jueves, 22 de marzo de 2012

"Un viaje al sitio", un relato de constumbres de Mesonero Romanos

Habiendo recogido en Poesía Abierta uno de los artículos de Mariano José de Larra, El Pobrecito Hablador, es cuestión de justicia dar cabida en este mismo blog al que por unos meses se le anticipó en España en este quehacer, Mesonero Romanos, El Curioso Parlante. Muy distintas las intenciones de ambos, el pintoresquismo de Mesonero Romanos se nos hace mucho más ameno, y su humor más vivo. Así que daremos aquí algunos de sus ensayos de costumbres. Su extensión no nos cohíbe. Los extraigo de Obras jocosas y satíricas de El Curioso Parlante, que en 2005 publica la Biblioteca Virtual Cervantes. (Qué maravilla, para qué comprar libros con el portentoso fondo quetenemos ahí. Este consejo, por supuesto, no es aplicable a πoetas (primera antología de poesía con matemáticas), que no puede faltar en tu biblioteca.) Solo una cosa, de la que me excuso por adelantado: el abuso de la bastardilla puede con mi paciencia y me robaría demasiado tiempo el reproducirlas con fidelidad. En este primer texto he tenido el detalle de poner comillas donde había cursiva, pero en los próximos ni una cosa ni la otra, bastante será que suprima espacios innecesarios (que los hay) y corrija la ortografía (que también). Demasiadas líneas para andar con tantos cuidados. Disfruta del panorama matritense que nos sirve Mesonero (no podía dejar de hacer un chascarrillo, así que mejor por partida doble).

Un viaje al sitio

        «Comme on voit au printemps la diligente abeille        
    Qui du butin des fleurs va composer son miel,        
    Des sotisses du temps je compose mon fiel».        

    BOILEAU.                   


Muy agradable es el viajar, pero lo es aun más el contar el viaje; mi inclinación me llamaba a lo segundo; tuve que verificar lo primero. "El viaje por mis faltriqueras", de cierto autor, el que hizo otro "alrededor de su cuarto", y aún el de "un curioso por Madrid", me parecieron estrecho límite y apocada resolución, si bien no me determiné, como alguno, a viajar por todo el universo desde mi escritorio. Quise, en fin, moverme en cuerpo y alma, y la primera duda que me ocurrió fue el saber adónde iría.

Pareciome por de pronto conveniente el dar vuelta al globo, para cerciorarme de que su figura tiene más de oval que de esférica, y venir a dar a mis lectores tan agradable nueva; pero la dificultad de hallar carruaje de retorno, me disuadió de mi intento; después pensé en atravesar de parte a parte el Imperio chino, para fijar decididamente las dimensiones de la gran muralla; más tarde quise ir a buscar el paso entre América y Asia, con el objeto de establecer allí un portazgo; por último, me decidí a marchar a Aranjuez, y gracias a Dios y a mi constancia lo llevé a cabo y estoy ya de vuelta. (Aquí el "Curioso Parlante" saluda con agrado a toda la sociedad de "curiosos oyentes", y prosigue de esta manera su narrativa.)

Prolijo sería mi discurso si hubiera de darle principio contando por menor las dilaciones que hube de sufrir para proporcionarme asiento en la diligencia; tampoco hablaré de las que me ocasionó la saca del pasaporte y demás preparativos del viaje; antes bien, dándolas todas por vencidas, me plantaré de un salto en el punto y hora de partida.

El reloj de Nuestra Señora del Buen Suceso sonaba majestuosamente las cinco y cuarto de la mañana, cuando yo atravesaba precipitado la Puerta del Sol con dirección a la casa de postas de donde sale la diligencia. Los viajeros y viajeras iban reuniéndose, mostrando aún en sus semblantes la impresión de la almohada, agradablemente interrumpida en algunos menos curiosos con tal cual ligera pinta de chocolate en la parte más saliente de la nariz, o al o un trozo de barba menos afeitado que el resto, efectos todos de la premura del tiempo. Las maletas respectivas, las sombrereras y los sacos de noche iban siendo, colocados en sus respectivos departamentos, los mozos concluían de enganchar el tiro, y los briosos caballos

    «Probaban sus herraduras        
    En las guijas del zaguán».        

