jueves, 16 de agosto de 2012

"Pretender por alto", artículo de constumbres de Mesonero Romanos

Pretender por alto

«II n'est guère moins necesaire
De voir ce qu'il faut éviter
Que de savoir ce qu'il faut faire» .
MME. DESHOULIERS.

«Tan útil es saber lo que debemos evitar como lo que debemos hacer».

En un pueblo como Madrid, donde las propiedades adquieren un valor enorme, reduciendo a un corto número la clase de propietarios; donde la consideración de esta clase desaparece casi del todo ante el brillo seductor de los honores y del poder; pueblo que por su posición no ofrece al comerciante empresas grandes; cuya industria tiene que ser limitada a cubrir las necesidades del mismo, por la escasez de primeras materias y el subido precio de los jornales; pueblo, en fin, donde el orgullo cortesano hace necesario el lujo, al paso que limita los medios de producción; ¿cómo extrañar que una gran parte de sus habitantes se vea acometida de aquella enfermedad endémica conocida con el nombre de empleomanía?

Sobre tales consideraciones giraba mi imaginación una mañana que me hallaba sentado entre la inmensa multitud de postulantes en un rincón de cierta antesala, adonde me había conducido, no la ambición propia, sino la exigencia ajena; esto es, aquella obligación tácita que, a juicio de los amigos de provincia, contraemos los habitantes de Madrid de tener siempre nuestro tiempo y nuestras relaciones a disposición suya; y era por entonces el que me lanzaba en el campo de los solicitantes cierto pariente de un pariente mío, que espontáneamente me había encargado de una pretensión suya fulminada desde las orillas del Segura.

No es por ahora mi ánimo el bosquejar un cuadro crítico-filosófico de aquella antesala, ni menos hacer reír a mis lectores a costa de las distintas caricaturas que conmigo la poblaban. No hablaré de la pretensión y el entonamiento de los unos, del rendimiento y humildad de los otros; huiré de presentar grupos de entrantes y salientes, porteros y lacayos, damas y caballeros, como igualmente de explayar las reflexiones, si bien graves, si bien burlescas, que retozaban en mi cabeza; todo ello podrá tener lugar en otro discurso, si algún día me vinieren deseos de hacerle; mas lo que es por hoy bastará, para inteligencia de mi narración, el manifestar que al cabo de catorce semanas de periódica asistencia a la susodicha antesala, después de ponerme al corriente de las innumerables fisonomías demandantes de la capital, y después, en fin, de hallarme medianamente versado en el lenguaje de oficio, pude conseguir en obsequio de mi protegido un decreto de N., esto es, «Negado»; con lo cual conocí que no era la voluntd de Dios el que yo le sirviera, y escribí al amigo que buscara otro conducto para sus pretensiones.

El transcurso de dos meses me había ya hecho olvidar de ellas, persuadiéndome de que al interesado le hubiese sucedido lo mismo, y que un primer revés le habría curado de su enfermedad; pero hube de desengañarme del todo cuando una mañana me le encontré en mi habitación, y me explicó su designio de continuar personalmente sus pretensiones en la corte.

Este personalmente, repetido con cierto énfasis y mirándose a un espejo, me dio a conocer a primera vista la sobrada confianza que le merecía su persona, así como también la explicación de su plan me hubo de convencer de que desaprobaba el mío; en vano le di a entender que yo no conocía otros caminos que los marcados por las leyes, pues los otros más bien los creía derrumbaderos; él se rió de mi pobreza de espíritu, y me declaró solemnemente que su intención era pretender por alto: tal fue su expresión.

Confieso, a la verdad, que se me pasaron ganas de entrar en contestaciones con él sobre el sentido de esta frase; pero no me dejó lugar, pues todo se le fue en hablarme de sus méritos encarecer sus conocimientos y ponderar sus modales, en términos que quedé firmemente persuadido de que tenía que adquirir en Madrid méritos, conocimientos y modales. Por último, para prueba de su buena estrella de aquel no sé qué, que, según él, le acompañaban, me contó la notable adquisición que había hecho la tarde anterior, a saber, la amistad íntima contraída con un D. Solícito Ganzúa, que por casualidad se había hallado presente en la posada a la hora en que él llegó.

