lunes, 4 de febrero de 2013

"Policía urbana" de Mesonero Romanos (1833)

Policía urbana

«Si por la laguna Estigia
Juró el Tonante hasta aquí,
Hoy jura por la marea
De las calles de Madrid».
D. JUAN DE IRIARTE.

Uno de aquellos días felices en que el perfecto equilibrio de nuestros humores, ocasionado quizás por una buena digestión, suele inclinarnos a la satisfacción y al contento, haciéndonos mirar todos los objetos por el lado favorable, salí de mi casa sin destino fijo, y con la sola intención de ponerme en movimiento, dando al mismo tiempo ocupación a mi tranquila mente con la variedad de cuadros animados que ofrecen las calles de Madrid. Y como aquel día por fortuna todo me parecía bien, no es fácil formarse una idea de las sensaciones agradables que a cada paso experimentaba.

El cielo sereno y despejado el sol brillante, el ambiente apacible, me trasladaban en imaginación al clima delicioso de las orillas del Betis; el bullicio y animación de las calles divertía mi fantasía; todos los hombres me parecían contentos y corteses; todas las mujeres bellas, amables y satisfechas; sobre todo llamaban mi atención por su picante fisonomía los jóvenes de veinte a veinticinco, y ajustando las fechas, hube, de observar que todos ellos debían haber nacido desde 1808 al 14, lo cual me condujo a sacar la consecuencia de que la guerra de invasión en nada perjudicó a las fisonomías.

Llamó luego mi atención la multitud y belleza de las casas nuevas o reformadas, si no con la mejor voluntad de los caseros, por lo menos con notable complacencia de los inquilinos; consideraba después la garantía que a estas mismas casas presta la filantrópica Sociedad de Seguros, causa principal del embellecimiento de la población; miré con complacencia los edificios públicos destinados a establecimientos útiles y de nueva creación; recorrí los paseos que por todos lados adornan diariamente nuestra capital; vi sus plazas públicas despejadas de la insalubre suciedad que ocasionaba la venta de comestibles; observé mejoras en la limpieza; buena arquitectura en las fuentes y puertas modernas; gusto y elegancia en la innumerable multitud de tiendas y cafés; admirable provisión de comestibles en los varios mercados; comodidad incalculable, proporcionada por la multitud de mercaderes ambulantes que bajo distinto diapasón entonan sus géneros por las calles; belleza y baratura en los objetos artísticos expuestos en los almacenes; prueba incontestable de que hay literatura, en la multitud de carteles con letras de a medio pie que adornan las esquinas; decencia y lujo en los vestidos, carruajes y habitaciones, y mil proyectos útiles, en fin, para lo sucesivo, tales como el del alumbrado, conducción de aguas, magnífico teatro, y otros semejantes, de los cuales espera esta capital su futuro engrandecimiento. -Y animado por la contemplación de tantas bellezas, no pude menos de rendir en el interior de mi pecho el más sincero tributo de admiración y gratitud a las autoridades matritenses, que tanto se desvelan por la prosperidad de este pueblo.

El entusiasmo que aquel paseo había infundido en mí fue suficiente a hacerme tomar la pluma, y llamando en mi auxilio la musa de Chateaubriand, tracé las siguientes líneas: «¡Levanta la cabeza, corte de los dos mundos; levanta la cabeza y sal del abatimiento a que una mano extraña te redujo; desecha los tristes lutos, hijos de una guerra desastrosa, para vestirte de nuevas galas y primores. Tú eres la joya de la España; tú eres la palma del desierto, la fuente del arenal y la estrella, de la noche; como el fénix renace de sus cenizas, así tú más hermosa y brillante te presentas después de tus escenas lastimosas; viuda desconsolada, que se adorna con preciosas galas para obsequiar al nuevo esposo; tu conquistada belleza y los nuevos encantos que ostentas forman la dicha de la enamorado ausente, que vuelve a sus lares y se admira de encontrarte más joven y más bella que a su partida... Permite, ¡oh Mantua! permite que mi débil voz entone tus loores; permite que, enajenado con el suave ambiente de tu eterna primavera...».

Pero al llegar aquí, el espantoso ruido de un aguacero y granizo improvisados súbitamente, no sin grave riesgo de mis cristales, vino a distraer mi atención, y aun a arrancarme de mi amable éxtasis. Viendo, pues, que por entonces no me era tan fácil volver a él, y conociendo, por otro lado, que mi estómago pedía a toda prisa el calor que había subido al cerebro, me puse a cenar al ruido del chaparrón; que no hay cosa como cenar tranquilamente mientras silba por fuera la furia del Aquilón y el bramido del Noto.

