lunes, 28 de enero de 2013

"La filarmonía" de Mesonero Romanos

La filarmonía

«La dulzura de la música es el único hechizo permitido que hay en el mundo».
FEIJÓO.

«La música compone los ánimos descompuestos y alivia los trabajos que nacen del espíritu».
CERVANTES.

El entusiasmo melómano producido a principios de este siglo por la fecunda lira del Cisne de Pésaro halagaba las imaginaciones europeas, harto fatigadas por las combinaciones de la política y los desastres de la guerra. Las artes encantadoras, que sólo crecen a la sombra de la paz, tornaban a ejercer su influencia en los corazones generosos; y el privilegiado Rossini, aún no bien salido de la infancia, acababa de fijar la atención general presentando en la escena veneciana, en el Carnaval de 1813, su famoso Tancredi. A los acentos del nuevo Orfeo respondieron todos los corazones: «desde el Dux hasta el último gondolero repetían involuntariamente su armonía, y las orillas del Adriático resonaban a todas horas «mi rivedrai, ti rivedrò». «Ni paró aquí (añadían los periódicos de aquella época) el triunfo del compositor boloñés; en menos de un año su magnífica producción dio la vuelta a Europa; sus cantos se hicieron populares y admirados en todas partes; así se oían en la capilla Sixtina como en las revistas de Hydepark, en los conciertos de Petersburgo como en los bailes de París».

Desde entonces los teatros líricos de Europa quedaron como avasallados al sublime genio que incesantemente les alimentaba con nuevas producciones, llenas de riqueza y de armonía; y si bien el nuestro, aún no restablecido de los efectos de una guerra devastadora, no pudo ofrecernos tan pronto una producción del compositor del día, no por eso su música era desconocida en esta capital, en cuyos salones resonaba con el merecido aplauso.

-El ajuste, de las señoras Moreno y de otros artistas españoles para los teatros de Madrid vino a ofrecer la posibilidad del espectáculo lírico, y aun de la ópera Rosiniana, siendo La Italiana en Argel la primera de éstas que oyó el público madrileño en la noche del domingo 29 de setiembre de 1816, con motivo del augusto enlace de nuestro soberano con la reina doña Isabel de Braganza. El entusiasmo inexplicable que aquella brillante producción causó en esta capital fue un anuncio de los gratos momentos que el público matritense podía esperar del autor del Barbero de Sevilla; mas por entonces hubo de contentarse con algunas óperas de otros maestros, porque la escasez de la compañía lírica no permitía funciones de gran desempeño. Esta misma razón, sin duda, fue la que motivó que la señora Lorenza Correa, que acababa de contribuir en los teatros extranjeros a la gloria de Rossini, no se determinase a dar en Madrid ninguna de sus óperas, contentándose con hacernos conocer el Di tanti palpiti y Una voce poco fà, que colocó en las óperas tituladas Los Pretendientes y No se compra amor con oro.

Sin embargo de la escasez del espectáculo, no fue perdido para un público naturalmente filarmónico, y a medida que aquél iba adquiriendo vigor, veíase desterrar entre los aficionados el estilo monótono y amanerado de la antigua escuela, para dar lugar al sentimiento y vida de la nueva. La afición del público iba creciendo al par que sus conocimientos, y era menester complacerle si se quería dar calor a aquel movimiento. La empresa teatral de 1821 hubo de pensar sin duda de este modo, decidiéndose a volver a presentar a los madrileños el espectáculo de la ópera italiana, de que aun se conservaban reminiscencias, aunque remotas. Para ello contrató una compañía, compuesta de profesores distinguidos, tales como Mari, Capitani, Vaccani , etc., y a ésta fue a quien debió Madrid el conocimiento de las obras más escogidas de Rossini y demás célebres compositores modernos, cuyas bellezas acabaron de fijar su natural predilección por la música y le fueron un manantial de placeres. Muchos arios pasarán sin que olvide el delirio que la infundía Tancredo en la peregrina voz de la señora Adelaida Sala o García de Paredes en El Barbero de Sevilla.

Siguió así la ópera, más o menos boyante, hasta que en 1825 se ajustó la compañía Montresor, desde cuya época no fue una afición la del público, sino un furor filarmónico. El mérito de los cantantes, la nueva pompa con que se exornó el espectáculo, lo escogido de las funciones que se presentaron, fueron cosas de trastornar todas las cabezas, y llegó a tal punto el entusiasmo, que no solamente se les imitaba en el canto, sino en gestos y modales; se vestía a la Montresor, se peinaba a la Cortessi, y las mujeres varoniles a la Fábrica causaron furor todo aquel año. Tan poderoso es el prestigio de la novedad, y tan dominantes los preceptos de la moda.