Las portezuelas de las tres divisiones, berlina, interior y rotonda, se abrieron en fin, y todos los interesados fuimos tomando posesión de nuestros respectivos asientos; los adioses, los encargos se cruzaban en todas direcciones, y al decir el mayoral: -«¿Hay más?» -suena el reloj la media, ciérranse las puertas, silba el látigo, y rodando la inmensa mole, sale del patio haciendo temblar el pavimento.

Mi posición en aquel instante era la más lisonjera; hallábame en el interior de un coche y en uno de sus ángulos; enfrente tenía a una joven muy linda, y el otro rincón le ocupaba una señora como de treinta, hermosa y elegante; el centro de ambas damas y del testero daba lugar a un finchado caballerito, que después averiguamos ser esposo de la primera; un señor de edad y un joven formaban conmigo el otro triunvirato.

La frescura de la mañana, la perspectiva del río, y la alabanza del establecimiento de diligencias, fueron los objetos de las primeras palabras; pero bien pronto la conversación se hizo más animada, más franca, y casi todos dejamos entrever los lisonjeros proyectos que hervían en nuestras cabezas. Fue la primera en tomar esta iniciativa la señora elegante, ostentando cierto aire de alta sociedad y dando a sus palabras el giro más afectado. Los sucesos de buen tono, las intrigas, las bodas, los rompimientos entre las personas más marcadas, eran continuo pábulo a su discurso, y los nombres más estupendos salían de su boca con cierta familiaridad consanguínea o amical. Todos la saludamos en nuestro interior como duquesa, o por lo menos condesa.

No así la otra dama, que ya fuese porque la locuacidad de la primera no la dejaba meter baza en la conversación, ya porque un exceso de penetración femenil la hiciese dudar de la alta clase de nuestra amable parladora, la dirigía ciertas miradas escudriñadoras "desde el alto copete al pie pulido"; escuchaba cuidadosamente sus palabras, y de vez en cuando se descolgaba con tal cual preguntilla capciosa, sin duda con el piadoso fin de pillarla en algún renuncio; pero no la fue posible, porque la incógnita, firme en su posición, la devolvía un diccionario de expresiones altisonantes, y una floresta entera de anécdotas auténticas de todo lo más notable de Madrid; por último, para hacer mayor nuestro asombro, empezó a hablarnos de Londres y París con tales pelos y señales, que ya no pudimos menos de convenir en que todo el mundo era suyo y que teníamos delante una de las primeras notabilidades de la monarquía.

Nuestras atenciones redoblaban a medida que ella se encumbraba, y muy luego vino a ser la reina de la diligencia; negábala solamente el tributo de admiración la otra dama, y para hacerla sentir más su indiferencia, llevaba casi constantemente la cabeza fuera de la ventanilla: tanto prolongó esta situación, y tanto me chocaba que nunca mirase al camino que teníamos delante y sí al que dejábamos andado, que no pude menos de asomar yo también la cabeza; pero la prudencia me hizo volver a retirarla, pues, aunque ligeramente, noté una mano masculina con guante amarillo que salía de la rotonda y ayudaba a mi graciosa compañera a bajar la persiana.

El esposo, en tanto, metiendo la barba en el corbatín, rizándose el cabello, inflando los carrillos y fumando en luengo cigarro, nos contaba la calidad de las tierras por donde pasábamos; los apellidos, títulos y conexiones de los personajes a quienes pertenecían (todos, por supuesto, amigos suyos), y aun amenizaba su narración con algún rasguño de las costumbres de Getafe y Valdemoro, que podría muy bien alternar en esta relación, si ella no fuese ya de suyo harto fastidiosa.

El joven de mi izquierda, que por confesión propia supimos ser un pretendiente veterano que pasaba al Sitio con el objeto de activar eficazmente sus solicitudes, vio el cielo abierto cuando notó que le escuchábamos, y sin tomar aliento, nos contó la historia de sus derrotas en todos los ministerios, nos encareció sus méritos, y fijándose en las oficinas por donde ahora pretendía, nos hizo ver casi palpablemente la injusticia que era el no haberle colocado cuando menos de jefe de alguna de ellas. El señor "del humo" escuchaba con aire importante su relación, acogía sus quejas, ayudaba sus sátiras, y ofrecíale su alta protección: seguro ya de su benevolencia nuestro pretendiente, quiso atraerse la del pacifico anciano que estaba al otro rincón, y empezó a dirigirle la palabra; pero éste sólo le contestaba con cierta sonrisa, ni bien irónica, ni bien satisfactoria, o con palabras, como «tal vez, ya se ve puede ser»; que desconcertaron al satisfecho joven, poniéndole de muy mal humor.

