El sombrerito y la mantilla
Los autores extranjeros, que han hablado tanto y tan desatinadamente acerca de nuestras costumbres, al describir el aspecto de nuestros paseos y concurrencias han repetido que la capa oscura en los hombres, y el vestido negro y la mantilla en las mujeres, presta en España a las reuniones públicas un aspecto sombrío y monótono, insoportable a su vista, acostumbrada a mayor variedad y colorido.
Hasta cierto punto, preciso será darles la razón, y acaso ésta es una de las pocas observaciones exactas que acerca de nosotros han hecho. Y decimos hasta cierto punto, porque el más preocupado con esta idea no dejaría de sorprenderse al ver la notable revolución que de pocos años a esta parte ha verificado la moda en el atavío de damas y galanes españoles. El Prado de hoy no es ya ni por asomo el Prado de 1808, ni aun el de 1832; ¡tales y tan variados son los matices que han venido a modificar su fisonomía! Con efecto; no es ya la uniformidad el carácter distintivo de aquel paseo; las leyes de la moda, encerradas antiguamente en ciertos límites, dejan ya más vuelo, más movimiento a la fantasía; en esto como en otras cosas se observa el espíritu innovador del siglo, y ante su influencia terrible, que hace ceder las leyes y los usos más graves apoyados en una respetable antigüedad, ¿cómo podría oponer resistencia la débil moda, variable de suyo y resbaladiza? Es sin duda por esta razón por la que, convencida de su impotencia, ha abdicado su imperio, resignándolo en otra deidad menos rígida: es, a saber, el capricho.
Desde que este último ensanchó los límites del imperio de la moda, nada hay estable, nada positivo en ella; huyeron los preceptos dictados a la fantasía; cada cual pudo crearlos a su antojo, y el buen gusto y la economía ganaron notablemente en ello. De aquí nace esa variedad verdaderamente halagüeña en trajes y adornos; el vestido dejó de ser ya un hábito de ordenanza, una obligación social; en el día es más bien una idea animada, una expresión del buen gusto, y hasta del carácter de la persona que le lleva. No es esto pretender erigir en principio la sabia aplicación de los colores a las pasiones; hartos estamos ya de celos azulados y de verdes esperanzas; pero en la combinación de todos ellos, en el dibujo, en el corte del vestido, ¿quién no reconoce aquella expresión del alma, aquella parte animada que podremos llamar la poesía del traje? Y siendo éste libre, como lo es en el día, ¿por qué hemos de dudar que tenga cierta analogía con las inclinaciones de la persona? Así los anchos pliegues, las mangas perdidas, los ajustados ceñidores, serán adoptados con preferencia por las damas altisonantes y heroicas; la sencillez de la inocencia escogerá el color blanco, las gasas y las flores; la coquetería, las plumas; el orgullo, los diamantes, y la frivolidad y tontería... ¿pero qué escogerá la tontería, que luego no se dé a conocer?
Semejante observación no podía tener en lo antiguo exactitud pues, como queda dicho, la voz de la moda avasallaba todas las inclinaciones, hacía callar todas las voluntades. Arrastrados a su terrible carro veíanse correr hombres y mujeres, jóvenes y viejos, grandes y pequeños; la figura raquítica y la colosal se doblegaban bajo las mismas formas; la morena tez se ataviaba con los mismos colores que la blanca; la esbeltez del cuerpo sufría los pliegues que plugo darle a la obesidad; el hermoso cuello gemía bajo el yugo que disimulaba el feo; y la rubia cabellera usaba los mismos lazos que tan bien decían a la del color de ébano...
¿Qué significaba entonces el vestido relativamente a la persona que le llevaba? ¿Qué quería decir una joven fría y sin gracia vestida de andaluza? ¿qué una desenfadada malagueña cubriendo los zapatos con la guarnición de su vestido? Nada, absolutamente nada, sólo que era moda; que la modista y el sastre lo querían; el traje no era más que la expresión: el sastre, la idea.
¡Qué diferencia ahora! El albedrío es libre en la elección; el refinamiento de la industria ofrece tan portentosa variedad en las telas y en las formas, que sería ridículo hasta el pretender reducirlas a precepto. Sin negar las debidas aplicaciones, el color negro no tiene ya, respecto al gusto preferencia alguna sobre los demás; la seda sobre el hilo; el bordado sobre el dibujo. Recórranse, si no, esos surtidos almacenes, obsérvese ese Prado, y díctense después reglas fijas e invariables: telas de todos los colores y dibujos, trajes de todos los tiempos y naciones, han sustituido a la inveterada capa masculina, a la antigua basquiña femenil, y en variedad hemos ganado cuanto perdido en nacionalidad o españolismo.
