viernes, 26 de abril de 2013

"Materia memorable", poemario de Rosario Castellanos al completo

LA PROMESA

Te lo voy a decir todo cuando muramos.
Te lo voy a contar, palabra por palabra,
al oído, llorando.
No será mi destino el del viento que llega
solo y desmemoriado.

LAS DÁDIVAS

La mano que se abrió sobre mis días
es una mano grande como el cielo.
Me dio raíz, memoria, y para respirar
una herida que llaman la rosa de los vientos.

Plenitudes de aljibe que rebalsa
y vacío de túnel que eternizan los ecos.
Luz para ciertas horas
y la hora necesaria de oscuridad sin término.

Horizontes, mirada,
la presencia segura de los cuerpos.
El gozo del hallazgo,
el llanto del adiós en el pañuelo.

La vida. Muchas muertes
-una por cada amor del que es su centro-.
Todo. Y para decirlo
palabras y palabras. Y silencio.

IN MEMORIAN
A Delfina Tejada de Guerra

La tiniebla no pudo
traspasar los umbrales de su casa.
Se consumió entera
de calor y de luz como una lámpara.

Nadie le vio las manos
vacías o cerradas.
Entregó su tesoro
de actos vivificantes, consolaciones, gracia.

Igual que en un crisol se hacían en su boca
verdaderas y puras las palabras.
No dijo más que amor
y amó hasta el fin "como quien se desangra".

Cuando vino la muerte
buscó su corazón para alancearla
y nos ha herido a ti, a mí, a todos,
donde su corazón se derramaba.

LOS ENGAÑADOS

Muchas veces se olvida. En la conversación
amistosa ¿quién dice
más que el nombre y los nombres del amigo?

En la ardua vigilia de la lectura, cuando
la sangre se hace luz, pensamos que la flecha
podría atravesarnos sin herirnos.

Y si empuñamos un instante el cetro
del amor, ya creemos
vencida para siempre a la otra potestad.

SOBREMESA

Después de la comida aún se quedan
en torno de la mesa. Y allí fuman
su cigarro los hombres; las mujeres
siguen una labor paciente, cuyo origen
apenas se recuerda. Un negro café humea
en tazas a menudo requeridas.

Alguien corta las páginas de un libro
o recoge las migas de pan entre sus dedos
y la de más allá cuenta los meses
de su preñez, a la otra que ha criado ya a los hijos.

Se demora en venir la que alza el mantel
y pone en sus dobleces una rama de espliego.

Para su plenitud este instante no quiere
más que ser y pasar.

QUINTA DE RECREO

A la tierra le es fácil florecer y se cubre
de excesivo verdor. Ramas ornamentales
-dobladas bajo el peso de su propia fragancia-
entran por las ventanas para anunciar una hora
tan joven que aún no tiene el rocío en los párpados.

Habla el aire lenguaje de claridad y dice
noticias de países remotos. Ha tocado,
al pasar, los cabellos de la música.

Respetuoso, el sol monta su guardia afuera
defendiendo de sí el sueño de los niños
que juegan con imágenes de agua.

Esta es la morada en que el día se despoja
de su armadura y solo resplandece.

CHARLA

... porque la realidad es reducible
a los últimos signos
y se pronuncia en solo una palabra...

Sonríe el otro y bebe de su vaso.
Mira pasar las nubes altas del mediodía
y se siente asediado (bugambilia, jazmín,
rosal, dalias, geranios,
flores que en cada pétalo van diciendo una sílaba
de color y fragancia)
por un jardín de idioma inagotable.

RETRATO DE ANTEPASADO

Lo dejaron aquí, más que por reverencia
por olvido. Ninguno
levanta la mirada a este rincón del cuarto.

Preside cierto orden de objetos, cierta rutina
inminente y le otorga
la edad que necesita.

Ha presenciado alegres ceremonias
y ha visto cómo deudos diligentes
colocan en su marco orlas de luto.

Y ni se regocija ni consuela.

Distante, amarillento, anónimo, sus manos
empuñan todavía un bastón de caoba
¡aunque hace tanto tiempo se perdieron sus huesos!

NOCTURNO

Amigo, conversemos.
¿Desde hace cuántos años? Desde el día
en que a un tiempo rompimos la tiniebla
y con vagido entramos en el reino del aire;
desde que los mayores nos pusieron
la sal sobre la lengua
y nos soplaron al oído un nombre
(no de amor, de destino),
un nombre que repites todavía
y que repito yo y repetimos
hasta el fin, hasta el fin, sin entenderlo
hemos estado juntos.
Espalda con espalda. El uno viendo
nacer el sol y el otro
posando su mejilla en el regazo
materno de la noche.