Este personaje, hasta ahora incógnito, prendado sin duda del buen talle de mi pretendiente, y acaso también de su equipaje nada modesto, entró en conversación con él; le habló largamente de sus relaciones en la corte; escuchó con atención la benévola confesión del recién venido, y aconsejándole con el mayor desinterés la más completa desconfianza de todo el que intentase seducirle, se dignó tomar los negocios del provinciano bajo su poderosa protección, sin mediar (por ahora) otro interés que el de la simpatía con que habían simpatizado. -Esto, unido a una prolija explicación de los ardides de que podría ser víctima en la corte (excepto el de los protectores aparecidos), dejó a mi buen hombre tan encaprichado en la idea de que algún espíritu benévolo se encargaba de su prosperidad, que no me pareció oportuno pensar en desengañarle por entonces. Aconsejele, sí, que midiese los pasos, que desconfiase de todos, empezando por su misma persona, y que tuviese presente que la ciencia de la corte no se aprende sino en la corte misma, con lo cual no pondría reparo en matricularse como estudiante en ella. Todo lo escuchó con atención, y aun prometió observarlo; pero lo hizo de una manera que consideré que sólo el escarmiento podía curarle; así que me limité a vigilar sus pasos (lo que pude hacer con más comodidad por haberse venido a vivir conmigo), y afecté una completa indiferencia, dejándole tanta cuerda cuanta consideré que necesitaba para acercarse al precipicio sin perecer en él.

Don Solícito desde entonces se hizo gran amigo de la casa; entraba y salía en ella, cuándo con una lista de vacantes, cuándo con otra de mudanzas en pronóstico; ya con borradores, de memoriales, ya con esquelas recomendatorias; y luego, para diferenciar, le proporcionaba a mi pariente permisos para ver palacios y museos, y billetes de bailes y festines; cuyos obsequios y actividad le hacía a él hallarse más complacido y a mí más celoso.

Yo guardaba el dinero de mi amigo, y esto me tenía seguro de que sin mi noticia pudiesen engañarle; y aunque observé que sus gastos iban en aumento más que regular, nada le dije, considerando que acaso su buen porte podría contribuir al logro de sus pretensiones, pues bien se me alcanzaba que en la corte el que pretende en coche tiene ya medio lograda su solicitud; y confirmábame en ello cuando le veía acompañado de personas de gran tono, o ya sentado en un palco entre seda y plumas, o tuteándose con un duque en una partida de écarté. En fin, su seguridad y satisfacción eran tales,que me hacían dudar a mí mismo.

Una mañana en que mi huésped no estaba en casa vino Ganzúa, y en su semblante y preguntas creí notar cierta agitación, no disimulando lo que le contrariaba el no encontrar en casa al otro, y si a mí; preguntome si sabía por casualidad si mi amigo había ido a casa de doña Melchora Tragacanto; díjele que no lo sabía, tanto más, cuanto que era la primera vez que dicho nombre llegaba a mis oídos; alta con lo cual y una escrutadora mirada que le dirigí, no pudo disimular su turbación ni reparar que había cometido.

Aumentáronse mis sospechas con la llegada de un agente de cambios, que venía a entregar el producto de una letra de dos mil pesos que mi pariente, sin noticia mía, había girado contra su casa y aquél había negociado. Recogí el dinero, y sólo pensé ya en buscar el hilo de aquel nudo en que se intentaba al parecer envolver a mi amigo; pero no lo hubiera conseguido fácilmente, si la suerte no me hubiera ayudado, y he aquí el cómo.

Un coche que paró a la puerta a corto rato me hizo sospechar si acaso la dama vendría en persona a visitarnos; pero sólo se presentó un caballero bien portado, a quien por la ventana de la escalera vi ponerse en el ojal de la casaca una cinta de honor; esta evolución no me gustó gran cosa; pero ¡cuál fue mi sorpresa cuando saliendo a su encuentro, reconocí en él a Perico, mi antiguo amanuense, cuyas repetidas travesuras me habían causado en otro tiempo bastantes disgustos!

No pude contenerme; hablele con la mayor extrañez pidiéndole explicaciones de aquella farsa, y aprovechando el desconcierto en que le había constituido mi inesperada aparición, le pregunté con resolución quiénes eran doña Melchora Tragacanto y D. Solícito Ganzúa, amenazándole con mis procedimientos si no me decía la verdad, y ofreciéndole una buena recompensa en caso contrario.

Entonces, sin poderse contener, y mientras me pedía perdón de sus enredos, me entregó una carta abierta, dirigida a mi amigo y concebida en estos términos:

«Amiguito mío: Según lo que acordamos anoche, y a fin de cumplir con quien conviene, le envió a nuestro D. Judas, con el pagaré que V. me dejó, para que se sirva entregarle la suma consabida, de que le dará recibo, y antes de la noche tendrá V. en su poder el resultado; rompan VV. esta carta, y hasta la noche, que venga por acá a que le demos una enhorabuena. Su fiel amiga y desinteresada servidora, - Melchora Tragacanto».