La exigencia del público, creciendo desproporcionadamente, no se contentaba ya con artistas medianos. Fue preciso presentarle los de primer orden; y las célebres Corri, Cesarí, Albini, Lorenzani, Tossi y Meric Lalande, y los señores Maggioroti, Piermarini, Galli, Inchindi, Passini y Trezzini,  con tantos otros como, siempre ascendiendo, hemos visto después, han necesitado toda la extensión de sus talentos y, la perfecta ejecución de las obras más clásicas de Rossini, Pacini, Meyerbeer, Mercadante, Morlachi, Carnicer, Donizzeti y Bellini, para sostener la afición del público y excitar su entusiasmo hasta el punto que, al concluirse el año cómico de 1831 con la despedida de la señora Adelaida Tossi, faltó poco para que los partidos encontrados de Tossistas y Lalandistas consiguiesen sembrar una eterna discordia en nuestra sociedad madrileña.

Tan imposible era ya hacer subir de punto aquella exageración, que necesariamente tenía que empezar a declinar; y así es que en el año último puede decirse que ha entrado la ópera en el período de su decadencia, de que sólo han podido retraerla algunos instantes los extraordinarios recursos artísticos de la señora Meric Lalande. En vano los entusiastas o intolerantes exclaman que los artistas no son nuevos y las óperas no bien escogidas; en vano buscan a su tibieza causas ulteriores; el mal está en su imaginación. Satisfecha ésta con el continuado alimento musical, y pasado también el influjo de la moda, ha llegado a mirar con indiferencia lo mismo que en otro tiempo la entusiasmaba; y por otro lado, después de escuchar Semiramide, Mosè, L'Ultimo giorno di Pompei, Il Crociatto, II Pirata y La Straniera, ¿qué otras composiciones podrían buscarse para excitar su admiración? Por esta sencilla razón sería de desear que la exigencia filarmónica hiciese un alto para mecerse agradablemente, sin un furor imposible de perpetuarse, en el ameno campo que la ofrece la rica fantasía de los compositores y la extraordinaria habilidad de los cantantes del día.

Esta dilatada educación musical, unida a la particular disposición de los filarmónicos españoles, han producido entre nosotros tan notables aficionados, que pueden hacerse oír con placer aun después de los célebres profesores que hemos visto en el teatro. Reconocida generalmente la superioridad de la música italiana sobre la insulsa pesadez de los romances franceses, que antes ocupaban nuestros salones de buen tono, viose en ellos campear la verdadera escuela de canto, si bien modificada cada año a la manera del modelo que se ostentaba en las tablas; así que alternativamente hemos observado reproducidas con una admirable fidelidad la arrogante determinación de la Albini, la tranquila corrección de la Lorenzani, la expresión romántica de la Tossi, y hasta la voz ahogada de Montresor, las prolongadas fioriture de Vaccani, y la tal vez nasal entonación de Galli.

Ocasión era ésta (si yo pretendiera tener vinculada la risa de mis lectores) para trazar un cuadro, si bien fantástico, si bien exacto, de nuestros filarmónicos de salón, poniendo de manifiesto las intriguillas que parecen anejas al ejercicio del arte, los desentonos de la armonía, las disputas de los acordes, las encontradas vociferaciones de los unísonos, y las intenciones menguadas de algunos virtuosos. ¡Qué festivos matices no podrían suministrar a mi bosquejo las ronqueras improvisadas, las pérdidas de voz y las recuperaciones repentinas, los descuidos con cuidado en más de un dúo, con el piadoso fin de perder al compañero; las expresivas miradas y suspiros en otro, las gratas palabras de «cara inmaggine; mio dolce bene; tenero oggeto; bel'idol'mio; abbi pietà di me», tan dulcísimamente deslizadas de ciertos labios como benévolamente acogidas por ciertos oídos; las imprecaciones a un padre tirano, prodigadas tal vez en su presencia, con notable entusiasmo suyo, o bien la letra de l'inutil precauzione, fuertemente aplaudida por un bondadoso marido, o emitida con intención por una virgen de diez y seis.

En segundo término, y como formando el coro de mi festiva composición, osaría presentar a aquella cohorte parásita de aficionados orechianti, que, sin haber saludado los principios del arte, elevan o rebajan a su antojo las reputaciones filarmónicas, formándose en comisión de aplausos, y para los cuales las únicas bases del saber suelen ser la pujanza de la voz o los atractivos de una hermosa figura. En este número colocaría a aquellos que se sientan entre los cantantes y están siempre solícitos, ya a volver las hojas del papel, ya a despabilar las luces del piano, o repartiendo programas por la sala, o trasmitiendo, más o menos desfiguradas, las expresiones del maestro; los notificadores del «hoy no está en voz, no es de su cuerda, está cortada», y otras muletillas con que suele disimularse el haber cantado mal; los que tararean sotto vace la misma pieza que se canta; los que dan la señal de los «bravo, soberbio, admirable, encantadora», y otras expresiones a este tenor; los que arrojan a las plantas de nuestras actrices coronas de papel, o rompen en su obsequio los asientos del teatro; que conducen del piano a la silla a la amable cantatriz, envaneciéndose con los elogios que al paso recogen para ella; y tantos otros indispensables como forman el claro-oscuro de nuestras reuniones filarmónicas. -Pero tales observaciones, dando un aire satírico a mi discurso, me harían aparecer dominado por el deseo de encontrar ridículos, y no es ésta mi intención, tratándose de un arte que ha llegado entre nosotros a una altura regular.

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