Atados mano contra mano y vueltos
-forcejeando por irnos-
uno hacia el sur, hacia el fragante verde,
y el otro a la hosquedad de los desiertos;
desgarrados; sangrando yo con la herida tuya
y tú quizá doliéndote
de no tener siquiera una pequeña brizna
de dolor que no sea también mío,
hemos sido gemelos y enemigos.

Nos partimos el mundo. Para ti
ese fragmento oscuro del espejo
en que solo se ve la cara de la muerte;
los hierros, las espinas del sacrificio, el vaso
ritual y el cascabel violento de la danza.

Y para mí la túnica parda de la labor,
la escudilla de barro torneado con las manos
en que no cabe más que un sorbo de agua
y el sueño sin ensueños de la sierva.

Pero fuimos desleales al pacto. Tú acechabas
-lobo hambriento- el plantel y los rediles
y aullabas profecías intolerables
y hacías resucitar maldiciones y textos
rescatados de no sé qué catástrofe.

O incendiabas, de pronto, mi faena
con un emorme resplandor sagrado.

Y yo la hormiga. Yo
consquilleando en tu brazo, hasta abatirlo,
cada vez que querías alzarlo hasta los cielos.

Y yo, Marta, pasando la punta de los dedos
sobre el altar, para encontrar la huella
del polvo mal limpiado.

Y yo, la tos que rompe
la redondez entera de la bóveda
en el instante puro de la consagración.

Y yo en la fiesta. Párpados esquivos,
trenza apretada, labios sin sonrisa.
De espaldas a la música, con esa cicatriz
que el ceño del deber me ha marcado en la frente;
pronta a extinguir las lámparas, ansiosa
de despedir al huésped
porque en la soledad yo te escupía a la cara
el nombre de la culpa.

Ah, qué duelos a muerte.
Hasta el amanecer luchábamos y el día
nos encontraba aún confundidos en nudo
ciego de odio y de lágrimas.

Como el convaleciente, tambaleándonos,
nos poníamos de pie, lívidos y desnudos.
Y ni así, al contemplar nuestras llagas, subió
jamás a nuestra boca
una palabra de piedad, un gesto
en que se nos volviera perdón el sufrimiento.

Pero hoy me tiemblan tus rodillas; late
tu pulso enloquecido entre mis sienes
y siento que el orgullo se nos va deshaciendo
como un sudor que escurre adentro de la médula.
Porque la noche es larga. Nada anuncia su término
y acaso
para nosotros dos ya no hay mañana.

Demos a la fatiga una tregua y hablemos.

Ayúdame a decir esa sílaba única
-tú, yo, ¡pero no dos, nunca más dos!-
cuya mitad posees.

TESTAMENTO DE HÉCUBA
A Ofelia Guilmain, homenaje

Torre, no hiedra, fui. El viento nada pudo
rondando en torno mío con sus cuernos de toro:
alzaba polvaredas desde el norte y el sur
y aun desde otros puntos que olvidé o que ignoraba.
Pero yo resistía, profunda de cimientos,
ancha de muros, sólida
y caliente de entrañas, defendiendo a los míos.

El dolor era un deudo de aquella familia.
No el predilecto ni el mayor. Un deudo
comedido en la faena, humilde comensal,
oscuro relator de cuentos junto al fuego.
Cazaba, en ocasiones, lejos, y por servir
su instinto de varón
que tiene el pulso firme y los ojos certeros.
Volvía con la presa y la entregaba al hábil
destazador y al diestro
afán de la mujeres.

Al recogerme yo decía: qué hermosa
labor están tejiendo con las horas mis manos.
Desde la juventud tuve frente a mis ojos
un hermoso dechado
y no ambicioné más que copiar su figura.
En su día fui casta
y después fiel al único, al esposo.

Nunca la aurora me encontró dormida
ni me alcanzó la noche
antes que se apagara mi rumor de colmena.
La casa de mi dueño se llenó de obras
y su campo llegó hasta el horizonte.

Y para que su nombre no acabara
al acabar su cuerpo
tuvo hijos en mí valientes, laboriosos,
tuvo hijas de virtud,
desposadas con yernos aceptables
(excepto una, virgen, que se guardó a sí misma
tal vez como la ofrenda para un dios).

Los que me conocieron me llamaron dichosa
y no me contenté con recibir
la feliz alabanza de mis iguales
sino que me incliné hasta los pequeños
para sembrar en ellos gratitud.

