eficazmente sus
solicitudes, vio el cielo abierto cuando notó que le escuchábamos, y sin
tomar aliento, nos contó la historia de sus derrotas en todos los
ministerios, nos encareció sus méritos, y fijándose en las oficinas por
donde ahora pretendía, nos hizo ver casi palpablemente la injusticia que
era el no haberle colocado cuando menos de jefe de alguna de ellas. El
señor "del humo" escuchaba con aire importante su relación, acogía sus
quejas, ayudaba sus sátiras, y ofrecíale su alta protección: seguro ya
de su benevolencia nuestro pretendiente, quiso atraerse la del pacifico
anciano que estaba al otro rincón, y empezó a dirigirle la palabra; pero
éste sólo le contestaba con cierta sonrisa, ni bien irónica, ni bien
satisfactoria, o con palabras, como «tal vez, ya se ve puede ser»; que
desconcertaron al satisfecho joven, poniéndole de muy mal humor.
Por
mi parte, ocupado casi exclusivamente en escuchar la brillante
narración de la hermosa incógnita, oía con indiferencia todo aquel
diálogo; y ella, a quien no pudieron menos de llamar la atención mis
miradas, mi silencio y mi expresión, quiso persuadirme de que su corazón
no era de hielo, y cesando súbitamente en su interesante parla, fió a
sus hermosos ojos el oficio que hasta entonces había desempeñado tan
bien su lengua. Este nuevo intérprete no era menos expresivo ni menos
fuerte que el primero, y forzoso será confesarlo, pero mi turbación
creció hasta un punto indecible. La casadita fue la primera que lo
advirtió, o por lo menos que dio a entender que lo había advertido,
importunando nuestra misteriosa correspondencia con sonrisas y miradas;
quiso, pues, hacerla callar, y asomé la cabeza por la ventanilla,
mirando a la rotonda y sonriéndome también, con lo cual cesó de
mezclarse en nuestras relaciones, y se cuidó solamente de componer su
persiana de tiempo en tiempo.
Llegados a la parada en
donde habíamos de mudar segunda vez el tiro, descendimos casi todos, y
pude reconocer los demás personajes que ocupaban los distintos
compartimentos del coche; yo di la mano a la hermosa para bajar, y me
disponía a improvisar mi añeja declaración, cuando otra de las señoras
bajada de la berlina, y a quien oí nombrar la "marquesa", la llamó
aparte, y siguieron en conversación todo el rato, con lo que ya no me
quedó duda de que ella sería otra tal. La señorita casada no había
querido bajar, hasta que se presentó a la portezuela un joven buen mozo,
que la ofreció una mano, cubierta aún del anteado guante, y descendió.
El mayoral llamó a poco rato a volver a ocupar el coche, y por uno de
aquellos movimientos que una mujer diestra sabe dirigir, mi diosa halló
el medio de ocupar el lugar enfrente del mío; y aunque la otra quiso
replicar, no se atrevió, y hubo de sentarse al otro lado.
No
hay necesidad de decir que desde entonces nuestra correspondencia no
era ya telegráfica, pues algunos "apartes" diestramente ingeridos a
favor de la conversación general formaban la nuestra particular.
Ocurriósela en esto a mi amable interlocutora sacar el brazo para
arreglar la ventanilla, y en el momento... ¡oh sorpresa!... una mano
extraña la retiene... el primer movimiento fue manifestar su enojo; pero
yo, que eché de ver la equivocación, la advertí prontamente, y con una
ligera seña todo lo comprendió, así como la interesada, que yacía en el
otro ángulo del coche. Rápida comunicación que sólo cabe en una mente
femenil.
La campiña, en tanto, había variado
mágicamente de aspecto; a las áridas llanuras, al suelo ingrato y
desnudo, habían sucedido frondosas arboledas, valles encantadores; el
ruido de los arroyos, el canto de los pájaros, formaban una cadencia
lisonjera; corpulentos arboles sombreaban el camino; el aroma de las
flores llegaba hasta nosotros; los puentes y pilares anunciaban la
proximidad del Sitio, y nuestros corazones iban ya experimentando la
dulce embriaguez que el ambiente de Aranjuez inspira. El joven marido
excitaba a su esposa a contemplar aquella maravilla; pero ella
manifestaba con su indiferencia que la llanura pasada la había sido más
grata; el pretendiente redoblaba sus atenciones con todos menos con el
anciano, que sufría con paciencia sus impolíticos movimientos, y en
cuanto a mí, sólo me ocupaba del objeto que delante tenía.
