lunes, 21 de enero de 2013

"Los paletos en Madrid" por Mesonero Romanos

Los paletos en Madrid

«Juan Labrador, ¿qué os parecen
Los músicos?». -«Que son diestros;
Pero mejor me parecen
De mi exido los jilgueros».
MATOS.

El aire de corte es semejante al tufo en una pieza cerrada, que sólo le perciben los que vienen de fuera. Esta fría atención, estos estudiados modales, estas palabras vagas, este cortés egoísmo que llamamosbuen tono y bien parecer, desconciertan sobremanera a los forasteros, y hacen formar distinto concepto de nosotros a aquellos mismos que, si nos vieron fuera de Madrid, quedaron prendados de nuestra amabilidad y cortesía. -¿Y por qué esta diferencia? Porque en la corte la fantasma del poder nos persigue constantemente, obligándonos a estudiar y medir nuestras palabras y acciones, congójanos con el temor de aparecer hombres vulgares; llena nuestras mentes de proyectos quiméricos y de esperanzas ambiciosas, y adormeciéndonos con ellas, nos hace desdeñar los sólidos caminos de la fortuna, por seguir los engañosos atajos del favor.

Sea, pues, ejemplo de estas verdades la familia de D. Teodoro Sobrepuja. Este caballero, a quien sus importantes empleos y comisiones delicadas habían ocasionado una enfermedad de pecho, que le redujo en poco tiempo a un estado lastimoso, viéndose precisado a buscar en los aires nativos el recobro de su salud, pasó a la villa de Olmedo, llevando consigo a sus dos hijos Carlos y Luisa, joven aquél de diez y ocho, y ésta de catorce años de edad.

La amabilidad de D. Teodoro y de sus hijos, y las muchas relaciones de familia que tenía en el pueblo, les sirvieron en términos que muy luego fueron el objeto de las atenciones y obsequios generales; pero más particularmente de parte de la familia de Patricio Mirabajo, el más rico hacendado de aquellos contornos, compañero de infancia de D. Teodoro, y cuya amistad llegó al extremo, que no contento con prodigarle toda clase de atenciones, no paró hasta llevársele a vivir a su casa propia, a fin de atender con más cuidado al restablecimiento de su salud. La mujer de Patricio, Aldonza Cantueso, mujer de un excelente fondo, aunque rústica sobremanera, y sus dos hijos Braulio y Feliciana, contribuyeron por su parte a hacer grata a los forasteros la estancia del lugar, de modo que, dilatándose ésta más de año y medio, recobró D. Teodoro, no tan sólo su perdida salud, sino aquel apacible sosiego del espíritu que huye de las ciudades, y sólo se encuentra bajo los humildes techos de la aldea.

Los jóvenes, por su parte, cuya tierna edad era la más a propósito para recibir las primeras impresiones del amor no pusieron cuidado en resistirlas; antes bien, dejaron crecer a la vista de sus mismos padres una pasión inocente que éstos se complacieron en fortificar, disponiendo, en consecuencia, los matrimonios de Carlos con Feliciana y de Luisa con Braulio, pero como todavía eran tan jóvenes, señalaron el plazo para de allí a tres años, que deberían reunirse en Madrid; y consolados con esta esperanza, aunque penetrados de sentimiento, regresaron D. Teodoro y sus hijos a la capital.

Fácil es de concebir la firmeza que resolución semejante podría mantener en el pecho de un hombre en quien la ausencia de la corte no había hecho más que adormecer las ideas de orgullo y de elevación; como también los vaivenes que durante tres años sufrirían los corazones de nuestros jóvenes en aquella peligrosa edad, y rodeados de los atractivos y seducciones cortesanas. Con efecto, el recuerdo de sus amores se debilitaba de día en día; pesábales ya el momento de escribir a sus amantes, y en el interior de sus corazones temían ver llegar el plazo de la entrevista. Don Teodoro, por su parte, ocupado en sus ascensos y engrandecimiento, apenas recordaba ya su compromiso, cuando una mañana la ronca voz de la señora Aldonza vino a sacar a todos de su distracción, y vieron con asombro a aquélla y sus dos hijos que entraban por la sala con la algazara y contento propias de personas sencillas y satisfechas.

Tan inesperada invasión no pudo menos de sorprender a. D. Teodoro y su familia; perosobreponiéndose luego al primer movimiento de extrañeza, recordó aquél los inmensos favores que debía a sus huéspedes, y haciendo una violencia a su fisonomía y a su lengua, procuró recibirles con muestras de regocijo. Las parejas juveniles, observándose con desconfianza y curiosidad, tardaron aún largo rato en manifestarse; pero un resto del fuego de su antiguo amor, encendido a la vista de aquellas facciones, en otro tiempo adoradas, les obligó por entonces a hacer abstracción de trajes y modales, y sólo mirar el objeto de sus primeros amores, con lo cual pudieron entregarse a las demostraciones de su contento, demostraciones que se prolongaron todo aquel día.

