viernes, 5 de abril de 2013

"Última crónica", poema de Rosario Castellanos en "Materia memorable"(15)

ÚLTIMA CRÓNICA

Cuando cumplí la edad, las condiciones,
alcancé el privilegio.
Fui invitada a asistir al rito inmemorial,
a ese culto secreto en el que se renueva
la sangre ya caduca,
en que se vivifican las deidades,
en que el árbol se cubre de retoños.

Entré en el templo de los sacrificios
y vi a los ayudantes del sacerdote máximo
raspar antiguas costras desteñidas
que mancillaban la pared y el suelo;
pulir la piedra del altar, volverla
el espejo perfecto que duplica los actos
y les confiere así doble valor.

Los presenciantes, mudos
(¿de miedo
o ya de reverencia?),
aguardaban temblando, con la mirada fija
en la llamada puerta del escarnio.

De allí saldría la víctima.

¿Quién será?, pregunté. Y un iniciado
me respondió: la nombran
de muchos modos y es siempre la misma.

¡Oh, no!, clamé. ¡Piedad! Porque sentí
removida la tumba de mis muertos,
la ceniza del héroe dispersada,
turbada la vigilia
del hombre que contempla las estrellas,
interrumpido el sueño del que sueña
el porvenir; desperdigadas, rotas
las palabras que un día se congregaron
alrededor de un orden hermoso y verdadero.

¿Qué ultraje van a hacerle a esa criatura inerme?

Es lo único que cambia, me indicaron.
No se repetirá ninguno que haya sido
consumado otra vez.

El himen desgarrado fue la hazaña
del rudo semental y de ella hemos nacido
tú, yo, nosotros, los que atestiguamos
y los que permanecen en la orilla.

Después llegaron los mutiladores,
los chalanes que fueron a venderla
al mercader de esclavas.

Fue saqueada mil veces; fue aherrojada
en calabozos húmedos
que algún tumulto derribó y caudillos
bárbaramente tiernos y feroces.

¿Quién sobrevive? Nadie más que ella,
la indestructible. A cada cierto plazo
desciende hasta nosotros y se ostenta,
siempre bajo una máscara distinta,
para probar su legitimidad
y exigir homenajes y tributos.

Así no haya temor.
Las ceremonias ya no serán cruentas.

Expectante, la vi salir: desnuda,
más, más, más, desollada.
Y sin ojos, sin tacto,
pero como quien sabe su camino,
se dirigió guiada por nadie, sostenida
por nadie, hasta el lugar
único y preparado.

El sacerdote máximo le tomó la cabeza
-no para cercenarla
sino para verter en ella ungüentos,
mixturas de las hierbas más salvajes-.

Algo dijo en su oído, que no escuché. Un conjuro,
algo que se repite y se repite
hasta hacerse obediencia.

Después, amigos míos, os suplico,
no dudéis de mi lengua,
no dudéis de la mano con que escribo
y no pongáis en tela de juicio lo que juro.

Vi la metamorfosis. Nuestra dueña,
desollada y por ello lamentable,
se recubrió de escamas de reptil
y se ciño al tobillo un cascabel frenético
(el de la danza no, el del exterminio)
y se volvió hacia todos, poseída
por un furor que tuvo a su alcance el instrumento
para ser eficaz, para destruir
lo tan penosamente atesorado.

Con los demás corrí despavorida
y vine a refugiarme al rincón más oscuro.

Hasta aquí los sirvientes y los intermediarios,
los traidores también de entre los míos,
me prendieron y a rastras me llevaron
hasta donde ella estaba
y me ordenaron: cuenta lo que has visto.

Iba a llamarla Ménade,
iba a atarla de epítetos,
iba a finalizar mi relato diciendo
la frase de aquel criado de Job, el mensajero
narrador del desastre.

Pero no pude. Alguno
por encima del hombro me vigila
con ojos suspicaces;
me prohíbe que use figuras extranjeras
porque las menosprecia o las ignora
y recela una burla, una celada.

Ha descargado el látigo para hacerme saber
que no tengo atributos de juez y que mi oficio
es sólo de amanuense.

Y me dicta mentiras: vocablos desgastados
por el rumiar constante de la plebe.

Y continúo aquí, abyecta, la tarea
de repetir grandeza, libertad, justicia, paz, amor, sabiduría
y... y... no entiendo ya
este demente y torpe balbuceo.

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