Cuando vino el relámpago buscando
aquel árbol de las conversaciones
clamó por la injusticia el fulminado.

Yo no dije palaras, porque es condición mía
no entender otra cosa sino el deber y he sido
obediente al desastre:
viuda irreprensible, reina que pasó a esclava
sin que su dignidad de reina padeciera
y madre, ay, y madre
huérfana de su prole.

Arrastré la vejez como una túnica
demasiado pesada.
Quedé ciega de años y de llanto
y en mi ceguera vi
la visión que sostuvo en su lugar mi ánimo.

Vino la invalidez, el frío, el frío,
y tuve que entregarme a la piedad
de los que viven. Antes
me entregué así al amor, al infortunio.

Alguien asiste mi agonía. Me hace
beber a sorbos una docilidad difícil
y yo voy aceptando
que se cumplan en mí los últimos misterios.

TRÁNSITO

    I

Niña ciega palpaba mi rostro con mis manos
no para ver, para borrar la línea
donde el perfil dice "mañana"; donde
alza el mentón su hueso que se opone a la muerte.

Y con el ademán se iban desvaneciendo
el dolor, la presencia, la memoria.

(No, no moría. No supe
cómo borrar el nombre de Rosario.)

    II

No conocí la ley, esa constelación
bajo la que mis padres me engendraron.
No supe mi destino de vegetal, mi nombre
que termina en la punta de mis dedos
y quise dar un paso más allá
donde se ahoga el pez, donde estalla la piedra.

Más allá de los límites. Aquí,
profundidad o altura, inhabitable
lugar para mi especie.

    III

Subí hasta donde el hombre
movía sus figuras de ajedrez
y era una transparente atmósfera de águilas.

(He debido cubrirme el rostro con un velo
por no mostrar este color de selva
-esplendor y catástrofe-
que todavía no me ha abandonado.)

NOTA ROJA

En página primera
viene, como a embestir, este retrato
y luego, a ocho columnas, la noticia:
asesinado misteriosamente.

Es tan fácil morir, basta tan poco.
Un golpe a medianoche, por la espalda,
y aquí está ya el cadáver
puesto entre las mandíbulas de un público antropófago.

Mastica lentamente el nombre, las señales,
los secretos guardados con años de silencio,
la lepra oculta, el vicio nunca harto.
Del asesino nadie sabe nada:
cara con antifaz, mano con guantes.

Pero este cuerpo abierto en canal, esta entraña
  derramada en el suelo
hacen subir la fiebre
de cada Abel que mira su alrededor, temblando.

RECITAL

El poeta se arregla la corbata
y sube al escenario.
Carraspea un poco. Tiembla. Es natural.
Pero se sobrepone porque Apolo
le ha infundido el divino valor, lo ha emborrachado
de vaticinios y helo aquí, en el centro
de un gran espacio oscuro
¿y vacío? ¿Y vacío?

Esta interrogación
es como para recobrar la lucidez,
así que sin más trámites, profiere:

"Señoras y señores... El micrófono
funciona bien. ¿Se escucha? ¿Quién escucha?
¿Uno? ¿Varios? ¿Ninguno?
No me importa.
La sordera no es lo que hace al silencio.
Lo que hace al silencio es la mudez.
Y no quiero ser cómplice
de ese crimen contra la humanidad.
Porque sin la palabra nadie es el hombre, nada
distinto de la piedra. En el cosmos entero
un dios puso en sus labios el sello de la exención.
Y el poeta es quien da voz a lo que no habla,
es el que..."
       reflectores, de repente, se encienden
y el que declama mira a su auditorio.

Son seres que enarbolan como escudo
esa señal de tránsito que prohíbe los ruidos
en la proximidad de un hospital.
Están lisiados todos. El estruendo
les reventó los tímpanos.
El estruendo de la hélice; del motor en la fábrica;
de las sirenas de la policía;
el de la multitud en el box, en los toros;
el de la noche de los linchamientos;
el de las campanadas y lso vivas
al conductor de masas;
el del anuncio del mejor producto;
el de la propaganda de la mejor política;
el del oro cayendo en cataratas
hasta las cajas de seguridad;
el de la bomba al estallar; el de
la jauría de perros amaestrados
para cazar a un paria fugitivo.

El poeta se quita la corbata
-pues no tiene corona de laurela-.
la pisotea, mientras maldice a Apolo
y, sobrio ya, desciende
y busca en la luneta algún sitio sin dueño.