Una de las innovaciones más graves de estos últimos tiempos es sin duda la sustitución del sombrerillo extranjero en vez de la mantilla, que en todos tiempos ha dado celebridad a nuestras damas. En varias ocasiones se ha procurado introducir esta costumbre; pero el crédito de nuestras mantillas ha ofrecido siempre una insuperable barrera. El sombrero era un adorno puramente de corte: como los uniformes y las grandes cruces, imprimía carácter; no hace muchos meses que una señora de gorro era equivalente a una señora de coche; y si tal vez se atrevía a pasear indiscretamente el uno sin el otro por las calles de Madrid, corría peligro de verse acompañada por la turba muchachil y chilladora. Únicamente saliendo al campo por temporada, la esposa del rico comerciante o la hija del propietario osaban aspirar al adorno de la aristocracia, al sombrero; y eso, para lucirlo en las eras de Carabanchel o en los baños de Sacedón. -Hoy es otra cosa; la mantilla ha cedido el terreno, y el sombrerillo, progresando de día en día, ha llevado las cosas al extremo que es ya miserable la modista que no logra envanecerse con él.
¿Hemos ganado, hemos perdido en el cambio? Hay quien dice que presta gracia al semblante, y quien supone que oculta lo mejor de él; quien sostiene que las bonitas están más bonitas, y quien asegura que las feas están más feas; quien cree que es moda de niñas, y otros que la acomodan a las viejas; los maridos la encuentran cara; las mujeres sostienen que es económica, unos piensan que es moda de invierno; las madrileñas la han adoptado en verano; cuáles están por las flores, cuáles por la paja; éstas, por el terciopelo; aquéllas, por el raso. ¡Terrible extenuativa; profunda y dificilísima cuestión!
Todas estas reflexiones y otras muchas más se habían agolpado a mi imaginación a consecuencia de un suceso que acababa de presenciar; y como el corto espacio no me permite explayarme, limitareme a indicar lo más sustancial de él.
Días pasados tuve que ir a visitar la familia de mi amigo D... (pero el nombre no es del caso, pues que por ahora no ha de salir a la escena). La antigüedad de mis relaciones de amistad con aquella familia, y la franqueza de mi carácter, me hacen ser un consultor nato de la casa, reducida al matrimonio respetable, y a una hija única que frisa en los diez y nueve abriles, y a quien por legítimo derecho vienen a parar los 4000 pesos de renta que posee el papá, lo cual presta a sus lindas facciones nueva perfección y rosicler.
La ocasión era solemne, y como consejero áulico fui llamado para conferenciar en familia. Un cierto joven caballero, primo de la niña, y por consiguiente sobrino de su tío, acababa de llegar aquella mañana de vuelta de sus largos viajes, emprendidos después que dejó el colegio de Blois y la Escuela Politécnica de París. Este primo, pues, regresaba a su patria a los veinte y seis años, habiendo pasado fuera de ella los quince últimos; era elegante e instruido, bella figura, considerable caudal; con que no hay que decir si el partido era ventajoso para una prima que podía ofrecerle cuando menos iguales cualidades. Así lo debió sin duda pensar el papá, y al efecto nada perdonó hasta conseguir traerlo a Madrid y a su misma casa. ¡Amor de padre!
Pocas horas hacía que el extranjerísimo viajero había llegado, cuando yo entré en la casa; aquél se había retirado a descansar, y las damas, madre e hija, se hallaban regañando a la sazón con una modista sobre el corte de ciertos vestidos y sombreros que traía a prueba; apenas hicieron alto en mí; de manera que mientras duraba aquella polémica, tuve tiempo de ponerme al corriente de la sostenida por nuestros periódicos; por ahí puede calcularse lo que duraría la tal sesión; pero de toda ella sólo pude venir en conocimiento de la importancia que daban al atavío con que pretendían deslumbrar al elegante viajero.
No entraré en detalles sobre los demás diálogos y escenas que mediaron con éste luego que nos sentamos a la mesa, ni sobre su cortesía y atención con las damas; atención que respecto a Serafina (que así se llama la criatura), tenía todo el carácter de la más fina galantería.
-¡Es encantadora! -me decía por lo bajo-; pero lo que más me sorprende es que me parece una de nuestras bellezas parisienses; la misma expresión, los mismos modales, el mismo metal de voz... ¡Y temía yo tanto no encontrar una española que me gustase!
-Sin embargo -le contestaba yo-, no hay que desanimarse, amiguito; acaso no será la última.
