lunes, 22 de abril de 2013

"A prima noche" (1835), por Mesonero Romanos

A prima noche 

Fama es general, y aun pudiera decirse fundada, la que atribuye a los españoles la generosidad como una de las bases distintivas de su carácter. Generosos somos en efecto, en el sentido más lato de esta palabra; generosos y aun pródigos en los gastos necesarios y supérfluos: dígalo nuestra deuda nacional, nuestras oficinas, nuestros palacios, iglesias y monumentos. Pródigos también somos en las hipérboles y demás figuras retóricas, y de ello podrían dar testimonio los entusiastas historiadores, los encomiásticos poetas, y tantas alocuciones, exposiciones y manifestaciones como vemos diariamente, y que pudieran, recogidas con cuidado, servir de formulario general y completo de proclamas para todos los países del globo.

Pero en medio de nuestra prodigalidad, de nada somos tan pródigos como del tiempo, y nada en efecto sabemos desperdiciar con más garbo y bizarría.

Las naciones industriosas han considerado el tiempo como el más precioso de los capitales. Nosotros, generalmente hablando, le consumimos como réditos de nuestra existencia. La frase española de hacer tiempo, equivale a perderle, en cualquiera lengua, y un ligero paseo por nuestra capital (adonde la cortedad de nuestra vista nos limita) probaría mucho más que todos los discursos aquí estampados.

¿Qué hace, v. gr., esa turba parásita de plantones fijos en la Puerta del Sol, interrumpiendo el paso de los transeúntes, aprendiendo de memoria los carteles, mirando al reloj u oyendo cantar a un ciego? -Está haciendo tiempo para pasar a otro lado a ocuparse en trabajos semejantes.

¿Qué espera aquel almibarado petimetre, dije habitual de una elegante tienda de la calle de la Montera, parte integrante de su aparador, emblema de su muestra, y fiel contralor de sus operaciones mercantiles? ¿Muévele algún interés en éstas, o el deseo de hacer observaciones económicas o morales? Nada menos que eso: está haciendo tiempo para que un marido vaya a la oficina, y correr a consolar a la esposa, que le espera haciendo tiempo al balcón o ensayando al espejo la nueva combinación del prendido.

El esposo, entre tanto, sentado en su silla burocrática, ejercitando su pulso en bravos rasgos y jeroglíficos, recortando en picos el pelo de las plumas, paseando la badila alrededor del brasero para darle la forma piramidal, formando cigarrillos, que ofrece a sus compañeros, y disertando a la ventana, mientras los fuma, sobre la orden de la plaza o sobre la corrida de toros, hace tiempo de que venga el jefe a echar reprimendas al portero, atar y desatar legajos, tirar de la campanilla, y hacer tiempo de que den las dos para tomar el sombrero.

¿Qué espera aquel magistrado hundido en su sillón carmesí, la cabeza sobre el respaldo y los ojos elevados al cielo? ¿Medita sobre la defensa en que el abogado con frases anfibológicas ha hecho una hora de tiempo para martirizar un pensamiento? -Pues no señor, está haciendo tiempo de que el portero, que jugaba a los naipes con los lacayos de S. S., abra con estrépito la mampara diciendo: «Señor, la hora».

¿Qué busca el obrero paseando sus miradas desde el caballete de un tejado, con la piqueta alzada y la otra mano extendida en ademán de comunicar sus órdenes a la cuadrilla? ¿Inventa acaso un corte más ventajoso, una operación más fácil, que le economice tiempo y trabajo? Nada menos que eso: su vista penetrante, salvando tejados y chimeneas, se fija en la torre de la Trinidad, tarareando alegremente el antiguo romance:

«Medio día era por filo;
Las doce daba el reloj,
Comiendo está con sus grandes
El rey Alfonso en León».

Siente la primera campanada, arroja simultáneamente la piqueta, y desciende por el andamio como aliviado del peso del trabajo, corriendo a reunirse con su cara consorte, que sentada al sol a la puerta de su casa, calle de la Paloma, hace tiempo de que se salga el puchero, o que caiga en la lumbre el chicuelo revoltoso o el gato dormilón.

