VI (3)
Pero el labio divino erraba sobre otras copas. Y la mar se retiraba, a grandes sorbos, de los sueños del poeta.
¿La mar de sal morada nos disputará a las hijas altivas de la gloria? ¿Dónde está nuestro texto? ¿Dónde nuestra norma? Y para ataviar aún los cargos de la escena, ¿en qué séquito de déspota nos será preciso buscar la fianza de nuestros grandes comensales?
Siempre hubo, detrás de la plebe ribereña, esa queja purísima de otro sueño; ese más grande sueño de otro arte; ese más grande sueño de otra obra y esta perpetua ascensión de la más grande máscara al horizonte de los hombres.
¡Oh mar viviente del más grande texto! Tú nos hablabas de otro vino de los hombres y sobre nuestros textos envilecidos surgía, de pronto, este disgusto de los labios que engendra toda saciedad.
Y nosotras sabemos ahora qué era lo que nos impedía vivir en medio de nuestras estrofas.
¡Nosotras te llamamos, reflujo! Nosotras acechamos, marejada extranjera, tu curso errante por el mundo. Y si nos es necesario hacernos más libres y renovarnos para el recibimiento, nos despojaremos, a la vista de la mar, de toda posesión y de toda memoria.
¡Oh, mar, nodriza del más grande arte! Nosotras te ofrecemos nuestros cuerpos, lavados en los vinos fuertes del drama y de la multitud. Nos despojamos, a la vista de la mar -como en las inmediaciones de los templos- de nuestros enjaezamientos escénicos y de nuestros disfraces de circo. Y como las hijas de los bataneros en las grandes fiestas trisanuales (aquellas que bracean con el bastón en las barcas y aquellas, desnudas, rojas hasta la ingle que exprimen las uvas en el lagar) que van mostrando en la vía pública sus utensilios de madera pobre, nosotras llevamos hasta el honor los instrumentos usados de nuestro oficio.
Nos despojamos de nuestras máscaras y de nuestros tirsos, de nuestras tiaras y cetros nos despojamos. Y de nuestras grandes flautas de madera negra como las férulas de las magas. Y también de nuestras armaduras y de nuestros encajes; de nuestras cotas de escamas; de nuestras túnicas y de nuestros vellones; de nuestras bellas cimeras cargadas de pluma; y de nuestros peinados bárbaros con doble cuerno de metal; de nuestros escudos macizos en la garganta de las diosas ¡nos despojamos, nos despojamos! Por ti, mar extranjera, nos despojamos de nuestros enormes peines de las solemnidades como de los instrumentos de las tejedoras. Y de nuestros espejos de plata, hechos como los crótalos de la iniciada; de nuestras grandes hombreras enjoyadas en forma de lucanas; de nuestros grandes broches calados y de nuestras fíbulas nupciales.
También nos despojamos de nuestros velos, de nuestras telas pintadas con la sangre de las víctimas; de nuestras sederías tintas del vino de las Cortes; y también de nuestros báculos de mendigo y nuestros báculos en cruz de suplicantes; y de la lámpara y la rueca de las viudas; y de la clepsidra de nuestros guardias y de la linterna de cuerno del acechador; del cráneo de ónix aparejado en el laúd y de nuestras grandes águilas labradas en oro y de otros trofeos del trono y de la alcoba. De la copa y la urna votiva; de la jarra y el lebrillo de cobre para la ablución del huésped y el refrescamiento del extranjero; de los jarros de metal y los frasquitos de veneno; de los cofrecillos pintados de la hechicera y de los regalos de la embajada; de los estuches de oro para el mensaje y de los diplomas del príncipe disfrazado. Y de la rama del náufrago y del velo negro del presagio y de las llamaradas del sacrificio; de la insignia real y los abanicos del triunfo y las trompetas de cuero rojo de nuestras anunciatrices. ¡Nos despojamos de todo el aparato caduco del drama y de la fábula! ¡Nos despojamos! ¡Nos despojamos!
¡Pero nosotras aguardamos, oh mar prometido! Con nuestros coturnos de madera dura, nuestros anillos de oro enrollados en nuestras mangas de amantes, para el escanciamiento de obras futuras, de grandes obras por venir, en su pulsación y en su incitación remota.
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