Consecuencia inmediata de la cena fue quedar rendido al sueño, del que no volví hasta bien entrada la mañana siguiente; el frío intenso que sentía me hizo mirar el termómetro y vi que, por una de aquellas bruscas transiciones tan frecuentes en nuestra atmósfera, habíamos pasado en pocas horas desde doce grados sobre cero a tres por bajo, con lo cual no extrañé la fuerte tos que me molestaba, y que sin duda fue presagio de las malas aventuras que me esperaban todo el día. Mas, halagado con el recuerdo del anterior, y a pesar del aguacero, que había durado toda la noche y amenazaba volver a empezar, púseme en la calle con la idea de continuar mi paseo, a fin de concluir mi empezada jaculatoria.

Lo primero que desconcertó mi intención fue el inmundo lodazal de las calles, que no sabía cómo evitar, pues si buscaba las estrechas y remendadas losas, iba haciendo pasos vascos, impelido por la suavidad del lodo reposado sobre ellas; y si me salía al empedrado, siempre encontraba el medio de poner el pie en las frecuentes hondonadas y charcos. Leía los bandos fijos en las esquinas, y alababa las disposiciones que previenen a los vecinos barrer los frentes de sus casas; pero al mismo tiempo observaba la indolencia general en este punto, y no podía menos de irritarme al considerar este descuido en cosa de interés común, cuya ejecución debía ser voluntaria; y estando en estas consideraciones, vi desfilar delante de mí una multitud de mendigos, los cuales venían de recoger el segundo desayuno de un convento o de una fonda, sin que a ninguno le ocurriese ofrecer su servicio a los vecinos para dar cumplimiento al barrido de las calles.

El cielo en tanto se iba cubriendo de nuevo, y no tardó en romper en otro turbión, que a todos nos hizo aligerar el paso, pero en vano; a la lluvia por igual y goteada sucedieron muy pronto los asombrosos surtidores de los canalones de los tejados, los cuales, describiendo una curva perfecta, cruzaban sus aguas en las calles estrechas, y en vano el mísero transeúnte intentaba evitar su golpe, pues al menor descuido veíase aplanado y oía resonar sobre su sombrero la cascada de Aranjuez. -Muy luego, arroyos, más ríos que el Manzanares, se formaban en las calles, y si bien algunos puentes improvisados ofrecían su socorro mediante una corta y aun voluntaria retribución, eran de suyo tan débiles y vacilantes, que había mía probabilidad más que mediana de caer en el arroyo, lo cual no dejaba de divertir sobremanera a los grupos de mozos de cordel repartidos por las esquinas, que cargarían con media casa si alguno se lo mandase, y formaban escrúpulo en alargar su mano ni ofrecer el menor auxilio a los pasajeros.

Yo buscaba el número 4 de la calle de para tomar puerto en casa de un amigo, y no bien le hube hallado cuando, sin reparar apenas en lo inmundo del portal, infestado por los vapores que exhalaban los dos depósitos que hasta la presente parecen indispensables en la mayor parte de los portales de esta corte, y sin mirar tampoco lo empinado, estrecho y oscuro de la escalera, subí a tientas, y llamé en el cuarto que me figuré ser el del amigo; pero se me dijo que no era allí, y que tal vez sería otro número 4 que había enfrente. Atravesé corriendo la calle, subí a la otra casa (cuyo número por cierto estaba cubierto con una enorme muestra que decía: Halmacén de acey-te-vinagre, velas de sevoy demás comestibles ), pero tampoco era allí, y sólo pude sacar en limpio que aun había otros dos números 4 en la tal calle.

Mohíno y enojado contra la numeración de las casas por manzanas, que tanta molestia me ocasionaba, continué la calle abajo, y me entré por el primer portal que encontré con aquel número; seguí largo rato su estrecha lobreguez, y ni él se acababa ni yo encontraba la escalera; en esto siento pasos precipitados detrás de mí; redoblo yo los míos, acábase el callejón, y me encuentro en otra calle distinta; con lo que vine en conocimiento de que aquello era un pasadizo formado, como la mayor parte de los de Madrid, por la unión de dos portales accesorios, aunque sin adornos de cristales y primorosas tiendas como los pasajes de París.

Desesperado con mis azares, y con la lluvia que aún proseguía, no sé qué hubiera dado por hallar un coche que me volviese a mi casa; mas para encontrarle hubiera necesitado ir a casa de los alquiladores, y alquilarlo lo menos por medio día, mediante la cómoda retribución de cuarenta reales, lo cual era peor que aguardar a que pasase la lluvia. Tuve, en fin, que tomar esta última determinación; mas por fortuna no tardó en despejarse el día, y por una extravagancia del temporal, muy conforme con las anteriores, ostentar el sol su brillo natural.

