Lucy
John estaba leyendo
en The Guardian los detalles del
lanzamiento del satélite artificial Lunar
Orbiter 3, cuando su hijo irrumpió en el salón corriendo y gritando:
–¡Papá,
papá! ¡Mira lo que he hecho en el cole!
El
pequeño Julian le tendió una hoja de papel bastante manoseada con un dibujo.
Una niña con un collar de cuentas de colores y los brazos extendidos volaba
entre nubes y estrellas en un cielo nocturno.
–Vaya…
esto está muy bien –dijo John, mientras veía cómo Julian pugnaba por quitarse
el abrigo y la mochila al mismo tiempo–. Ven, que te ayudo.
–No,
no. Puedo yo solo. ¿Te gusta? –preguntó a su padre mientras se sacaba un guante
tirando de él con los dientes y arrojaba la mochila y el abrigo sobre el
sillón.
–Sí,
claro. ¿Es una princesa voladora?
–¡No…!
–exclamó Julian sonriendo.
–¿Entonces?
–Es
Lucy. Lucy O’Donell.
–¡Ah!
Así que Lucy O’Donell. ¿Es de tu clase? ¿Una amiga?
–Sí,
bueno –dijo el niño enrojeciendo y bajando la mirada.
–¡Así
que es tu novia! –John rió y le revolvió el pelo a su hijo cariñosamente.
–No,
no. No es mi novia –protestó el pequeño–. Sólo es Lucy volando.
–Yo
creía que era una princesa voladora. Como lleva ese collar de perlas…
–No
sé. Es Lucy, en el cielo… con diamantes.
Esa
tarde, cuando llegó Paul, John le enseñó la canción en la que había estado
trabajando, una melodía pegadiza, entre rock y canción infantil. Aún quedaba
mucho por hacer, pero podrían incluirla en su próximo disco.
–Por
cierto, ¿quién es Lucy? –preguntó Paul interrumpiendo la demostración de su
amigo.
–Una
compañera de Julian –contestó John, señalando un dibujo infantil que había
colgado en la pared del estudio.
Paul
arqueó las cejas: –Tu hijo es de lo más psicodélico.
* * *
Donald trabajaba con la picola en el área de prospección
mientras tarareaba la canción de los Beatles que habían escuchado la noche
anterior durante la cena. No
lograba quitársela de la cabeza.
–«Cellophane flowers mmm… and
green… look for the girl mmmm…». ¡Ey, chicos, creo que he
encontrado algo! –exclamó sorprendido al notar cómo su pico tropezaba con un
estrato más sólido, y enseguida se arrodilló y comenzó a quitar el polvo con
una brocha.
Otros
miembros del equipo se acercaron rápidamente y observaron el hallazgo de
Donald. Kate y Michael entraron en el agujero y ayudaron al responsable de la
excavación a desenterrar lo que parecía ser el esqueleto de un homínido.
Después de numerar y fotografiar cada uno de los huesos, los transportaron a la
carpa que hacía las veces de laboratorio. En el campamento, situado a unos 150 kilómetros de
Adís Abeba, no contaban con los medios técnicos necesarios para datar los
restos, pero reconstruyeron el esqueleto sobre la mesa metálica y lo analizaron
detenidamente.
–Donald,
tío, esto es muy gordo –dijo Michael rascándose la cabeza e inclinándose sobre
el hueso de la rótula, todavía manchado de barro.
–Hasta
que no regresemos a Cleveland no podremos hacer las pruebas, pero yo diría que
esto tiene más de dos millones de años de antigüedad. Debe de ser alguna
especie de Australopithecus. Intuyo que es un hallazgo importante –comentó
Henry, el encargado del laboratorio, ajustándose las gafas–. Habrá que extraer
muestras del terreno, para hacer un estudio bioestratigráfico.
–¡Vamos
a salir en los libros, Donald, ya verás! ¡Enhorabuena! –Michael estaba
entusiasmado, dando vueltas de allá para acá, mirando de cerca el esqueleto.
–La
pelvis es de una hembra –dijo Kate.
–Sí
–añadió Henry–. Mide un metro y, en vida, pesaría unos 27 kilos.
–Mirad
esto –dijo Donald sosteniendo el cráneo del homínido cuidadosamente y
poniéndolo ante la vista de los demás–. Hemos estado analizando la dentadura:
las muelas del juicio estaban recién salidas. Era una hembra joven.
–De
unos veinte años –precisó Henry.
–¡Pero
si era una cría! ¡Una niña! –dijo Michael.
–Una
niña antigua –dijo Kate sonriente–. Habrá que bautizarla, ¿no?
–Podríamos
llamarla Lucy –dijo Donald recordando el single
del grupo británico.
* * *
El señor O’Donell estaba impaciente. Su mujer estaba embarazada
de seis meses y aquella tarde tenía cita con el ginecólogo.
Desde
que había llegado a casa, O’Donell no paraba de dar vueltas. Se había sentado
en el sofá a hojear la prensa, se había preparado un té, había visto en la BBC
las imágenes de la tierra captadas desde la luna por el laboratorio fotográfico
Lunar Orbiter 1, había empezado
a escuchar Fidelio y había
desconectado el tocadiscos antes de que terminara la obertura, había mirado por
la ventana una docena de veces, había encendido un cigarro y lo había apagado
después de darle un par de caladas.
«No
tengo de qué preocuparme, Helen estará bien –se dijo–. Seguro».
Finalmente,
decidió calmarse. Se sentó en su sillón preferido, abrió el libro de
antropología que había sobre la mesita y leyó el capítulo dedicado al
descubrimiento de Lucy, el esqueleto de un homínido perteneciente a la especie Australopithecus afarensis, de más de
tres millones de años de antigüedad. Los restos fueron hallados en el triángulo
de Afar, en Etiopía, durante una misión antropológica de la que era responsable
el paleoantropólogo estadounidense Donald Johanson.
O’Donell
comenzó a tomar algunos apuntes para explicar a sus alumnos del instituto de
Weybridge el tema de la evolución del ser humano, que debía exponer el lunes en
la clase de ciencias naturales.
En
cuanto escuchó las llaves en la cerradura, se levantó dejando caer los papeles
y el libro que tenía sobre el regazo.
–¿Qué
te ha dicho el doctor? ¿Va todo bien? –preguntó angustiado en cuanto su mujer
cruzó la puerta.
–Sí,
todo va estupendamente. No te preocupes –dijo Helen mientras colgaba su bolso
en el respaldo de una silla–. Y, ¿sabes una cosa? –sonrió enigmáticamente– dice
el doctor que será una niña.
–¡Una
niña! ¡Una niña! –exclamó O’Donell emocionado–. Entonces…
–Entonces
–continuó Helen–, ya podemos decorar la habitación del bebé. E ir pensando un
nombre. Qué te parece si la llamamos Margaret, como tu hermana.
–Sí,
está bien. Aunque también se podría llamar Helen, como tú, o Lucy…
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