Por mi parte, ocupado casi exclusivamente en escuchar la brillante narración de la hermosa incógnita, oía con indiferencia todo aquel diálogo; y ella, a quien no pudieron menos de llamar la atención mis miradas, mi silencio y mi expresión, quiso persuadirme de que su corazón no era de hielo, y cesando súbitamente en su interesante parla, fió a sus hermosos ojos el oficio que hasta entonces había desempeñado tan bien su lengua. Este nuevo intérprete no era menos expresivo ni menos fuerte que el primero, y forzoso será confesarlo, pero mi turbación creció hasta un punto indecible. La casadita fue la primera que lo advirtió, o por lo menos que dio a entender que lo había advertido, importunando nuestra misteriosa correspondencia con sonrisas y miradas; quiso, pues, hacerla callar, y asomé la cabeza por la ventanilla, mirando a la rotonda y sonriéndome también, con lo cual cesó de mezclarse en nuestras relaciones, y se cuidó solamente de componer su persiana de tiempo en tiempo.

Llegados a la parada en donde habíamos de mudar segunda vez el tiro, descendimos casi todos, y pude reconocer los demás personajes que ocupaban los distintos compartimentos del coche; yo di la mano a la hermosa para bajar, y me disponía a improvisar mi añeja declaración, cuando otra de las señoras bajada de la berlina, y a quien oí nombrar la "marquesa", la llamó aparte, y siguieron en conversación todo el rato, con lo que ya no me quedó duda de que ella sería otra tal. La señorita casada no había querido bajar, hasta que se presentó a la portezuela un joven buen mozo, que la ofreció una mano, cubierta aún del anteado guante, y descendió. El mayoral llamó a poco rato a volver a ocupar el coche, y por uno de aquellos movimientos que una mujer diestra sabe dirigir, mi diosa halló el medio de ocupar el lugar enfrente del mío; y aunque la otra quiso replicar, no se atrevió, y hubo de sentarse al otro lado.

No hay necesidad de decir que desde entonces nuestra correspondencia no era ya telegráfica, pues algunos "apartes" diestramente ingeridos a favor de la conversación general formaban la nuestra particular. Ocurriósela en esto a mi amable interlocutora sacar el brazo para arreglar la ventanilla, y en el momento... ¡oh sorpresa!... una mano extraña la retiene... el primer movimiento fue manifestar su enojo; pero yo, que eché de ver la equivocación, la advertí prontamente, y con una ligera seña todo lo comprendió, así como la interesada, que yacía en el otro ángulo del coche. Rápida comunicación que sólo cabe en una mente femenil.

La campiña, en tanto, había variado mágicamente de aspecto; a las áridas llanuras, al suelo ingrato y desnudo, habían sucedido frondosas arboledas, valles encantadores; el ruido de los arroyos, el canto de los pájaros, formaban una cadencia lisonjera; corpulentos arboles sombreaban el camino; el aroma de las flores llegaba hasta nosotros; los puentes y pilares anunciaban la proximidad del Sitio, y nuestros corazones iban ya experimentando la dulce embriaguez que el ambiente de Aranjuez inspira. El joven marido excitaba a su esposa a contemplar aquella maravilla; pero ella manifestaba con su indiferencia que la llanura pasada la había sido más grata; el pretendiente redoblaba sus atenciones con todos menos con el anciano, que sufría con paciencia sus impolíticos movimientos, y en cuanto a mí, sólo me ocupaba del objeto que delante tenía.

Tal era nuestra situación cuando entramos en el puente del Tajo; multitud de curiosos nos dirigían sus anteojos y sus saludos; y nosotros, cual otros Anacharsis, les hacíamos conocer en nuestras miradas la superioridad de recién venidos. Paró el coche para reconocer los pasaportes, y todos tuvimos que dar nuestros nombres. -«Señor don Preciso Neceser y su esposa». -Servidores de usted, dijo el marido. -«Sr. D. Fulano de Tal». -Presente, contesté yo. -«Sr. D...». -Aquí está, prorrumpió el anciano. -¡Cómo! ¿es posible? (exclamó reprimiéndose el joven y llamándome aparte). ¡Desdichado de mí! ¡Con quién me he ido yo a indisponer! ¡Si es precisamente el director que ha de proponerme para el empleo! -Vea usted, le repliqué yo, uno de los inconvenientes de la diligencia. -«Señora Marquesa de... y su criada», continuó el de los pasaportes.- «Aquí», gritó la señora de la berlina; «la criada está en el interior».

