Síndrome
Ya había experimentado
aquella sensación antes de abandonar la avenida principal. Ahora, en este
callejón desierto, la impresión de que alguien me perseguía adquiría aún más
consistencia. Las farolas dibujaban pequeños halos de luz amarillenta sobre la
acera. El resto de la calle permanecía en una oscuridad casi absoluta. Un gato
se deslizó bajo las ruedas de un coche abandonado. Avancé unos metros. Sólo se
escuchaba el eco de mis pasos repetido por las fachadas ennegrecidas de los
edificios, por los contenedores cubiertos de graffiti. Aparentemente, estaba
solo. Sin embargo, podía imaginar la presencia de mi perseguidor oculto tras
alguna esquina, en el umbral sombrío de alguno de aquellos portales. Continué
caminando, echando miradas por encima del hombro, escudriñando en la noche con
los ojos entornados. Entonces me pareció ver a un hombre de mi estatura
iluminado por un rayo de luna. Inmediatamente, retrocedió para volver a
desaparecer en la negrura de la noche. Definitivamente, lo había visto. Un
hombre de complexión mediana, con un sombrero oscuro y una gabardina
desgastada, similar a la mía. Aceleré el paso, con el anhelo de cruzarme con algún
paseante nocturno o de que mis pasos me condujesen hasta alguna plaza
concurrida. Cada vez lo sentía más cerca, casi me pisaba los talones. Había
empezado a trotar, intentando aumentar la distancia que me separaba de mi
persecutor. En un momento dado, me paré bruscamente y me di la vuelta. Allí
estaba, a sólo unos metros de mí. Con unos zapatos iguales a los míos, también
salpicados de barro, avanzó unos pasos, hasta que pude distinguir perfectamente
sus facciones en la penumbra del callejón. Una barba de dos días erizaba un
mentón prominente como el mío; los labios finos, similares a los míos, se
contraían en un rictus severo, de impaciencia y hostilidad; mi propia nariz;
mis cejas arqueadas, interrogantes; los ojos marrones, del mismo tono castaño
que los míos, reflejaban los sentimientos contradictorios de miedo y curiosidad
que ahora me asaltaban. Permanecimos unos instantes mirándonos en silencio y,
entonces, después de un ligero carraspeo, con mi propia voz, me preguntó: «¿por
qué me sigues?».
Rebajas
Acababa
de recibir mi primer sueldo y decidí que me merecía un regalo. Así que,
blandiendo mi tarjeta de crédito, entré en una de mis tiendas preferidas con la
idea de darme un capricho. El escaparate se presentaba prometedor. Después de
un buen rato rebuscando en los estantes y percheros, entré al probador con las
manos llenas.
Había
encontrado muchos más de los que me esperaba. Eran tantos y tan bonitos que me
resultaba imposible elegir.
Los
había largos y también cortos. Oscuros y claros, casi transparentes. Los
encontré de formas diversas y distintas texturas. Para invierno y para verano.
Algunos disimulaban mis defectos o resaltaban mis virtudes. Unos me sentaban
peor y otros mejor, evidentemente.
Algunos
me quedaban escasos. En otros podría perderme: tan grandes me quedaban. Algunos
hacían juego con mis zapatos o con el color de mis ojos.
Descarté
otros desde el principio. Ni siquiera intenté probármelos. Sabía que no me
quedarían bien, que no iban con mi estilo, que no encajaban con mi
personalidad. Incluso aunque me pareciesen maravillosos, sabía que no me
sentiría a gusto con ellos.
Otros
apenas los miré. Tal vez fuesen de mi talla, pero, simplemente, no me gustaban.
Quería
algo original, único. Que no lo pudiese lucir cualquiera. No quería ser igual
que la mayoría. Pretendía huir de la mediocridad y encontrar algo casi
irrepetible. Un modelo exclusivo, por llamarlo de alguna manera.
Al
final, después de muchas pruebas, de mirarme y remirarme, del derecho y del
revés, no fui capaz de hallar uno perfecto y definitivo. Y sin poder decidirme
por un único modelo, salí de la tienda cargada de adjetivos.
Aún
no he encontrado el que me defina.
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