En ningunos momentos es más perceptible este vacío universal, este dolce far niente (que dijo el Toscano), como en los que constituyen las primeras horas de la noche: no basta a nuestra apática indiferencia el interrumpir indiscretamente el trabajo del día con la solemne operación de la comida a las tres; no es suficiente a nuestro reposo la segunda noche, improvisada en la siesta; ni el paseo de ordenanza hasta que la luz del día llega a extinguirse: es preciso perder aún otro par de horas en un café, o sentados en derredor de una mesa de billar, o corriendo las calles sin dirección, o a la puerta de una tienda de confianza.

Si al cabo estas horas importantísimas, ya que no las ocupáramos en asistir a las academias y liceos, ya que prescindiéramos de todo trabajo mercantil o artístico, fueran empleadas en intimar nuestra sociedad, no aquella sociedad pública y ficticia, disputadora y pedantesca que se encuentra alrededor de un bol de ponche o con el taco en la mano, sino aquella grata franqueza que sólo se halla en el interior de las familias que nos son conocidas; aquella sociedad en que podemos aparecer tal cual somos sin riesgo de comprometernos ni de ofender a los demás; aquella compañía, en fin, amable y sin pretensiones que forma la verdadera amistad, el amor, y los lazos más dulces y duraderos, aun pudiera darse por bien empleado tal solaz.

Burlámonos de nuestros antepasados, porque tocando ligeramente en las botillerías y cafés para sólo el acto de refrescar, se retiraban a sus casas después de anochecer para recibir en ellas a sus amigos verdaderos y pasar algunas horas en sabrosas pláticas o en juegos permitidos. Es la verdad que en la antigua botillería de Canosa o en la de San Antonio de los Portugueses no encontraban mesas de mármol, ni columnas, ni relieves, ni arañas de cristal, ni espejos, ni aparadores como en nuestros cafés del día; es la verdad que una estrecha mesa y un banco más estrecho aún, un candilón de cuatro pábilos, un vaso de campana y un cestillo de bizcochos eran todo el aliciente que ofrecían aquellas lóbregas salas; pero a la vuelta de esto, las bebidas eran excelentes, la concurrencia era general, y los escasos momentos de permanencia en ellas hacían llevaderas aquellas faltas. No hallaban allí, es cierto, periódicos que leer, políticos con quien disputar, literatos a quien engreír, militares que temer, ni crónica escandalosa que comentar; pero en cambio no ensordecían con el ruido infernal de las disputas; no adquirían los modales de mal tono; no se acostumbraban a repetir frases indecorosas; no se impregnaban en el pestífero olor del tabaco, y sobre todo, no perdían lastimosamente el tiempo...

-Buenas noches, señor Curioso Parlante.

-Buenas noches, don Pascual.

-¿Qué hace V.?

-Escribir.

-¿A quién?

-Al público.

-Excelente corresponsal, aunque algo sordo; ¿y se puede saber sobre qué?

-Véalo V.

Y le alargué el papel mientras hacía tiempo de que le leyese saboreando un purísimo habano. ¡Ah!... también me sirvió este tiempo para informar a mis lectores de que este interlocutor es aquel mismísimo don Pascual Bailón Corredera, de que ya tienen conocimiento, si han leído mis anteriores artículos de los Cómicos en Cuaresma y la Capa vieja.

-Todo esto está muy bueno -me replicó don Pascual alargándome el papel después de haberlo leído-; pero ¿quién le mete a V. a censor moralista, pues hay cosa mejor que estas costumbres de prima noche? Míreme usted aquí: son las nueve, ¿no es verdad? pues si yo le contara a V. lo que me ha pasado mientras estaba haciendo tiempo para venir a quitarle a V. el suyo, había de reformar su opinión.