Tal
era nuestra situación cuando entramos en el puente del Tajo; multitud
de curiosos nos dirigían sus anteojos y sus saludos; y nosotros, cual
otros Anacharsis, les hacíamos conocer en nuestras miradas la
superioridad de recién venidos. Paró el coche para reconocer los
pasaportes, y todos tuvimos que dar nuestros nombres. -«Señor don
Preciso Neceser y su esposa». -Servidores de usted, dijo el marido.
-«Sr. D. Fulano de Tal». -Presente, contesté yo. -«Sr. D...». -Aquí
está, prorrumpió el anciano. -¡Cómo! ¿es posible? (exclamó reprimiéndose
el joven y llamándome aparte). ¡Desdichado de mí! ¡Con quién me he ido
yo a indisponer! ¡Si es precisamente el director que ha de proponerme
para el empleo! -Vea usted, le repliqué yo, uno de los inconvenientes de
la diligencia. -«Señora Marquesa de... y su criada», continuó el de los
pasaportes.- «Aquí», gritó la señora de la berlina; «la criada está en
el interior».
¡Rayo del cielo fue a mis oídos esta voz!
Todos lo conocieron; el marido sonreía, la esposa gozaba de la
humillación de su antagonista, la miraba con cierto aire de triunfo, y a
mí la devolvió el abanico frunciendo los labios y limpiándose las
manos. Hasta el pobre pretendiente se consideró con derecho a divertirse
conmigo, diciéndome al oído: -Amigo, vea V. otro de los inconvenientes
de la diligencia.
En tal difícil situación seguimos
hasta la fonda de la Flor de Lis, donde hicimos alto y descendimos; la
criada habladora siguió a su ama después de haber recibido saludos
irónicos de todos los compañeros; el pretendiente cabizbajo se deshacía a
cortesías con el anciano, que respondía con su natural indiferencia; yo
me retiré al primer corredor de la fonda y ocupé uno de los cuartos;
pared por medio dio fondo el matrimonio consabido, y más allá el
caballero del guante; con lo cual pensamos todos en descansar, lavarnos,
vestirnos y esperar la hora del paseo.
Sabido es que
después del mediodía, la reunión del buen tono es en la fuente de la
"Espina" del jardín de la Isla; allí dirigí mis paseos, saboreando,
durante la travesía por el jardín, el aire embalsamado, el canto
armonioso, de las aves, la hermosa vista de las flores, el ruido de las
fuentes y cascadas, y la delicia, en fin, del hermoso sitio de quien
decía Lupercio:
«La hermosura y la paz de estas riberas
Las hace parecer a las que han sido
En ver pecar al hombre las primeras».
Entrando
en la plazuela de la fuente, vi sentadas las damas bajo los templetes
que la decoran, y una multitud de elegantes en pie formando grupos y
dirigiendo sus miradas a las más hermosas. La conversación era poco
animada; la escena nada varia, y sólo crecía un tanto cuanto en interés
cuando entraban nuevas señoras en aquel recinto; fijábanse en ellas
todas las miradas; las ya sentadas se hablaban en secreto; los
caballeros rodeaban a los recién venidos que las acompañaban, les hacían
preguntas de cómo habían dejado la capital, qué tal había salido la
ópera nueva, cómo estuvo el baile de... y luego los nuevos preguntaban a
los antiguos sobre las cosas del Sitio.
«Y bien,
Marqués, ¿qué vida lleváis aquí? -Chico, nada, como ves; una vida muy
"circular". -Pero ¿y los jardines? -Hermosos, pero yo no he pasado aún
de aquí. -¿El teatro? -Insoportable. -¿Los toros? -¡Bah!... -¿Las
tertulias? -Aquí no hay tertulias; ya te lo digo, esto es "secarse".
-Por lo menos, las giras de campo... -Nada menos que eso; quince días ha
que en casa de pensamos en hacer una partida de campo "en borricos";
pero todavía no nos hemos determinado a madrugar una mañana. -¡Pues yo
os creía más dichosos! -¡Ah! ¡Los dichosos sois los que estáis en
Madrid!».
Por supuesto, debe creerse que en aquel
recinto hallaría yo a todos mis compañeros de viaje; que saludé
respetuosamente al anciano; que no pude menos de sonrojarme al ver a mi
brillante conquista detrás de la Marquesa; que al encontrar en la
plazuela al matrimonio mi vecino no tardé en mirar a lo lejos el
satélite de aquel planeta. -¿Quién es ese sujeto? -le pregunté a un
amigo que había hablado al marido. -Este es un D. Nadie, que en todas
partes se cree indispensable, porque las gracias de su esposa le atraen
muchos amigos, que él los toma por suyos. -¡Cuántos hay como él, de
quien nadie hablaría si no fuera por sus mujeres! - Entonces le conté
todo nuestro viaje, y no pudimos menos de reír juntos.