Nadie lo mira. Nadie le regala
el cartelón. Ninguno le sonríe.
Pero elpoeta se entrega
a las delicias del anonimato.
¡Oh, qué maravillosa sensación!
Se está tan bien así, confundido entre muchos,
rodeado de estruendos, protegido
por los estruendos y con la menbrana
del tímpano ya a punto de estallar.

Ahora, canción inoportuna, prueba
a saltar la muralla.
¿Verdad que no se puede venir a perturbar
a los tranquilos? ¡Fuera!
Te arrojan con la música a otra parte.

No hay gemido de víctimas. No hay clamor de justicia.
No hay ulular de fieras.
¡Cómo, si es inaudible
aun el estruendo de la tempestad!
¿Murmullos? Ratonzuelos que roen la madera.
Nada importante. Nadie. Por fin estoy a salvo.

TOMA DE CONCIENCIA

A medianoche el centinela alerta
grita ¿quién vive? y alguien -yo, sí, yo,
no ese muco de enfrente-
debía responder por sí, por otros.
Pero apenas despierto y además
ignoro el santo y seña de los que hablan.

Malhumorada, irónica, levantando los hombros
como a quien no le importa, yo digo que no sé
sino que sobrevivo
a mínimas tragedias cotidianas:
la uña que se rompe, la mancha en el mantel,
el hilo de la media que se va,
el globo que se escapa de las manos de mi hijo.

Contemplo esto y no muero. Y no porque sea fuerte
sino porque no entiendo si lo que pasa es grave,
irreversible, significativo,
ni si de un modo misterioso estoy
atrapada en la red de los sucesos.

Pero la verdad es que, aún soñolienta,
me levanto, me baño, canturreo
pensando en otras cosas.
Y luego desayuno,
tranquila, sobriamente, leyendo la noticia
del viejo avaro al que sus asesinos
buscaron las monedas que escondía
(a puñaladas) dentro de su entraña.

No, me palpo y no siento la herida. Todavía
soy una mujer sola.

Bebo el café y mi mano
no tiembla cuando doy vuelta a la página
y allí, en un arrozal remoto, agazapado,
tiritando de frío y de terror
de un enemigo que también se esconde
y que también tirita,
encuentro a un hombre que es distinto a mí
por el color, por el idioma, pero
igual en el relámpago que ilumina este instante
en el que él y su adversario, y yo, que no los veo,
estamos juntos, somos uno solo
y en nosotros respira el universo.

Amor mío, que a veces vienes a visitarme
y me estrechas la mano
o simplemente miras con piedad que envejezco,
no te sientas más próximo que aquel del arrozal
o del que un día lejano
(ya ni siquiera puedo decir dónde)
me dio a beber un sorbo de agua fresca
en jornada de sed y de intemperie.

Porque soy algo más ahora, por fin lo sé,
que una persona, un cuerpo y la celda de un nombre.

Yo soy un ancho patio, una gran casa abierta:
yo soy una memoria.

Permaneces allí, imagen del que ha muerto,
rostro del que partió con la promesa
de volver, como flor entre los labios.

A mí, como a una hoguera en pleno campo,
se arriman en la noche los de mi tribu y otros
desconocidos y aun algunos animales
cuya inocencia guardo.

En medio de este corro de presencias
soy lo que soy: materia
que arde, que difunde calor y luz. Crepito
la respuesta gozosa: ¡viven todos!

FUTURO

El viento no se rompe
aunque se parta en ráfagas.
Sal hay una y no más,
blanca y desmenuzada.

Ya verás cómo viene
como en el sorbo el agua,
como el mar en la ola,
como el fuego en la llama.

Ya verás cómo sube
de ser semilla a rama.
Ya verás cómo pasa
de instante a hora sagrada.

Ya está y aún no lo adviertes,
ya mueres y aún te alarmas.
Porque es tuya, eres tú y lo que es más tú:
el tuétano, la sangre, la palabra.

CANCIÓN

Yo conocí una paloma
con las dos alas cortadas;
andaba torpe, sin cielo,
en la tierra, desterrada.

La tenía en mi regazo
y no supe darle nada.
Ni amor, ni piedad, ni el nudo
que pudiera estrangularla.


METAMORFOSIS DE LA HECHICERA

Nacer, salir de madre como el río
que se despeña, arrastra materias extrañas, precipita
su caudal hasta el fin, sin ver el cielo
ni el árbol de las márgenes
ni pulir con amor la piedra de su entraña.

Así a nuestro vivir llamamos vértigo,
remolino que a veces devora, alga que enreda
lo que quiere ascender hasta la superficie.
Y no hay, entre el estruendo y su extinción,
más que la turbiedad
del limo, el pez oscuro y el pulso sin descanso.