Era ya la hora del paseo, y nuestras damas nos hicieron avisar de que estaban dispuestas a salir. Dejáronse, pues, ver en todo el lleno de su atavío, y es preciso confesar que no habían tenido razón para reñir a la modista; el mayor gusto y elegancia habían dirigido su hábil tijera: rasos lisos y floreados, blondas exquisitas, bordados y pedrerías, nada se había economizado en aquel momento; pero sobre todo me llamó la atención el gracioso sombrerillo de la niña, que oponía la elegante sencillez de sus flores y espiguillas al complicado laberinto de plumas y cintas del de la mamá.
El amigo estaba satisfecho; las señoras también; yo igualmente; con que todos lo estábamos. En esta conformidad nos íbamos a dirigir al Prado, cuando acertaron a llamar a la puerta. Ábrese ésta, y aparece Paquita, la prima de Serafina, que, con su papá y hermanos, venía a saludar al recién venido (también su pariente), y a convidarle a la función de toros de aquella tarde... ¡Ah!,... se me había olvidado que era lunes y que había función de toros.
Rico y elegante zapatito de raso, encerrando sin dificultad el breve pie; delgadísima media delicadamente calada; redondo y bien cortado vestido, guarnecido por todo su vuelo de brillante y móvil fleco y cordonadura; un ajustado corpiñito abrazando una cintura esbelta y delicada, y adornado de la misma guarnición en los hombros y bocamangas; un pañolito al cuello recogido con sendas sortijas sobre cada hombrillo, y correspondiendo por su color con la rosa de la cabeza; y una mantilla, en fin, de blonda blanca, cruzada con garboso brío sobre el pecho, dejaban contemplar desembarazadamente un cuerpo digno de las orillas del Betis, un semblante de diez y siete a diez y ocho, unas facciones picantemente combinadas, una tez de un moreno suave, y un par de ojos árabes, en fin, que no hubieran figurado mal en el paraíso de Mahoma.
Tal era la nueva interlocutora que se presentaba en aquel momento en nuestro cuadro; y si era temible y digna de figurar en primer término, dígalo el enmudecimiento general que ocasionó, y más que todo, el asombro y distracción que se leían en el semblante del recién venido.
Cambió la escena: la cortés galantería de aquél se trocó en indecisión y aturdimiento; la satisfacción de Serafina y su madre, en temor y aire receloso, y solamente yo ganaba en el cambio, porque amargado, como lo estaba, de haber de dar conversación toda la tarde a la mamá, sospeché desde luego que tendría que hacer los mismos oficios con la hija. Y por cierto no me equivoqué; ni durante el camino, ni mientras la función, ni al tiempo del regreso fue posible tornar en sí al preocupado caballero, ni hacerle recuperar, respecto de las damas de casa, el lugar que ocupaba por la mañana; de suerte que era preciso, ser un poco conocedor para no anticipar el resultado de aquel negocio.
Mi curiosidad natural me llevó a la mañanita siguiente a explorar la disposición de los ánimos; y aunque no dejé de observar alguna nubecilla, resto de la pasada escena, encontré algún tanto restablecida la armonía, y al caballero en disposición de acompañar a las damas a su paseo matutino por las calles de la capital. No lo extrañé a la verdad, porque el aspecto de Serafina en tal momento era capaz de fijar a más de un inconstante. Su ligero y blanquísimo vestido de muselina, sin más adorno que la sencilla esclavinita sobre los hombros; un gracioso nudo a la garganta, y un sombrerillo de paja de Italia en la cabeza, la hacían parecer tal a mi vista, que si fuera Chateaubriand no dudaría en compararla a la virgen de los primeros amores.
Mas... ¡oh fuerza del sino, o más bien sea dicho, de las femeniles combinaciones! La segunda prima, que sin duda se creía más adecuada para el carácter de prima que para el de segunda, vuelve a aparecer de repente.
Su traje era un sencillo hábito negro, más fino por cierto que el que podrían usar las vírgenes del Carmelo, pero con el escudo distintivo en una de las mangas; un ajustado ceñidor de charol desprendiéndose hasta el pie; una mantilla de rico tafetán, cuya elegante guarnición servía de dosel a la cintura; el pelo recogido tras de la oreja; y una cara... la propia cara, en fin, expresiva y revolucionaria de la tarde anterior.
Queda dicho: las mismas causas producen siempre los mismos efectos: el caballero volvió a aturdirse; las damas a anublarse, yo a cuidar de la amable Serafina, y cuando a la vuelta del paseo pude tener mi explicación con el galán, llegué a conocer que el mal no tenía remedio; que la más profunda e irresistible impresión era a favor de Paquita; y argumentándole como buen amigo, en favor de las gracias de su prima, concluyó con decirme que las reconocía, que hubiera podido resistir a los encantos naturales de su rival, pero que le era imposible, absolutamente imposible triunfar de su mantilla.
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