Ignorante es uno y no tuvo noticia de Augusto Ferrán hasta leer 'Cien coplas por soleá', de la que en Poesía Abierta damos extensa muestra. En este libro sólo había una copla de autor, copla de Augusto Ferrán. Y resulta que Augusto Ferrán fue, ha sido, es, admirado por Gustavo Adolfo Bécquer y ejemplo para Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado y la Generación del 27. En España tenemos "muy buena memoria para olvidar" (expresión de mi amigo Bolo) y no hemos querido mantener esta hermosa y alta tradición poética. Hemos tenido que mirar al exterior para admirar e incorporar formas similares de otras lenguas.
La obra toda de Augusto Ferrán está en Cervantes Virtual. Pero como yo no me canso de recoger lo que me interesa, la pondré aquí, en pequeñas dosis, con los comentarios que crea convenientes (que serán pocos). Para empezar, el prólogo (antes crítica) que Gustavo Adolfo Bécquer hizo de 'La soledad'. Va.
I
Leí la última página, cerré el libro y apoyé mi cabeza entre las manos.
Un soplo de la brisa de mi país, una onda de perfumes y armonías lejanas besó mi frente y acarició mi oído al pasar.
Toda mi Andalucía, con sus días de oro y sus noches luminosas y transparentes, se levantó como una visión de fuego del fondo de mi alma.
Sevilla, con su Giralda de encajes, que copia temblando el Guadalquivir, y sus calles morunas, tortuosas y estrechas, en las que aún se cree escuchar el extraño crujido de los pasos del Rey Justiciero; Sevilla, con sus rejas y sus cantares, sus cancelas y sus rondadores, sus retablos y sus cuentos, sus pendencias y sus músicas, sus noches tranquilas y sus siestas de fuego, sus alboradas color de rosa y sus crepúsculos azules; Sevilla, con todas las tradiciones que veinte centurias han amontonado sobre su frente, con toda la pompa y la gala de su naturaleza meridional, con toda la poesía que la imaginación presta a un recuerdo querido, apareció como por encanto a mis ojos, y penetré en su recinto, y crucé sus calles, y respiré su atmósfera, y oí los cantos que entonan a media voz las muchachas que cosen detrás de las celosías, medio ocultas entre las hojas de las campanillas azules; y aspiré con voluptuosidad la fragancia de las madreselvas, que corren por un hilo de balcón a balcón, formando toldos de flores; y torné, en fin, con mi espíritu a vivir en la ciudad donde he nacido, y de la que tan viva guardaré siempre la memoria.
No sé el tiempo que transcurrió mientras soñaba despierto. Cuando me incorporé, la luz que ardía sobre mi bufete oscilaba próxima a expirar, arrojando sus últimos destellos que, en círculos, ya luminosos, ya sombríos, se proyectaban temblando sobre las paredes de mi habitación.
La claridad de la mañana, esa claridad incierta y triste de las nebulosas mañanas de invierno, teñía de un vago azul los vidrios de mis balcones.
Al través de ellos se divisaba casi todo Madrid.
Madrid, envuelto en una ligera neblina, por entre cuyos rotos jirones levantaban sus crestas oscuras las chimeneas, las buhardillas, los campanarios y las desnudas ramas de los árboles.
Madrid sucio, negro, feo como un esqueleto descarnado, tiritando bajo su inmenso sudario de nieve.
Mis miembros estaban ya ateridos; pero entonces tuve frío hasta en el alma.
Y, sin embargo, yo había vuelto a respirar la tibia atmósfera de mi ciudad querida, yo había sentido el beso vivificador de sus brisas cargadas de perfumes, su sol de fuego había deslumbrado mis ojos al trasponer las verdes lomas sobre que se asienta el convento de Aznalfarache.
***
Aquel mundo de recuerdos lo había evocado como un conjuro mágico, un libro.
Un libro impregnado en el perfume de las flores de mi país; un libro, del que cada una de las páginas es un suspiro, una sonrisa, una lágrima o un rayo de sol; un libro, por último, cuyo solo título aún despierta en mi alma un sentimiento indefinible de vaga tristeza.
¡La soledad!
La soledad es el cantar favorito del pueblo en mi Andalucía.
II
Aquel libro lo tenía allí para juzgarlo.