Así todos los que desembocamos
en el mar antes de haber logrado un nombre.

Así todos. No ella. Hecha también de agua,
se detuvo en remansos pensativos.

¡Qué figuras nos deja entrever su transparencia!
Galería sin fin, palacios desolados,
complejas maquinarias
donde se transformaba el universo
en belleza y en orden y en ley resplandeciente.
Mujer, hilaba copos de luz; tejía redes
para apresar estrellas.

Mujer, tuvo máscaras y jugaba a engañarse
y a engañar a los otros,
mas cuando contemplaba su rostro verdadero
era una flor de pétalos
pálidos y marchitos: amor, ausencia, muerte.
Y en su corola había
alguna cicatriz casi borrada.

Por todo lo que supo era obediente y triste
y cuando se marchó por esa calle
-que tan bien conocía- de los adioses,
fueron a despedirla criaturas de hermosura,
esas que rescató del caos, de la sombra,
de la contradicción, y las hizo vivir
en la atmósfera mágica creada por su aliento.

EL TALISMÁN

He buscado mi rostro entre las piedras
-señal de cataclismo-
y sólo hallé la resquebrajadura
donde el tiempo triunfó; donde la guerra
clavó su lanza que es necesidad,
necesidad con punta de hierro ya mellado
y con asta podrida del viento y de intemperie.

Busqué mi rostro allí donde el antepasado
marcó su huella en signos, en figuras
y no reconocí más que el misterio.
Aquí estuvo y no está, rescoldo frío
junto al que nadie puede detenerse.

Y, alrededor, la selva. ¡Cuánta corteza de árbol
en que ningún cuchillo de viajero
grabó la letra, el rumbo!
¡Cuánta hoja diciendo su idioma incomprensible!
¡Cuánta raíz a la que no desciendo!

Bajo mis ojos han pasado ríos
anónimos, fugaces.
Se iban en murmullos, sí, pero no cuajaban
en palabra de espejo
sino en profunda voz de abismo, en suave
invitación a convertirme en agua.

Con paso cauteloso me arrimé al campamento
de los hombres. Me vieron
con esos mismo ojos que calculan
el peso del ganado
o la totalidad dela cosecha.
Sin hablar me pusieron un lugar en la mesa,
me dieron un bocado y después la madrina
me señaló el quehacer, me ordenó la faena.

Aquí estoy. Tejedora, lavandera,
desgranadora de maíz y, a veces, en la noche
cuando el sueño no acude,
relatora de historias.

Cuento la eterna lucha de los dioses
para vencer al caos
y las primeras peregrinaciones
y los que se perdieron o acabaron
antes de presenciar el milagro del alba.

Cuento de las ciudades, gloria de un día y luego
olvido de los siglos.

Otras cosas también; astucias de animales
pequeños. Y victorias
del hazañoso que arrancó la piel
al león, al tigre o que engañó a la zorra.

De mí no sé. Devano las memorias ajenas.
Pero hay entre la tribu
uno que no es igual a los demás, que inventa,
que da nombre a los seres
y que forma figuras de barro con las manos.

Ése me ha prometido
decirme alguna vez las sílabas exactas
que desde la creación me pertenecen.

Me las dirá en la fecha marcada por los astros
pues no quiere que el dueño
se apodere de ellas, ni que el otro
las use como un pobre utensilio cotidiano.

Me ha dicho: será el nombre
con que te llame tu hijo
cuando tenga hambre o miedo de estar solo.
Y ha puesto entre mis manos este pedazo de ámbar
para que me recuerden
-después, cuando yo muera- aquellos que me amaron.

CANCIÓN

Tal vez cuando nací alguien puso en mi cuna
una rama de mirto y se secó.
Tal vez eso fue todo lo que tuve
en la vida, de amor.

Porque después (oh, rostro traicionado
por la memoria, nudo deshecho en el adiós)
nada sino el silicio de aquella nervadura
me exprimió el corazón.

ELEGÍA

Cuerpo criatura, sí, tú y yo nos conocimos.

Tal vez corrí a tu encuentro
como corre la nube cargada de relámpagos.

Ay, esa luz tan breve, esa fulminación,
ese vasto silencio que sigue a la catástrofe.

Quienes ahora nos miran (piedras oscuras, trozos
de materia ya usada)
no sabrán que un instante nuestro nombre fue amor
y que en la eternidad nos llamamos destino.