Acabada que fue la lectura de la carta, Perico me refirió por menor las circunstancias de la tal señora, que eran singulares. Porque ella vivía con lujo, sosteniendo sus grandes necesidades, sin más que aparentar una protección de que absolutamente carecía, para lo cual había tomado muy bien sus medidas con los pobres pretendientes que llegaban a la corte. Entre otras, tenía varios comensales distribuidos en las puertas, posadas y casas de huéspedes, los cuales, introduciéndose con los recién venidos, les brindaban su protección, adquiriéndose su confianza; luego les presentaban en la casa, y allí se ostentaba rodeada de una comparsa, a la cual repartía los papeles que la convenían, para que el pobre forastero, seducido, cayese en el lazo y soltase prenda. -«Podría contarle a V. (continuó Perico) varios lances sucedidos en mi tiempo; pero sólo me limitaré a decirle que su pariente es el objeto del día, y que yo era el encargado de engañarle y de terminar esta farsa, cogiéndole una cantidad que él debía negociar hoy. Pero, ya que la suerte lo dispone de otro modo, ordene V. lo que yo debo hacer para complacerle y enmendar mi delito».

Grande fue mi indignación durante el discurso de Perico; pero, después de reflexionar bien, pareciome que no era tiempo de desahogarla, antes si de sacar partido de la feliz combinación que me hacía dueño del secreto de aquellos malvados; y así, dejando de tomarlo por el lado serio, combiné con el astuto Pedro una salida que pudiera castigar a la protectora y al protegido, y divertirnos al mismo tiempo.

No tardó en llegar mi huésped, al cual le dije que habiéndome entregado el agente los dos mil pesos de la letra que había hecho negociar, y presentándoseme luego, un caballero con aquella firma suya, se los había entregado; al mismo tiempo puse en sus manos un pliego que supuse que el mismo sujeto me había dejado. Abriole con precipitación, y sus ojos brillaban de alegría, entonándose y mirándome con aire satisfecho; yo afectaba la mayor indiferencia, y luego que le vi cambiar de color y conmoverse al leer el pliego, me escurrí bonitamente al gabinete inmediato; pero, no bien lo había hecho, cuando entró por la sala doña Melchora Tragacanto con el rostro encendido y vertiendo contra mi amigo las más horribles imprecaciones. Seguíanla D. Solícito y Perico, el cual se vino a reunir conmigo al gabinete. El pintar los mutuos reproches, las invectivas que se dijeron, y la bulla que armaron sin llegar a entenderse, fuera negocio largo de referir; y ¿por qué todo ello? (travesuras que me sugirió Perico). Que mi huésped había encontrado en el pliego que yo le entregué, escrito en letras enormes, el siguiente motete:

De un pretendiente novicio
Castigando la ambición,
Le hago un notorio servicio,
Pues por corto sacrificio
Recibe buena lección.

Y doña Melchora, en el talego que yo la había remitido, se encontró hasta unos cincuenta reales en monedas de a dos cuartos, nuevas y relucientes, como recién fabricadas que eran con el cuño de Segovia, atravesada entro ellas la coplilla que aquí campa:

De una astuta cortesana
Pago la falaz intriga
Dándola una lección sana:
Desnude a otra oveja, amiga,
Que yo vuelvo con mi lana.

Después que Perico y yo nos cansamos de reír y ellos de gritar, salí de mi escondite, y dirigiéndome a ellos: Señores míos -les dije-, ustedes habrán de disimularme la burleta que me he permitido hacerles, conociendo y apreciando, como no podrán menos, los motivos que a ello me han movido. Usted, mi señora doña Melchora, a quien hasta ahora no tuve la dicha de conocer, conserve la memoria de este suceso, tratando de buscar otros medios con que acudir a sus necesidades, sin abusar del infeliz forastero que viene a la corte, el cual, si en ella encontrara muchas como V., creería haber entrado en una cueva de vicios y de errores; mas por fortuna no es así, pues la vigilancia del Gobierno sabe descubrir las estafas y castigarlas menos festivamente que yo lo hago; y a usted, señor pretendiente por alto, o más bien por bajo medio, sírvale de escarmiento lo pasado, y si sus merecimientos y servicios son algunos, hágalos conocer por los medios que la razón y el honor aprueban, teniendo entendido que el verdadero mérito se coloca él mismo a la altura de los honores, sin elevarse a impulso de una bajeza. En cuanto a ustedes, señores subalternos de tan pérfida intriga...

Iba a continuar, pero al volver mi cabeza a uno y otro lado, eché de ver que me había quedado sin oyentes, pues todos habían desaparecido confusos y avergonzados.
(Noviembre de 1832)

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