Como cuestión de sentimiento, para mí ya lo estaba.
Sin embargo, el criterio de la sensación está sujeto a influencias puramente individuales, de las que se debe despojar el crítico, si ha de llenar su misión dignamente.
Esto es lo que voy a hacer, si me es posible.
Hay una poesía magnífica y sonora; una poesía hija de la meditación y el arte, que se engalana con todas las pompas de la lengua, que se mueve con una cadenciosa majestad, habla a la imaginación, completa sus cuadros y la conduce a su antojo por un sendero desconocido, seduciéndola con su armonía y su hermosura.
Hay otra natural, breve, seca, que brota del alma como una chispa eléctrica, que hiere el sentimiento con una palabra y huye, y desnuda de artificio, desembarazada dentro de una forma libre, despierta, con una que las toca, las mil ideas que duermen en el océano sin fondo de la fantasía.
La primera tiene un valor dado: es la poesía de todo el mundo.
La segunda carece de medida absoluta; adquiere las proporciones de la imaginación que impresiona: puede llamarse la poesía de los poetas.
La primera es una melodía que nace, se desarrolla, acaba y se desvanece.
La segunda es un acorde que se arranca de un arpa, y se quedan las cuerdas vibrando con un zumbido armonioso.
Cuando se concluye aquélla, se dobla la hoja con una suave sonrisa de satisfacción.
Cuando se acaba ésta, se inclina la frente cargada de pensamientos sin nombre.
La una es el fruto divino de la unión del arte y de la fantasía.
La otra es la centella inflamada que brota al choque del sentimiento y la pasión.
Las poesías de este libro pertenecen al último de los dos géneros, porque son populares, y la poesía popular es la síntesis de la poesía.
III
El pueblo ha sido, y será siempre, el gran poeta de todas las edades y de todas las naciones.
Nadie mejor que él sabe sintetizar en sus obras las creencias, las aspiraciones y el sentimiento de una época.
Él forjó esa maravillosa epopeya celeste de los dioses del paganismo, que después formuló Homero.
Él ha dado el ser a ese mundo invisible de las tradiciones religiosas, que puede llamarse el mundo de la mitología cristiana.
Él inspiró al sombrío Dante el asunto de su terrible poema.
Él dibujó a Don Juan.
Él soñó a Fausto.
Él, por último, ha infundido su aliento de vida a todas esas figuras gigantescas que el arte ha perfeccionado luego, prestándoles formas y galas.
Los grandes poetas, semejantes a un osado arquitecto, han recogido las piedras talladas por él, y han levantado con ellas una pirámide en cada siglo.
Pirámides colosales, que, dominando la inmensa ola del olvido y del tiempo, se contemplan unas a otras y señalan el paso de la humanidad por el mundo de la inteligencia.
Como a sus maravillosas concepciones, el pueblo da a la expresión de sus sentimientos una forma especialísima.
Una frase sentida, un toque valiente o un rasgo natural, le bastan para emitir una idea, caracterizar un tipo o hacer una descripción.
Esto y no más son las canciones populares.
Todas las naciones las tienen.
Las nuestras, las de toda la Andalucía en particular, son acaso las mejores.
En algunos países, en Alemania sobre todo, esta clase de canciones constituven un género de poesía.
Goethe, Schiller, Uhland, Heine, no se han desdeñado de cultivarlo; es más, se han gloriado de hacerlo.
Entre nosotros no: estas canciones se admiran, es verdad, se aplauden, se repiten de boca en boca. Trueba las ha glosado con una espontaneidad y una gracia admirables; Fernán-Caballero ha reunido un gran número en sus obras; pero nadie ha tocado ese género para elevarlo a la categoría de tal en el terreno del arte.
A esto es a lo que aspira el autor de La Soledad.
Estas son las pretensiones que trae su libro al aparecer en la arena literaria.
El propósito es digno de aplauso, y la empresa más arriesgada de lo que a primera vista parece.
¿Cómo lo ha cumplido?
IV
«Al principio de esta colección he puesto unos cuantos cantares del pueblo, para estar seguro al menos de que hay algo bueno en este libro.»
Así dice el autor en el prólogo, y así lo hace.
Desde luego confesamos que este rasgo, a la vez de modestia y confianza en su obra, nos gusta.