Salimos
por fin de la plazuela, y atravesando el jardín, sólo hallamos de
trecho en trecho algún corro de señores mayores hablando de asuntos
graves, parándose cada momento, y siguiendo a lo lejos a sus respetables
consortes, que iban reconociendo lentamente los mismos sitios en que
medio siglo antes habían recibido acaso el primer flechazo de amor.
Retirado
a mi posada, tuve que contentarme con una comida mal condimentada y
peor servida, y por la tarde salí al paseo de la "calle de la Reina",
que era a aquella hora el punto de reunión. La misma escena que por la
mañana, aunque en distinto teatro. Todas las damas sentadas a lo largo
del enrejado de los jardines; las conversaciones no hay por qué
repetirlas: -«¿Quiénes han venido en la diligencia esta mañana? -¿Quién
es ese que ha pasado? -¿Y por qué Fulana no va con...? -¿Han "tronado"?
-¿Y tiene "plan" con esa que acompaña?». Y así de los demás. Nosotros,
por nuestra parte, nos dábamos la posible importancia: hablábamos alto,
con estudio, y no mirando al que dirigíamos la palabra; saludábamos con
elegancia y haciendo una cuidadosa distinción según la jerarquía o
"notabilidad" de la persona saludada; y si podíamos pillar del brazo a
un "entorchado" o una "llave dorada", ¡qué ufanos y qué orondos nos
paseábamos entonces!
Cansado, en fin, de esta
pantomima, me retiré, y después de la función del teatro, donde no tuve
tampoco motivo de gran satisfacción, volví a mi posada tranquilamente.
En el cuarto inmediato al mío había visto luz, y de cuando en cuando oía
el ruido de las botas de alguno que paseaba por el corredor, con lo que
me persuadí de que el D. Preciso tomaba el fresco: convencime más y más
de ello, cuando de allí a un instante miré abrirse la puerta de mi
habitación y entrar al mismo; sin embargo, mi imaginación es rápida, y
no pude dejar de notar que no traía botas.
-¡Ah, buena maula! -exclamó alborozado al verme-¿Con que V. es el "Curioso Parlante"?
¿Quién? ¿Yo?
-Vamos,
no hay que hacer la deshecha, que lo sé de buen original y además soy
suscritor a las "Cartas Españolas", ¡ay, amigo! y ¡qué artículo tan
bello me prometo ya sobre vuestro viaje! artículo "cómico", ¿no es
verdad? (y la risa interrumpía sus exclamaciones). ¿A qué sale allí a
relucir aquel pobre hombre pretendiente, y aquel personaje incógnito, y
V. también, ¿no es así? ¿con sus amores con la dama habladora, que luego
salimos con que era una criada? ¿Y mi mujer? ¿Qué dirá V. de mi mujer y
de mí? ¿Soy yo también persona que "hace"?
-No, amigo mío -interrumpí con cierta sonrisa-; usted es la "que padece".
Un
ligero ruido en la puerta inmediata vino en este momento a llamar
nuestra atención; levantámonos, salimos al corredor, vimos entreabierta
la puerta del todo, y hallamos al caballero consabido y que en aquel
momento acababa de entrar, y a la señora, que sentada junto a la ventana
escuchaba sus palabras; el primer movimiento fue el de la turbación;
pero recobrando el mancebo su serenidad, expresó que sólo una
equivocación de la puerta de su cuarto podría haber sido causa...
Entonces ella se explayó en demostrarnos lo fáciles que eran estas
equivocaciones de noche, y yo defendí con tesón, tan excelente idea, con
lo cual el esposo se dio por satisfecho y a guisa de hombre de buen
tono hizo los debidos ofrecimientos al vecino; éste por su parte
correspondió con toda la cortesía de un caballero, y yo, sin pensarlo,
tuve que terciar en la relación de gentes que debían conocerse y
apreciarse. -La conversación se animó; el Adonis nos ofreció su
valimiento y conexiones en el Sitio, nos invitó a ver todas sus
curiosidades, aceptamos y de allí en adelante no nos separamos ya ni
para ver la casa de Labrador, ni en la de la Monta, ni en el Cortijo, ni
en el Molino, ni en el Riajal.
Pero bien pronto esta
vida monótona, que se repetía exactamente todos los días, comenzó a
fastidiarme, y para que no concluyera por hacerlo del todo, tomé la
determinación de regresar a Madrid. Subí de nuevo en la diligencia y mas
no quiero contar lo que me pasó a la vuelta, porque sería repetir lo ya
dicho; como que en situaciones semejantes las escenas se parecen unas a
otras.
(Junio de 1832)
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