A la mañana siguiente fue preciso condescender con el deseo de los huéspedes de dar una vuelta por calles y paseos, con lo cual empezaron éstos muy de mañana a destapar cofres y maletas y sacar de ellos los trajes de día del Corpus para presentarse en Madrid con el decoro conveniente. Pero el elegantísimo Carlitos, a quien toda la noche había traído desvelado la consideración de lo mucho que iba a padecer su vanidad, no perdía de vista aquella operación: asustado con los tales preparativos, corrió al cuarto de su hermanita, y arrojándose en una silla: -¡Ay, Luisita mía -exclamaba-, tristes de nosotros, acompañando a los lugareños! ¡Si vieras qué vestidos, qué telas, qué peinados! Sin duda que vamos a ser la burla de todo el Prado. ¿Qué dirán tus amiguitas las de Yerba-vana, que tan sublime concepto tienen formado de mi elegancia, viéndome hacer el amor a una paleta con el talle bajo el brazo, mantilla hueca y recogida a la garganta, bucles cortitos y peineta de a tercia, zapatos de tabinete y guantes de color de rosa? Y tú, por tu parte, ¿cómo, has de sufrir la risa del alférez de la Guardia, mirándote acompañar por un frac del año 12, sombrero ancho de copa, pantalón de punto ajustado, y botas de campana a la tombé?

-Sin duda, Carlitos -exclamaba Luisita sollozando-, sin duda que haremos con ellos un buen contraste, tú con tu levita de fantasía, y yo con mi cachemir ternó.

-Y papá, ¿qué papel va a hacer con sus dos veneras, acompañando a la señora Aldonza, de vestido de estameña y moño de calabaza?

-¡Oh! eso es insufrible, y yo voy a fingirme mala.

-Y yo también -decía Carlitos-; pero al llegar aquí, abren con estrépito la mampara, y se adelanta el triunvirato olmedino, ofreciendo el anacronismo más disonante en aquel primoroso tocador Psiché.

Sin embargo, los jóvenes cortesanos disimularon su extrañeza; pero no así los paletos, los cuales rieron a carcajadas al mirar el ajustado talle de Carlos y el elegante prendido de Luisita, mortificando a éstos con sus preguntas y algazara, no menos que al padre, que se presentó después; pero no hubo más remedio que hacerse una fuerte violencia y acompañarlos a paseo.

Pongo en consideración de mis lectores la extravagante caricatura que ofrecerían las tres parejas, así como también dejo considerar el efecto que en los recién venidos produciría la vista de tantos objetos extraños. Éste, a la verdad, era singular e incomprensible; v. gr., pasaron sin hacer alto por delante del hermoso edificio de la Aduana, y les llenó de admiración la fuente de la Mirablanca; vieron sin entusiasmo el Salón del Prado, y en las fuentes de Cibeles, Apolo y Neptuno, lo que más les admiraba era la anchura del pilón. Cada coche que pasaba era para ellos un suceso: las mujeres, madre e hija, agarraban a sus parejas respectivas, temiendo que las atropellasen, aunque fuesen a treinta varas de distancia, y el mancebo se quitaba cortésmente el sombrero, creyendo que los que iban dentro eran todas personas reales. A cada lugareño que pasaba iban a hablarle, tomándole por paisano suyo, y la vista de cada elegante les producía risas convulsivas y dichos nada corteses. Su marcha en la confusión del Prado era oblicua y desigual; quejábanse de las apreturas; distraíanse mirando atentamente a las caras de los paseantes; dejaban caer el abanico, los guantes, el pañuelo, y a cada objeto que les chocaba llamaban la atención de los demás señalándole con el dedo. Mas, en fin, cansados a la segunda vuelta, quisieron sentarse, no sin grave alivio de los acompañantes, que vieron disimulada por un momento su enfadosa publicidad.

De vuelta de paseo manifestaron deseos de beber, y D. Teodoro, venciendo su repugnancia, les hizo entrar en un café, donde pidieron limón y leche, y luego chocolate con bollos; y habiendo querido obsequiar Carlitos a Feliciana con un queso helado, ésta pidió al mozo un cuchillo para partirle.

Pasaron después al teatro a ocupar un palco, tomado de antemano; allí se echaron de brazos en la barandilla, y dejaron caer un anteojo perpendicular encima de la cabeza de un alguacil, con lo que llamaron la atención de toda la concurrencia, no sin grave bochorno de los dos jóvenes madrileños, que se escondían lo mejor posible.

