viernes, 21 de junio de 2013

"El pobre" y "Los distraídos", poemas de Rosario Castellanos en su poemario "Lívida luz"

EL POBRE

Me ve como desde un siglo remoto,
como desde un estrato geológico distinto.

Del idioma que algunos atesoran
le dieron de limosna una palabra
para pedir su pan y otra para dar gracias.
Ninguna para el diálogo.

El domador, con látigo y revólveres,
le enseña a hacer piruetas divertidas,
pero no a erguirse, no a romper la jaula,
y lo premia con una palmada sobre el lomo.

Aunque son tantos (nunca se acabarán, prometen
las profecías) cada uno
cree que es el último sobreviviente
-después de la catástrofe- de una especie extinguida.

Allí está; receptáculo
de la curiosidad incrédula, del odio,
del llanto compasivo, del temor.

Como una luz nos hace
cerrar violentamente los ojos y volvernos
hacia lo que se puede comprender.

Nadie, aunque algunos juren en el templo, en la esquina,
desde la silla del poder o sobre
el estrado del juez, nadie es igual
al pobre ni es hermano de los pobres.

Hay distancia. hay la misma extrañeza interrogante
que ante lo mineral. Hay la inquietud
que suscita un axioma falso. Hay
la alarma, y aun la risa,
de cuando contemplamos
nuestra caricatura, nuestro ayer en un simio.

Y hay algo más. El puño se nos cierra
para oprimir; y el alma
para rechazar lejos al intruso.

¡Qué náusea repentina
(su figura, mi horror)
por lo que debería ser un hombre y no es!

LOS DISTRAÍDOS

Algunos lo ignoraban.
Creían que la tierra era aún habitable.
No miraron la grieta
que el sismo abrió; no estaban cuando el cáncer
aparecía en el rostro espantado de un hombre.

Rieron en el instante
en que una manzana, en vez de caer,
voló y el universo fue declarado loco.

No presenciaron la degollación
del inocente. Nunca distinguieron
a un inocente del que no lo es.

(Por otra parte habían aprobado,
desde el principio, la pena de muerte.)

Continuaron llegando a los lugares,
exigiendo una silla más cómoda, un menú
más exquisito, un trato más correcto.

¡Querido, si te sirven sin gratitud, castígalos!

Y en los muros había un desorden peculiar
y en las mesas no había comida sino odio
y odio en el vino y odio en el mantel
y odio hasta en la madera y en los clavos.

Entre sí cuchicheaban los distraídos:
¿qué es lo que sucede? ¡Hay que quejarse!

Nadie escuchaba. Nadie podía detenerse.

Era el tiempo de las emigraciones.

Todo ardía: ciudades, bosques enteros, nubes.

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