RETORNO

Has muerto tantas veces; nos hemos despedido
en cada muelle,
en cada andén de los desgarramientos,
amor mío, y regresas
con otra faz de flor recién abierta
que no te reconozco hasta que palpo
dentro de mí la antigua cicatriz
en la que deletreo arduamente tu nombre.

EMBLEMA DE LA VIRTUOSA

Después de días, muchos, muchos días
-cada uno con su cara
y su rudo instrumento de dominio en la mano-
me comparo a la bestia que ya ha tascado el freno,
que ya ha sentido hundirse la espuela en el ijar
y sabe cómo el brío y el furor
ascienden, se deshacen
entre los belfos como espuma inútil.

Sí, callo. Sí, me inclino. Me detengo,
me apresuro según la rienda manda.
Para que mi jinete, mi destino
-ese a quien no conozco-, vaya hasta donde va.

Cuando joven pací en una pradera
abundante de nombres y yo escogí lo mío.
Pero mi senda de hoy tiene no más un trébol.
Con un pétalo dice mansedumbre
y con otro lealtad
y con otro obediencia.

Ay, pero el cuarto, el último,
la hoja de la suerte verdadera,
dice sólo abyección.

Amigo que encegueces cuando miras, ciégame,
úngeme de soberbia,
amortigua mi tacto, mi memoria,
todo lo que ilumina, lo que lee,
para que quede oculta esa palabra.

PARÁBOLA DE LA INCONSTANTE

Antes, cuando me hablaba a mí misma, decía:
si yo soy lo que soy
y dejo que en mi cuerpo, que en mis años
suceda ese proceso
que la semilla le permite al árbol
y la piedra a la estatua, seré la plenitud.

Y acaso era verdad. Una verdad.

Pero, ay, amanecía dócil como la hiedra
a asirme a una pared como el enamorado
se ase del otro con sus juramentos.

Y luego yo esparcía a mi alrededor, erguida,
en solidez de roble,
la rumorosa soledad, la sombra
hospitalaria y daba al caminante
-a su cuchillo agudo de memoria-
el testimonio fiel de mi corteza.

Mi actitud era a veces el reposo
y otras el arrebato,
la gracia o el furor, siempre los dos contrarios
prontos a aniquilarse
y a emerger de las ruinas del vencido.

Cada hora suplantaba a alguno; cada hora
me iba de algún mesón desmantelado
en el que no encontré ni una mala bujía
y en el que no me fue posible dejar nada.

Usurpaba los nombres, me coronaba de ellos
para arrojar después, lejos de mí, el despojo.

Heme aquí, ya al final, y todavía
no sé qué cara le daré a la muerte.

AMOR

Sólo la voz, la piel, la superficie
pulida de las cosas.

Basta. No quiere más la oreja, que su cuenco
rebalsaría y la mano ya no alcanza
a tocar más allá.
Distraída, resbala, acariciando
y lentamente sabe del contorno.
Se retira saciada,
sin advertir el ulular inútil
de la cautividad de las entrañas
ni el ímpetu del cuajo de la sangre
que embiste la compuerta del borbotón, ni el nudo
ya para siempre ciego del sollozo.

El que se va se lleva su memoria,
su modo de ser río, de ser aire,
de ser adiós y nunca.

Hasta que un día otro lo para, lo detiene
y lo reduce a su voz, a piel, a superficie
ofrecida, entregada, mientras dentro de sí
la oculta soledad aguarda y tiembla.

PRIVILEGIO DEL SUICIDA

El que se mata mata al que lo amaba.
Detiene el tiempo -el tiempo que es de todos
y no era sólo suyo-
en un instante: aquel en que alzó el vaso
colmado de veneno;
en que segó la yugular, en que
hendió con largos gritos el vacío.

Ah, la memoria atónita, sin nada más que un huésped;
la atención que regresa como un tábano
siempre hasta el mismo punto intraspasable
y la esperanza que amputó sus pies
para ya no tener que ir más allá.

Ay, el sobreviviente,
el que se pudre a plena luz, sepulcro
de par en par abierto,
paseante de hediondeces y gusanos,
presencia inerme ante los ojos fijos
del juez ¿y quién entonces
no osa empuñar la vara del castigo?

¡Condenación a vida!

(Mientras el otro, sin amarraduras,
alcanza la inocencia del agua, las esencias
simplísimas del aire
y, materia fundida en la materia
como el amante en brazos del amor,
se reconcilia con el universo.)

ÚLTIMA CRÓNICA

Cuando cumplí la edad, las condiciones,
alcancé el privilegio.
Fui invitada a asistir al rito inmemorial,
a ese culto secreto en el que se renueva
la sangre ya caduca,
en que se vivifican las deidades,
en que el árbol se cubre de retoños.