Sean como fueren sus cantares, el autor no rehuye las comparaciones.
No tiene por qué rehuirlas.
Seguramente que los suyos se distinguen de los originales del pueblo; la forma del poeta, como la de una mujer aristocrática, se revela, aun bajo el traje más humilde, por sus movimientos elegantes y cadenciosos; pero en la concisión de la frase, en la sencillez de los conceptos, en la valentía y la ligereza de los toques, en la gracia y la ternura de ciertas ideas, rivalizan, cuando no vencen, a los que se ha propuesto por norma.
El autor de La Soledad no ha imitado la poesía del pueblo servilmente, porque hay cosas que no pueden imitarse.
Tampoco ha escrito un cantar por vía de pasatiempo, sujetándose a una forma prescrita, como el que vence una dificultad por gala, no; los ha hecho sin duda porque sus ideas, al revestirse espontáneamente de una forma, han tomado ésta; porque su libre educación literaria, su conocimiento de los poetas alemanes y el estudio especialísimo de la poesía popular, han formado desde luego su talento a propósito para representar este nuevo género en nuestra nación.
En efecto, sus cantares, ora brillantes y graciosos, ora sentidos y profundos, ya se traduzcan por medio de un rasgo apasionado y valiente, ya merced a una nota melancólica y vaga, siempre vienen a herir alguna de las fibras del corazón del poeta.
En ellos hay un grito para cada dolor, una sonrisa para cada esperanza, una lágrima para cada desengaño, un suspiro para cada recuerdo.
En sus manos la sencilla arpa popular recorre todos los géneros, responde a todos los tonos de la infinita escala del sentimiento y las pasiones. No obstante, lo mismo al reír que al suspirar, al hablar del amor que al exponer algunos de sus extraños fenómenos, al traducir un sentimiento que al formular una esperanza, estas canciones rebosan en una especie de vaga e indefinible melancolía que produce en el ámino una sensación al par dolorosa y suave.
No es extraño.
En mi país, cuando la guitarra acompaña La Soledad, ella misma parece como que se queja y llora.
V
Las fatigas que se cantan
son las fatigas más grandes,
porque se cantan llorando
y las lágrimas no salen.
Entre los originales, este es el primer cantar que se encuentra al abrir el libro. Él da el tono al resto de la obra, que se desenvuelve como una rica melodía, cuyo tema fecundo es susceptible de mil y mil brillantes variaciones.
Si la dimensión de este artículo me lo permitiera, citaría una infinidad de ellos que justificasen mi opinión; en la imposibilidad de hacerlo así, transcribiré algunos que, aunque imperfecta, puedan dar alguna idea del libro que me ocupa:
Si yo pudiera arrancar
una estrellita del cielo,
te la pusiera en la frente
para verte desde lejos.
Cuando pasé por tu casa
«¿quién vive?» al verme gritaste,
sólo con la mala idea
de, si aún vivía, matarme.
Compañera, yo estoy hecho
a sufrir penas crueles;
pero no a sufrir la dicha
que apenas llega se vuelve.
En estos cantares, el autor rivaliza en espontaneidad y gracia con los del pueblo: la misma forma ligera y breve, la misma intención, la misma verdad y sencillez en la expresión del sentimiento.
En los que sigue varía de tono:
Antes piensa y luego habla;
y después de haber hablado,
vuelve a pensar lo que has dicho,
y verás si es bueno o malo.
Levántate si te caes,
y antes de volver a andar,
mira dónde te has caído
y pon allí una señal.
Yo me he querido vengar
de los que me hacen sufrir,
y me ha dicho mi conciencia
que antes me vengue de mí.
Una sentencia profunda, encerrada en una forma concisa, sin más elevación que la que le presta la elevación del pensamiento que contiene. Verdad en la observación, naturalidad en la frase: estas son las dotes del género de estos cantares. El pueblo los tiene magníficos; por los que dejamos citados se verá hasta qué punto compiten con ellos los del autor de La Soledad:
Los mundos que me rodean
son los que menos me extrañan;
el que me tiene asombrado
es el mundo de mi alma.
Lo que envenena la vida,
es ver que en torno tenemos
cuanto para ser felices
nos hace falta y no es nuestro.