¡Rayo del cielo fue a mis oídos esta voz! Todos lo conocieron; el marido sonreía, la esposa gozaba de la humillación de su antagonista, la miraba con cierto aire de triunfo, y a mí la devolvió el abanico frunciendo los labios y limpiándose las manos. Hasta el pobre pretendiente se consideró con derecho a divertirse conmigo, diciéndome al oído: -Amigo, vea V. otro de los inconvenientes de la diligencia.

En tal difícil situación seguimos hasta la fonda de la Flor de Lis, donde hicimos alto y descendimos; la criada habladora siguió a su ama después de haber recibido saludos irónicos de todos los compañeros; el pretendiente cabizbajo se deshacía a cortesías con el anciano, que respondía con su natural indiferencia; yo me retiré al primer corredor de la fonda y ocupé uno de los cuartos; pared por medio dio fondo el matrimonio consabido, y más allá el caballero del guante; con lo cual pensamos todos en descansar, lavarnos, vestirnos y esperar la hora del paseo.

Sabido es que después del mediodía, la reunión del buen tono es en la fuente de la "Espina" del jardín de la Isla; allí dirigí mis paseos, saboreando, durante la travesía por el jardín, el aire embalsamado, el canto armonioso, de las aves, la hermosa vista de las flores, el ruido de las fuentes y cascadas, y la delicia, en fin, del hermoso sitio de quien decía Lupercio:

        «La hermosura y la paz de estas riberas        
    Las hace parecer a las que han sido        
    En ver pecar al hombre las primeras».

Entrando en la plazuela de la fuente, vi sentadas las damas bajo los templetes que la decoran, y una multitud de elegantes en pie formando grupos y dirigiendo sus miradas a las más hermosas. La conversación era poco animada; la escena nada varia, y sólo crecía un tanto cuanto en interés cuando entraban nuevas señoras en aquel recinto; fijábanse en ellas todas las miradas; las ya sentadas se hablaban en secreto; los caballeros rodeaban a los recién venidos que las acompañaban, les hacían preguntas de cómo habían dejado la capital, qué tal había salido la ópera nueva, cómo estuvo el baile de... y luego los nuevos preguntaban a los antiguos sobre las cosas del Sitio.

«Y bien, Marqués, ¿qué vida lleváis aquí? -Chico, nada, como ves; una vida muy "circular". -Pero ¿y los jardines? -Hermosos, pero yo no he pasado aún de aquí. -¿El teatro? -Insoportable. -¿Los toros? -¡Bah!... -¿Las tertulias? -Aquí no hay tertulias; ya te lo digo, esto es "secarse". -Por lo menos, las giras de campo... -Nada menos que eso; quince días ha que en casa de pensamos en hacer una partida de campo "en borricos"; pero todavía no nos hemos determinado a madrugar una mañana. -¡Pues yo os creía más dichosos! -¡Ah! ¡Los dichosos sois los que estáis en Madrid!».

Por supuesto, debe creerse que en aquel recinto hallaría yo a todos mis compañeros de viaje; que saludé respetuosamente al anciano; que no pude menos de sonrojarme al ver a mi brillante conquista detrás de la Marquesa; que al encontrar en la plazuela al matrimonio mi vecino no tardé en mirar a lo lejos el satélite de aquel planeta. -¿Quién es ese sujeto? -le pregunté a un amigo que había hablado al marido. -Este es un D. Nadie, que en todas partes se cree indispensable, porque las gracias de su esposa le atraen muchos amigos, que él los toma por suyos. -¡Cuántos hay como él, de quien nadie hablaría si no fuera por sus mujeres! - Entonces le conté todo nuestro viaje, y no pudimos menos de reír juntos.