Entré en el templo de los sacrificios
y vi a los ayudantes del sacerdote máximo
raspar antiguas costras desteñidas
que mancillaban la pared y el suelo;
pulir la piedra del altar, volverla
el espejo perfecto que duplica los actos
y les confiere así doble valor.

Los presenciantes, mudos
(¿de miedo
o ya de reverencia?),
aguardaban temblando, con la mirada fija
en la llamada puerta del escarnio.

De allí saldría la víctima.

¿Quién será?, pregunté. Y un iniciado
me respondió: la nombran
de muchos modos y es siempre la misma.

¡Oh, no!, clamé. ¡Piedad! Porque sentí
removida la tumba de mis muertos,
la ceniza del héroe dispersada,
turbada la vigilia
del hombre que contempla las estrellas,
interrumpido el sueño del que sueña
el porvenir; desperdigadas, rotas
las palabras que un día se congregaron
alrededor de un orden hermoso y verdadero.

¿Qué ultraje van a hacerle a esa criatura inerme?

Es lo único que cambia, me indicaron.
No se repetirá ninguno que haya sido
consumado otra vez.

El himen desgarrado fue la hazaña
del rudo semental y de ella hemos nacido
tú, yo, nosotros, los que atestiguamos
y los que permanecen en la orilla.

Después llegaron los mutiladores,
los chalanes que fueron a venderla
al mercader de esclavas.

Fue saqueada mil veces; fue aherrojada
en calabozos húmedos
que algún tumulto derribó y caudillos
bárbaramente tiernos y feroces.

¿Quién sobrevive? Nadie más que ella,
la indestructible. A cada cierto plazo
desciende hasta nosotros y se ostenta,
siempre bajo una máscara distinta,
para probar su legitimidad
y exigir homenajes y tributos.

Así no haya temor.
Las ceremonias ya no serán cruentas.

Expectante, la vi salir: desnuda,
más, más, más, desollada.
Y sin ojos, sin tacto,
pero como quien sabe su camino,
se dirigió guiada por nadie, sostenida
por nadie, hasta el lugar
único y preparado.

El sacerdote máximo le tomó la cabeza
-no para cercenarla
sino para verter en ella ungüentos,
mixturas de las hierbas más salvajes-.

Algo dijo en su oído, que no escuché. Un conjuro,
algo que se repite y se repite
hasta hacerse obediencia.

Después, amigos míos, os suplico,
no dudéis de mi lengua,
no dudéis de la mano con que escribo
y no pongáis en tela de juicio lo que juro.

Vi la metamorfosis. Nuestra dueña,
desollada y por ello lamentable,
se recubrió de escamas de reptil
y se ciño al tobillo un cascabel frenético
(el de la danza no, el del exterminio)
y se volvió hacia todos, poseída
por un furor que tuvo a su alcance el instrumento
para ser eficaz, para destruir
lo tan penosamente atesorado.

Con los demás corrí despavorida
y vine a refugiarme al rincón más oscuro.

Hasta aquí los sirvientes y los intermediarios,
los traidores también de entre los míos,
me prendieron y a rastras me llevaron
hasta donde ella estaba
y me ordenaron: cuenta lo que has visto.

Iba a llamarla Ménade,
iba a atarla de epítetos,
iba a finalizar mi relato diciendo
la frase de aquel criado de Job, el mensajero
narrador del desastre.

Pero no pude. Alguno
por encima del hombro me vigila
con ojos suspicaces;
me prohíbe que use figuras extranjeras
porque las menosprecia o las ignora
y recela una burla, una celada.

Ha descargado el látigo para hacerme saber
que no tengo atributos de juez y que mi oficio
es sólo de amanuense.

Y me dicta mentiras: vocablos desgastados
por el rumiar constante de la plebe.

Y continúo aquí, abyecta, la tarea
de repetir grandeza, libertad, justicia, paz, amor, sabiduría
y... y... no entiendo ya
este demente y torpe balbuceo.

ACCIÓN DE GRACIAS

Antes de irme -igual en cortesía
al huésped que se marcha-
quisiera agradecer a quien se debe
tantas hermosas cosas que he tenido.

Muchas veces la tierra me ofreció su mejilla
de durazno maduro;
muchas veces el aire se revistió de música,
muchas veces las nubes, las nubes, sí, las nubes...

Pero yo no amé nada tanto como amé al fuego.
Allí encuentro la mano del hombre inmemorial
terco en su oposición a la intemperie;
allí la voluntad de la tribu, de darle
calor al peregrino
que se acerca a deshora buscando pan, compañía
y la conversación
en que tantas palabras se desposan.