Por de pronto, luego que empezó a anochecer y que los árboles del Prado atraían a su atmósfera una humedad perniciosa, reflexioné que en ninguna cosa podría emplear los momentos como en refrescar mis fauces, resecadas con el polvo y la agitación del paseo. El inmediato salón de Solís me ofrecía su socorro; pero era tal la concurrencia de los que calcularon como yo, que no me fue posible proporcionar una silla, y a la verdad no lo sentí, pues esto me ofreció la ocasión de ir a saborear cerca del famoso repostero Amato un exquisito sentillé a la rosa. ¡Figúrese usted lo dulce que es un sentillé a la rosa, tomado en una linda sala, viendo sucederse alternativamente la elegante concurrencia de damas y caballeros, que descendiendo de brillantes carretelas, llegan a rendir el tributo de su admiración a aquel amable Anfitrión! Por desgracia esta operación no puede prolongarse más que un cuarto de hora. ¡Sic transit gloria mundi! y al cabo de él, ¿qué remedio? Abandonar aquel elegante recinto y buscar en otro sitio nuevas sensaciones.

¡La política, qué campo tan inmenso para el observador! Por fortuna el café Nuevo sale al paso. ¡Estrépito, confusión!... ¡qué noticias supe allí!... ¡qué discursotes escuché, qué planes para concluir la guerra, cómo diserté y argüí, y... parecía un Bernardotte!; pero me dolía la cabeza, y no tuve otro remedio que ganar las escalas de Levante; quiero decir, que subí la escalera del café de aquel nombre. -Transición; contraste romántico: -1835 y 1805.

Para descargar la cabeza no hay como sentarse a jugar una partida de ajedrez con un escribano; pero la bóveda de mirones que se formaba sobre nuestras figuras, encerrándonos herméticamente, no nos dejaba respirar. El humo del cigarro, el del café (que por cierto es excelente), el monótono ruido de los peones y damas, de las bolas y tacos, de los dados y fichas quédese para otro día la partida. Pasemos a la sala del billar: ¡aquélla sí que es tranquilidad! Círculo inamovible alrededor de la mesa; senado mudo, expresivas fisonomías, escena original, iluminada por lo alto, digna del pincel de Teniers. ¿Y todo, para qué? para observar los movimientos de tres bolas redondas, impelidas por discursos más redondos aún. Oh raras hominum mentes!

Los próximos salones de Lorencini y la Fontana me ofrecían un espectáculo demasiado clásico, compuesto de antiguos abonados, que disertaban sobre el cólera del año pasado o la contribución de paja y utensilios del actual; pero ¡una formalidad!... Denme la broma y el ruido y... vamos, no hay otro café del Príncipe en el mundo; allí sí que hay que ver, que escuchar. ¿Quiere V. política? Todos los correos se apean en este Lloyd madrileño. ¿Estima V. el derecho público? Escuche V. a un centenar de abogados. ¿Diplomacia? Antigua y moderna, a escoger. ¿Moral? ¡Allí sí que se saben aventuras! ¿Poesía? El Parnasillo moderno está allí. ¿Periodistas? Las Gradas de San Felipe hablando. ¿Romanticismo? ¡Es una Venecia! ¿Goces materiales, bebidas? Medio sorbete, sorbete poético por dos reales. ¿Tono rigorista? Al café de enfrente o al billar del Morenillo.

Todo cansa, sin embargo, y yo lo estaba a más no poder de aquella bataola; pero el reloj no marchaba, y todavía no eran más que las ocho, según me anunciaba estrepitosamente el ruido de la retreta, partida en distintas direcciones de la Puerta del Sol, con gran séquito de desgreñadas Andrómacas, que marchaban al compás de las cajas de guerra.