La desgracia hizo que aquella noche acertasen a hacer la ópera de L'último giorno di Pompei, y si bien al principio la vista de las decoraciones y el ruido de la música y de los coros los tenía agradablemente entretenidos, no tardaron en empezar a bostezar, y al caer el telón al final del primer acto, cayeron también sus párpados, permaneciendo en tan envidiable estado hasta que la erupción del Vesubio, al concluirse la ópera, les hizo despertar asombrados, y figurándosela verdadera, corrieron a la puerta temiendo ser víctimas de aquella catástrofe.

Sería nunca acabar el ir refiriendo una por una las escenas grotescas que ofrecía la naturalidad de nuestros paletos, contrapuesta a la afectación de los cortesanos; por mi parte tuve motivo de ser testigo de alguna de ellas, por haberles acompañado, en calidad de amigo de la casa, a ver las curiosidades de Madrid, y preguntándoles después qué era lo que más les había gustado de ellas, me respondieron que en el Palacio la pieza de porcelana; en el Museo, el cuadro del hambre de Madrid; la vajilla de plata en el Casino; la campana china en el Gabinete de Historia Natural; en el Retiro, el ídolo egipcio de la fuente del estanque, y en la Armería, el espejo para curar la ictericia. En punto a paseos, dieron la preferencia a la Ronda, y de funciones teatrales, ninguna les agradó como la Pata de Cabra; lo demás todo lo hallaron mediano, y de ningún modo preferible a las bellezas de Olmedo.

No hay necesidad de decir que la ilusión de nuestros jóvenes madrileños había ido desapareciendo a medida que observaban estas cosas; pero dudosos sobre su futura suerte, y aún confiados en que la permanencia en la corte obligaría a los otros a mudar de inclinaciones, formaron empeño en inspirarles otras ideas; -inútil intento; -la sencillez de los naturales venía a descomponer todos sus planes. En vano los sastres y modistas acomodaron a sus cuerpos todos los caprichos de los figurines parisinos; la cabeza erguida y los brazos caídos dábanles el aspecto de un maniquí sin animación; en vano les enseñaban a pronunciar bien las palabras; su lengua, no sujeta, les hacía traición a cada momento.

Por último, un día en que todos manifestaban su mutuo descontento por lo inútil de estas lecciones, saltó la señora Aldonza, y dando rienda suelta a su mal reprimido disgusto, -«No os canséis, chicos (les dijo), que pa golver en ca e vuestro padre Patricio Mirabajo con los mesmos pecaos que trujisteis, eso me da que igais aches como que igais erres; y Dios en mis adrentos, que lo demás son sotilezas, con que no hay sino dejallo y no andarme con aquí te la puse, que lo mejor sólo Dios lo sabe; y como esas cosas podría yo contarles a los de Madril cacaso no entienden... ¡No sino úrguenme un tantico, y verán como todos tenemos nuestro aquel!... Y dígolo porque yastoy cansáa de tanto pedricarles de la pulítica, y dale con las cortisías, y torna con los filís, que así Dios me perdone como parecen saltarines de los cantaño bajaron a mi puebro... ¿Sus paece chicos (añadió encarándose con los madrileños), que los mi mochachos pa casarse nesecitan deprender toas esas estilaciones de la corte? Pues náa menos queso; porque ellos mientras Dios dé vida y salú a Aldonza Cantueso y Patricio Mirabajo, no han de apartarse dellos, agora se casen, agora no, que pa eso les himos parío y criao a nuestros pechos, pa que tengan cuidiao de mosotros desque lleguemos a viejos, y si lo contrario hicieren, para ésta (y besó la cruz) que no habían de llevar un chavo, casi es nuestra última y postrimera voluntá. Y esto mismo cuento de icirle a vuestro padre, y que o herrar o quitar el banco; y vosotros ya sabéis el camino de Olmedo, con que allí aguardamos la rempuesta».

Corridos y confusos quedaron los dos jóvenes con aquella inesperada proclama, y luego que quedaron solos, empezaron a reflexionar sobre su suerte; vieron cuán ilusorios eran sus proyectos de enseñar a sus amantes el aire de corte, cuando ellos mismos se verían precisados a olvidarle, si habían de casarse y vivir en Olmedo: preguntáronse mutuamente sobre el estado de sus corazones, y hallaron que no quedaba en ellos una chispa del amor primero; observaron la tibieza de su padre en recordarles el empeño contraído; y por último, llamaron en su auxilio las gracias de la señorita de Yerba-vana y del alférez de la Guardia, que acertaron a entrar en aquel momento. Don Teodoro, por su parte, acalorado por las reconvenciones de Aldonza, no tuvo reparo en anular el contrato, y los jóvenes renunciaron con gusto a una renta de diez mil ducados, por no verse precisados a salir de Madrid, así como los aldeanos resolvieron olvidar un amor que les ponía en peligro de tener que aislarse de Olmedo.

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