Más que Nausícaa o que Raquel, halladas
en playas o en brocales,
yo fui como Penélope
mujer que se recata en gineceo.
Se deleitó mi olfato del aroma doméstico:
el de la ropa húmeda
cuando suelta el vapor bajo la plancha ardiente.
Ah, limpieza del vaho
que has absuelto la casa de la culpa
de ser casa para unos
nada más y no casa para todos.

Ay, aire bautizado por los nombres más próximos:
hijo Pablo, Gabriel hijo, Ricardos
-el padre, primogénito-,
¿y por qué no invocar también la planchadora
que se llama Constancia?

Los pucheros borbollan
sustanciosos de res sacrificada,
de hortaliza recogida, de corral abundante.
Y pasan a la mesa, interrumpiendo
la charla baladí o la palabra áspera.
Bajo su especie humilde comulgamos
y el señor distribuye las raciones
con equidad y juicio.

Mi madre repetía:
la paciencia es metal que resplandece.

Y yo recuerdo mientras pulo el cobre
del utensilio siempre requerido.
Y yo recuerdo mientras la franela
le devuelve su brillo original.
Y yo recuerdo mientras
empuño el paño grueso y resistente.

Mi madre repetía... Ha muerto ya. Sus manos
se cruzaron después de acabar la faena.
Dejó su casa en orden
como para la ausencia verdadera.

Yo no quiero apartarme de su ejemplo.
Ay, aunque -a veces- tienta el arrebato
de comer fruta verde,
de entregarse a la muerte prematura
gritando "no me importa" a los que quedan.

Pero resisto, sí, y amanecemos
hasta que el tiempo advenga.

Mas cada noche yazgo en el lecho que ha sido
de amor, de parto, de desvelo triste
o de reposo bien ganado, y rezo:
si esta noche es la noche postrera, si esta sábana
ha de ser mi mortaja,
dejadme que me envuelva bien en ella
como en esa caricia total que únicamente
otorga el mar al náufrago.

¡Está tan hecha a mí la tela! Me conoce
como yo la concozco.
Mi forma y su textura son amigas
y entre sí se completan.
¿Quién teme así? Yo iré adonde se va
confiada a la última benevolencia.

RECORDATORIO

Obedecí, señores, las consignas.

Hice la reverencia de la entrada,
bailé los bailes de la adolescente
y me senté a aguardar el arribo del príncipe.

Se me acercaron unos con ese gesto astuto
y suficiente, del chalán de feria;
otros me sopesaron
para fijar el monto de mi dote
y alguien se fió del tacto de sus dedos
y así saber la urdimbre de mi entraña.

Hubo un intermediario entre mi cuerpo y yo,
un intérprete -Adán, que me dio el nombre
de mujer, que hoy ostento-
trazando en el espacio la figura
de un delta bifurcándose.

Ah, destino, destino.

He pagado el tributo de mi especie
pues di a la tierra, al mundo, esa criatura
en que se glorifica y se sustenta.

Es tiempo de acercarse a las orillas,
de volver a los patios interiores,
de apagar las antorchas
porque ya la tarea ha sido terminada.

Sin embargo, yo aún permanezco en mi sitio.

Señores, ¿no olvidasteis
dictar la orden de que me retire?

HIMNO

Después de todo, amigos,
esta vida no puede llamarse desdichada.
En lo que a mí concierne, por ejemplo,
recibí en proporción justa, en la hora exacta
y en el lugar preciso y por la mano
que debe dar, las dádivas.

Así tuve los muertos en la tumba,
el amor en la entraña,
el trabajo en las manos y lo demás, los otros,
a prudente distancia
para charlar con ellos, como vecina afable
acomodada en la barda.

Y recreos. Domingos enteros en la playa,
arboledas anónimas y amigas,
manantiales ocultos que cantaban,
libros que se me abrieron de par en par y bóvedas
maravillosamente despobladas.

Dioses a quienes venerar, demonios
tan hermosos que herían la mirada,
sueños para dormir asido al cuerpo ajeno
como hiedra de tactos y palabras
... y algún relámpago de medianoche
para alumbrar el orden de mi casa.

ENCARGO

Cuando yo muera dadme la muerte que me falta
y no recordéis.
No repitáis mi nombre hasta que el aire sea
transparente otra vez.
No erijáis monumentos, que el espacio que tuve
entero lo devuelvo a su dueño y señor
para que advenga el otro, el esperado,
y resplandezca el signo del favor.































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