Salimos por fin de la plazuela, y atravesando el jardín, sólo hallamos de trecho en trecho algún corro de señores mayores hablando de asuntos graves, parándose cada momento, y siguiendo a lo lejos a sus respetables consortes, que iban reconociendo lentamente los mismos sitios en que medio siglo antes habían recibido acaso el primer flechazo de amor.

Retirado a mi posada, tuve que contentarme con una comida mal condimentada y peor servida, y por la tarde salí al paseo de la "calle de la Reina", que era a aquella hora el punto de reunión. La misma escena que por la mañana, aunque en distinto teatro. Todas las damas sentadas a lo largo del enrejado de los jardines; las conversaciones no hay por qué repetirlas: -«¿Quiénes han venido en la diligencia esta mañana? -¿Quién es ese que ha pasado? -¿Y por qué Fulana no va con...? -¿Han "tronado"? -¿Y tiene "plan" con esa que acompaña?». Y así de los demás. Nosotros, por nuestra parte, nos dábamos la posible importancia: hablábamos alto, con estudio, y no mirando al que dirigíamos la palabra; saludábamos con elegancia y haciendo una cuidadosa distinción según la jerarquía o "notabilidad" de la persona saludada; y si podíamos pillar del brazo a un "entorchado" o una "llave dorada", ¡qué ufanos y qué orondos nos paseábamos entonces!

Cansado, en fin, de esta pantomima, me retiré, y después de la función del teatro, donde no tuve tampoco motivo de gran satisfacción, volví a mi posada tranquilamente. En el cuarto inmediato al mío había visto luz, y de cuando en cuando oía el ruido de las botas de alguno que paseaba por el corredor, con lo que me persuadí de que el D. Preciso tomaba el fresco: convencime más y más de ello, cuando de allí a un instante miré abrirse la puerta de mi habitación y entrar al mismo; sin embargo, mi imaginación es rápida, y no pude dejar de notar que no traía botas.

-¡Ah, buena maula! -exclamó alborozado al verme-¿Con que V. es el "Curioso Parlante"?

¿Quién? ¿Yo?

-Vamos, no hay que hacer la deshecha, que lo sé de buen original y además soy suscritor a las "Cartas Españolas", ¡ay, amigo! y ¡qué artículo tan bello me prometo ya sobre vuestro viaje! artículo "cómico", ¿no es verdad? (y la risa interrumpía sus exclamaciones). ¿A qué sale allí a relucir aquel pobre hombre pretendiente, y aquel personaje incógnito, y V. también, ¿no es así? ¿con sus amores con la dama habladora, que luego salimos con que era una criada? ¿Y mi mujer? ¿Qué dirá V. de mi mujer y de mí? ¿Soy yo también persona que "hace"?

-No, amigo mío -interrumpí con cierta sonrisa-; usted es la "que padece".

Un ligero ruido en la puerta inmediata vino en este momento a llamar nuestra atención; levantámonos, salimos al corredor, vimos entreabierta la puerta del todo, y hallamos al caballero consabido y que en aquel momento acababa de entrar, y a la señora, que sentada junto a la ventana escuchaba sus palabras; el primer movimiento fue el de la turbación; pero recobrando el mancebo su serenidad, expresó que sólo una equivocación de la puerta de su cuarto podría haber sido causa... Entonces ella se explayó en demostrarnos lo fáciles que eran estas equivocaciones de noche, y yo defendí con tesón, tan excelente idea, con lo cual el esposo se dio por satisfecho y a guisa de hombre de buen tono hizo los debidos ofrecimientos al vecino; éste por su parte correspondió con toda la cortesía de un caballero, y yo, sin pensarlo, tuve que terciar en la relación de gentes que debían conocerse y apreciarse. -La conversación se animó; el Adonis nos ofreció su valimiento y conexiones en el Sitio, nos invitó a ver todas sus curiosidades, aceptamos y de allí en adelante no nos separamos ya ni para ver la casa de Labrador, ni en la de la Monta, ni en el Cortijo, ni en el Molino, ni en el Riajal.

Pero bien pronto esta vida monótona, que se repetía exactamente todos los días, comenzó a fastidiarme, y para que no concluyera por hacerlo del todo, tomé la determinación de regresar a Madrid. Subí de nuevo en la diligencia y mas no quiero contar lo que me pasó a la vuelta, porque sería repetir lo ya dicho; como que en situaciones semejantes las escenas se parecen unas a otras.

(Junio de 1832)

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