jueves, 5 de julio de 2012

"El paseo de Juana", Mesonero Romanos en 1824 (publicado en 1832)

El paseo de Juana

«Debajo desas ropas y jubones
Imagino serpientes enroscadas,
Uñas de grifos, garras de leones».
Lupercio Leonardo de Argensola

A electrizar muchos cuerpos,
Y a cautivar muchas almas,
Una noche de verano
Salió Juana de su Casa:

Juana, la que en Avapiés
Goza, por su noble fama,
Los galanes por docenas,
Las palizas por semanas;

La que con su vista sólo
Turba la paz de las casas,
La que las mujeres temen,
La que los maridos aman.

Un airoso zagalejo
Sus perfecciones señala,
Y a la media pierna llega,
Y de allí, traidor, no pasa.

¡Ah zagalejo paciente,
Qué de aventuras contaras
Si fueras enriquecido
Con el don de la palabra!

De sarga rica mantilla,
Con terciopelo de a cuarta,
Deja Juana por los hombros
Colgar casi descolgada,

Y en recoger las dos puntas
La mano diestra empleaba,
Con la izquierda juguetona
Un blanco pañuelo arrastra.

Apenas pisa la calle,
En marcha oblicua y taimada
Sigue a babor y estribor
Con un meneo que encanta;

Nada, nada la detiene
Al cruzar las calles, salta,
Y en gracia de la limpieza
Alza el vestido una cuarta.

Todos la dejan la acera,
Todos vuelven a mirarla,
Y ella a todos los desdeña,
Y sigue alegre su marcha.

Algunos, más atrevidos,
La dicen «Pase, mi alma»;
Pero ella alza su cabeza,
Tuerce el labio, escupe o canta;

Y va dejando plantones
Por las calles donde pasa,
Que hasta perderla de vista
Permanecen como estatuas.

¡Qué es ver al señor don Bruno,
El abogado de fama,
Quedarse petrificado
Sin saber lo que le pasa,

Andar dos pasos atrás
Mirando si le reparan,
Hasta que más reflexivo
Sigue su camino y marcha!

Y a don Cosme, el mercader,
De la hambre fiel estampa,
¿No es una risa el mirarle
Que al ver a Juana se para,

Se envuelve en su capotillo,
Y se va tras la muchacha,
Y tropezando y cayendo
Hasta que llega a alcanzarla

Dala entonces con el codo,
Y entre toses y entre babas
La dice cuatro chocheces
Con voz trémula y cascada;

Juana le mira y se asusta
Al ver su figura extraña,
Hasta que rompe en reír
Y le deja... ¡Cual quedaba!

Un cadete en este instante
Al lado de Juana pasa;
Mírala, vuelve, y la sigue;
Al cabo una cadetada.

Formando iba mil proyectos,
Y Contemplando con ansia
La belleza de Juanilla,
Que ya cuenta por lograda.

Tienta primero el bolsillo
Para escuchar si sonaba,
Que esta clase de conquistas
No se hacen con otras balas.

Avanza luego atrevido,
Y sin mirar más que a Juana,
Con palabras de grajea
Sus deseos la declara.

Juanilla, a quien el pudor
(Como el natural) ahogaba,
Sigue su paso, y camina
Sin responderle palabra;

Y el cadete, conociendo
Que otorga todo el que calla ,
Marcha al lado, y tanto dice,
Que al fin le responde Juana.

Arman, pues, conversación,
Y yo no sé de qué hablaban;
Pero es cierto que el cadete
Iba que lástima daba.

Su paso era acelerado,
Mas la compañera maula,
Que conoce del mancebo
Las no disfrazadas ansias,

Quiere probar su paciencia,
Y a un vecino que pasaba
Haciendo el desentendido
Y evitando el saludarla,

Le para, y empieza a darle
Conversación más que larga
Sobre no sé qué diabluras
Que hicieron noches pasadas.

Rabiando estaba el cadete
Y pelándose las barbas
Al mirar todo este paso
Desde una esquina inmediata;

Hasta que, compadecida
De su situación la Juana,
Se despide del vecino
Y hacia el cadete ya marcha.

Éste, viéndola venir,
Olvida sus amenazas,
Vuelve a expresar su contento,
Vuelve a la dicha turbada.

Llegan, después de un buen rato,
De la tal niña a la casa,
Y en un oscuro portal
Entran en dulce compaña.

Una escalera de torre
No es más peligrosa ni alta
Que la que el pobre cadete
Tuvo que subir tras Juana.

Él, que se miró en lo oscuro,
Corre en pos de la muchacha,
Y como iba tan turbado
Y la escalera era mala,

No subía un escalón
Sin que un susto le costara,
Porque en el que no caía,
Por lo menos tropezaba.

Llegan al alto, por fin,
Y a la puerta Juana llama:
Ábrese, pues, y una vieja
Asquerosa y remendada

(De estas viejas que su oficio
Llevan pintado en la cara)
Es el objeto primero
Que delante se les planta.

Un torcido candelero
Con media vela en la sala
Coloca, y muy cuidadosa
Dispone no falte nada;

Pone sillas, las cortinas
Desplega, espanta la gata,
Y hace, en fin, lo que hacer suele
Toda mujer de su casta;

Vase después, y los deja
En libertad... pero calla,
Que quiero tomar aliento
Para describir la sala.

Érase un cuarto pequeño.
Las paredes sombreadas,
Las bovedillas mugrientas,
Las arañas las poblaban.

Juana era caritativa,
Y así vivir las dejara,
Consiguiendo con sus telas
Tener la casa colgada.

Una mesita de pino,
Un San Antonio de talla,
Y a su lado, en simetría,
Dos tiestecitos de albaca;

Un espejo sin azogue,
Del Dos de Mayo una estampa,
Y un pandero en una esquina
Enfrente de una guitarra;

Tres desvencijadas sillas
Concluían de la sala
El adorno, y en verdad
Que estaba bien adornada.

Pero... ¿adónde está Juanilla?
¿Y el cadete? ¡Ah buenas maulas!
Mas, silencio, que a la puerta
En este momento llaman,

-« ¿Quién es? » (pregunta la vieja). -
-«Abra usted, señora Claudia». -
-«¡Ay, Juanita, que es el Zurdo!:
¡Por Dios, que no sienta nada!». -

Abre la vieja, y un majo
De sombrero de calaña,
De chaquetilla redonda
Y de garrote y navaja,

Entra y toma posesión
Pacífica de la sala;
Y en tanto que la Juanita
Sale a ver su buena alhaja,

El cadete, de puntillas,
Se va por la puerta falsa,
Agarrado de la vieja,
Bajando a oscuras la escala;

Y al encontrarse en la calle,
Su razón ya despejada
Le hace ver su desvarío,
Y mil temores le asaltan.

Pero no sólo en temores
Pararon, que poco tarda
En conocer los efectos
De pasearse con Juana;

Y entonces diz que el cuitado
A sus solas exclamaba:
¡Oh placer, cuán poco duras,
Y qué de penas arrastras!

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