Yo no sé lo que yo tengo,
ni sé lo que a mí me falta,
que siempre espero una cosa
que no sé cómo se llama.
¡Ay de mí! Por más que busco
la soledad, no la encuentro.
Mientras yo la voy buscando,
mi sombra me va siguiendo.
Todo hombre que viene al mundo
trae un letrero en la frente
con letras de fuego escrito,
que dice: «Reo de muerte».
La poesía popular, sin perder su carácter, comienza aquí a elevar su vuelo.
La honda admiración que nos sobrecoge al sentir levantarse en el interior del alma un maravilloso mundo de ideas incomprensibles, ideas que flotan como flotan los astros en la inmensidad.
Esa amargura que corroe el corazón, ansioso de goces, goces que pasan a su lado y huyen lanzándole una carcajada, cuando tiende la mano para asirlos; goces que existen, pero que acaso nunca podrá conocer.
Esa impaciencia nerviosa que siempre espera algo, algo que nunca llega, que no se puede pedir, porque ni aun se sabe su nombre; deseo quizá de algo divino, que no está en la tierra, y que presentimos no obstante.
Esa desesperación del que no puede ahuyentar los dolores, y huye del mundo, y los tormentos le siguen, porque sus torturas son sus ideas, que, como su sombra, le acompaña a todas partes.
Esa lúgubre verdad que nos dice que llevamos un germen de muerte dentro de nosotros mismos; todos esos sentimientos, todas esas grandes ideas que constituyen la inspiración, están expresados en los cuatro cantares que preceden, con una sobriedad y una maestría que no puede menos de llamar la atención.
Como se ve, el autor, con estas canciones, ha dado ya un gran paso para aclimatar su género favorito en el terreno del arte.
Veamos ahora algunas de las que, también imitación de las populares, que constan de dos o más estrofas, ha intercalado en las páginas de su libro:
Pasé por un bosque y dije
«aquí está la soledad...»
y el eco me respondió
con voz muy ronca: «aquí está».
Y me respondió «aquí está»
y entonces me entró un temblor
al ver que la voz salía
de mi mismo corazón.
Tenía los labios rojos,
tan rojos como la grana...
labios ¡ay! que fueron hechos
para que alguien los besara.
Yo un día quise... la niña
al pie de un ciprés descansa:
un beso eterno la muerte
puso en sus labios de grana.
Allá arriba el sol brillante
las estrellas allá arriba;
aquí abajo los reflejos
de lo que tan lejos brilla.
Allá lo que nunca acaba,
aquí lo que al fin termina:
¡y el hombre atado aquí abajo
mirando siempre hacia arriba!
La primera de estas canciones puede ponerse en boca del Manfredo, de Byron; Schiller, no repudiaría la segunda si la encontrase entre sus baladas, y con pensamientos menos grandes que el de la tercera ha escrito Víctor Hugo muchas de sus odas.
Pero nos resta aún por citar una de ellas, acaso una de las mejores, sin duda la más melancólica, la más vaga, la más suave de todas, la última: con ella termina el libro de La Soledad, como con una cadencia armoniosa que se desvanece temblando, y aún la creemos escuchar en nuestra imaginación:
Los que quedan en el puerto
cuando la nave se va,
dicen al ver que se aleja:
«¡quién sabe si volverán!»
Y los que van en la nave
dicen mirando hacia atrás:
«¡quién sabe cuando volvamos
si se habrán marchado ya!»
VI
«En cuanto a mis pobres versos, si algún día oigo salir uno solo de ellos de entre un corrillo de alegres muchachas, acompañado por los tristes tonos de una guitarra, daré por cumplida toda mi ambición de gloria, y habré escuchado el mejor juicio crítico de mis humildes composiciones».
Así termina el prólogo de La Soledad. ¿Con qué otras palabras podía yo concluir esta revista, que pusieran más de relieve la modestia y la ternura del nuevo poeta?
Yo creo, yo espero, digo más, yo estoy seguro que no tardarán mucho en cumplirse las aspiraciones del autor de estos cantares.
Acaso, cuando yo vuelva a mi Sevilla, me recordará alguno de ellos días y cosas que a su vez me arranquen una lágrima de sentimiento semejante a la que hoy brota de mis ojos al recordarla.
G. A. Bécquer
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