Huyendo, como es natural, de toda aquella bulla, que por la calle de Alcalá se dirigía al cuartel, me detuve involuntariamente en la calle de Peligros; y allí donde en historiado retablo se ostento, a la pública veneración el abogado de las cosas perdidas, hice alto un momento para reflexionar sobre mi dirección. -¡Ay, señor Curioso, y cómo quisiera yo tener aquí su pincel para bosquejarle las sombrías escenas que presencié! Créame V.; pocas figuras de contradanza o de mazourka salen tan bien ensayadas como las que formaban a mi vista las compaseadas manolas con su figura ondulante y campanil, y los listos aficionados al ojeo, apareciendo y desapareciendo alternativamente por las boca-calles de Hita y de Gitanos, de Peligros y San Jerónimo, del Príncipe y de la Cruz; mas como «la oscuridad de la noche y la escabrosidad del terreno permitían ocultarme sus movimientos», y como, por otro lado, recuerdo que ya V. nos ha descrito estas evoluciones en su romance El Paseo de Juana, nada más añadiré, ni me empeñaré en seguir paso a paso las sensibles parejas que tomaban puerto franco en una tienda de vinos, harto escasa en verdad de picaportes y cerrojos, gracias a la previsora susceptibilidad del dueño; ni tampoco a las filarmónicas ambulantes, que paradas delante de un ciego cantante tendían su tela como las arañas en una esquina, no sin gran concurso de moscones embozados; ni, en fin, a las que al entrar con la terciada mantilla en la bulliciosa tertulia tabernaria, reanimaban aquella báquica reunión. Esta escena por sí sola, que contemplé parado delante de una de la calle de Toledo, merece un artículo aparte y prometo contárselo a V.

-Recojo la palabra.

-¿Y después de lo dicho llamará V. perderle esta manera de hacer tiempo? No; sino vénganos ahora a encarecer los círculos y sociedades, las academias y liceos extranjeros. ¿Quería V., por ejemplo, que los literatos y aficionados tuviesen aquí tertulias privadas donde reunirse a tales horas para charlar sobre sus obras? ¿Propondría que el pueblo encontrase espectáculos baratos a que acudir para ver las habilidades de un físico o las patochadas de un arlequín? ¿Desearía que las bibliotecas estuviesen abiertas a semejante hora y que fuera lícito a entrambos sexos el concurrirá ellas? ¿Encomiaría, en fin, las tertulias de confianza, con sus juegos de prendas y sus amores platónicos? ¡Fuego en las tales! Mas ¿dónde existen ya? Acérquese V., si no, a casa de su amigo don Melquiades Revesino. -La puerta cerrada... si serán dos golpes... si serán tres... vayan dos. -¿Quién es? (pregunta una destemplada voz desde el piso tercero). -Un hombre. -¿A qué cuarto va V.? -Al segundo. -Y cierra el balcón y se queda V. en la calle.

-Demos que le abre de caridad; demos que luego se sube a su cuarto; demos que tira V. la campanilla del segundo, y que no están las señoras, y que sólo le responde el falderillo que ladra, y que en fin no hay nadie en casa... ¡Por cierto que es rato divertido el encontrarse en una escalera a oscuras y con el portal cerrado!

Pero anímese V. a descolgarse por vía de recurso de apelación o como más haya lugar a casa del abogado don Pánfilo. Mire V. a toda la familia asustada con su visita extemporánea, y preguntarle: -«¿Qué es esto, don Fulano? ¿V. por aquí? ¿Qué novedad es ésta? ¿Hay algo de nuevo? ¿Ha sucedido alguna cosa? -Nada, señores, el deseo de ver a VV... -Vaya, no es posible; muchacha, Margarita, tira esa labor, acércate: y tú, Toribio, avisa al amo, que está en el despacho. -No le incomode V. -Quita tú ese velón y trae unas velas. -Señores, de cualquier modo». -En fin, que observa V. (y es fácil de conocerlo) que ha venido a incomodar, y por cubrir el expediente, como si dijéramos, por hacer tiempo, tiene que improvisar una semi-declaración a la niña.

-Pero qué, ¿está V. ahí escribiendo jeroglíficos mientras yo hablo? ¿Está V. haciendo tiempo también?

-Nada de eso; estoy haciendo mi artículo, o por mejor decir, V. le está haciendo por mí, pues que sólo escribo en taquigrafía lo que V. va hablando.

-¿De veras? ¿Y qué ha salido de ello?

-Ha salido lo que yo deseaba: un rasguño de Madrid a prima noche, que habrá de suplir por otro mejor.

-¿Cómo?

-Sí, amigo: yo había bosquejado el paisaje; V. le ha dado la animación.

No hay comentarios: