viernes, 18 de enero de 2013

"Retrato de antepasado" y "Nocturno", poemas de Rosario Castellanos en "Materia memorable"(4)

RETRATO DE ANTEPASADO

Lo dejaron aquí, más que por reverencia
por olvido. Ninguno
levanta la mirada a este rincón del cuarto.

Preside cierto orden de objetos, cierta rutina
inminente y le otorga
la edad que necesita.

Ha presenciado alegres ceremonias
y ha visto cómo deudos diligentes
colocan en su marco orlas de luto.

Y ni se regocija ni consuela.

Distante, amarillento, anónimo, sus manos
empuñan todavía un bastón de caoba
¡aunque hace tanto tiempo se perdieron sus huesos!

NOCTURNO

Amigo, conversemos.
¿Desde hace cuántos años? Desde el día
en que a un tiempo rompimos la tiniebla
y con vagido entramos en el reino del aire;
desde que los mayores nos pusieron
la sal sobre la lengua
y nos soplaron al oído un nombre
(no de amor, de destino),
un nombre que repites todavía
y que repito yo y repetimos
hasta el fin, hasta el fin, sin entenderlo
hemos estado juntos.
Espalda con espalda. El uno viendo
nacer el sol y el otro
posando su mejilla en el regazo
materno de la noche.

Atados mano contra mano y vueltos
-forcejeando por irnos-
uno hacia el sur, hacia el fragante verde,
y el otro a la hosquedad de los desiertos;
desgarrados; sangrando yo con la herida tuya
y tú quizá doliéndote
de no tener siquiera una pequeña brizna
de dolor que no sea también mío,
hemos sido gemelos y enemigos.

Nos partimos el mundo. Para ti
ese fragmento oscuro del espejo
en que solo se ve la cara de la muerte;
los hierros, las espinas del sacrificio, el vaso
ritual y el cascabel violento de la danza.

Y para mí la túnica parda de la labor,
la escudilla de barro torneado con las manos
en que no cabe más que un sorbo de agua
y el sueño sin ensueños de la sierva.

Pero fuimos desleales al pacto. Tú acechabas
-lobo hambriento- el plantel y los rediles
y aullabas profecías intolerables
y hacías resucitar maldiciones y textos
rescatados de no sé qué catástrofe.

O incendiabas, de pronto, mi faena
con un emorme resplandor sagrado.

Y yo la hormiga. Yo
consquilleando en tu brazo, hasta abatirlo,
cada vez que querías alzarlo hasta los cielos.

Y yo, Marta, pasando la punta de los dedos
sobre el altar, para encontrar la huella
del polvo mal limpiado.

Y yo, la tos que rompe
la redondez entera de la bóveda
en el instante puro de la consagración.

Y yo en la fiesta. Párpados esquivos,
trenza apretada, labios sin sonrisa.
De espaldas a la música, con esa cicatriz
que el ceño del deber me ha marcado en la frente;
pronta a extinguir las lámparas, ansiosa
de despedir al huésped
porque en la soledad yo te escupía a la cara
el nombre de la culpa.

Ah, qué duelos a muerte.
Hasta el amanecer luchábamos y el día
nos encontraba aún confundidos en nudo
ciego de odio y de lágrimas.

Como el convaleciente, tambaleándonos,
nos poníamos de pie, lívidos y desnudos.
Y ni así, al contemplar nuestras llagas, subió
jamás a nuestra boca
una palabra de piedad, un gesto
en que se nos volviera perdón el sufrimiento.

Pero hoy me tiemblan tus rodillas; late
tu pulso enloquecido entre mis sienes
y siento que el orgullo se nos va deshaciendo
como un sudor que escurre adentro de la médula.
Porque la noche es larga. Nada anuncia su término
y acaso
para nosotros dos ya no hay mañana.

Demos a la fatiga una tregua y hablemos.

Ayúdame a decir esa sílaba única
-tú, yo, ¡pero no dos, nunca más dos!-
cuya mitad posees.

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