Volvió la animación de las calles, pero no volvió mi alegría, pues mis desdichas no desaparecieron con las nubes; distraído con las cavilaciones a que ellas me conducían, iba a torcer una esquina, cuando me miré rodeado de una docena de ligeros jumentillos que, recién aliviados de la carga de los costales de yeso, y animados por la flexible vara del mancebo que los presidía montado en el último término del más proyecto, no me dio lugar a defenderme en regla, sino grotescamente con manos y pie; recordando de paso al mozo con palabras harto duras la benéfica orden que les previene conducir su ganado sujeto a fila; pero aún estaba yo dirigiendo mi filípica, cuando, blandiendo la vara sobre los lomos de los pollinos, formó una densísima nube de yeso y desapareció con ellos, dejándome entregado al coraje y a una violenta tos, que muy pronto conjuró contra mí a todos los perros que han sobrevivido a la persecución judicial del verano pasado.

Salveme lo mejor que pude de aquellos peligros, pero fue para tropezar en otro, enredándome en una cuerda atada a un palo que había delante de una obra, y por pronto que quise salir, sufrí gran parte de la lluvia de cascote arrojado desde el tejado; apartéme de allí, y fui a dar cerca de una docena de picapedreros que estaban labrando las piedras para una obra, los cuales acertaron a asestarme un guijarro a un ojo, en términos que hube de permanecer tuerto por todo el día.

Tantos y tan graves contratiempos irritaron mi bilis en términos que todo me incomodaba; los gritos de los vendedores, agudos y disonantes; el descoco de las naranjeras; las ropas nada limpias puestas a secar en balcones y ventanas; los tocadores al sol en calles no muy retiradas; el humo de las hachas que acompañaron al Santísimo Viático, impreso a propósito en el quicio del portal; las rejas salientes que amenazan los hombros de los adultos y las cabezas de los chiquillos; las riñas de los aguadores en las fuentes para tomar vez para llenar; las carretadas de bueyes cargadas de carbón; las interminables filas de mulas conductoras de paja; los inevitables serones de los panaderos ecuestres; los muchachos que venden candela y suelen arrimarla al que no la solicita; los que salen en tropel de las aulas, o convierten la calle en público anfiteatro imitando la corrida de toros; los fogosos caballos de la brillante carretela que se dirige al Prado; la eterna pesadez de los simones, la silenciosa embestida de los bombés facultativos, y la vacilante dirección de los calesines. Todas estas y otras cosas que se me fueron ofreciendo a la vista en calles y paseos durante todo el día, acabaron de completar mi disgusto.

Llegada la noche, tomé puerto en el teatro, en el cual no tuve otro contratiempo sino unas cuantas gotas de aceite que perpendicularmente me cayeron de la araña; y al volver a mi casa a la luz de los faroles (que sólo sirven para hacer visibles las tinieblas), iba buscando las calles más acompañadas, por hallarse ya cerradas todas las tiendas.

Mi desgracia iba como siempre delante de mí; cuándo me hacía tropezar con una muralla provisional de cascotes apilados, procedentes de una obra, y colocados a tres cuartas de la pared, entre la cual dejaban un estrecho callejón apenas suficiente para el paso de una persona; cuándo me lanzaba de pie en un montón de cal recién apagada; ora me enredaba en una fila de basuras colocadas en medio del arroyo con ocho horas de anticipación al acto de recogerlas; ora me ponía delante ciertos avechuchos nocturnos, cuyo mal aspecto y repugnante desvergüenza ofenden al pudor y la moral pública; por aquí me salía al paso una vacilante tertulia arrojada de una taberna; por allá oía aproximarse el ruidoso tren encargado de aquélla, parte más sucia de la limpieza; huyendo de su olorífica influencia en el acto solemne de sonar las once, me acogía a la otra acera, a tiempo cabalmente de recibir el rocío con que una amable deidad alimentaba los tiestos de su balcón; por último, un sereno que venía detrás entonó a este tiempo su agudísima y prolongada canción, en términos que, por miedo de que volviese a repetirla, le invité a acompañarme a mi casa, y fue lo único que hice bien en todo el día, pues al aparecer su farolillo a la entrada de cierta callejuela que teníamos que atravesar, vimos echar a correr dos hombres, que sin duda no eran muy amigos de las luces.

Libre ya, en fin, de los pasados sustos, y procurando hacerme superior a las encontradas impresiones, reflexioné las inmensas mejoras que el aspecto de nuestra capital ha tenido en pocos años; reconocí que ellas son causa de la exigencia actual sobre los inconvenientes que aún observamos, y cuyo remedio en un pueblo grande no es obra de un instante, y me dormí contento con la lisonjera perspectiva que el celo de las autoridades nos presenta trabajando en hacerlos desaparecer de día en día.

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