Todos vivimos en la
frontera, a un paso de la felicidad y a otro del abandono y el
desamparo. Somos unos refugiados sin territorio que estamos
pendientes de que alguien nos nombre para sentirnos habitantes de
algún lugar. Nos ves- timos cada día sin saber cuántos grados de
soledad seremos capaces de alcanzar, o si, por el contrario, nos
sucederán tantas cosas que hasta nuestra chaqueta se sentirá
extraña. Y al arribar la noche no sabremos dónde estamos, cuánto
nos queda para llegar a la maravilla o al precipicio. Libramos una
batalla con nosotros mismos en la que somos reyes y mendigos.
Mientras nos ponemos la corona del triunfo y del dinero, nuestro
corazón despojado muestra sus harapos. Todos vivimos en la frontera,
en la invisible línea que separa palabra y silencio. Hablamos y no
hacemos sino callar lo que realmente queremos decir. Guardamos
silencio y nos desnudamos de tanto contar. Abrimos una puerta y
cerramos un sueño. Tapiamos una ventana y los ojos se queman con un
paisaje. Recibimos una carta y el tiempo pasado borra sus letras.
Entre lo claro y lo oscuro navega nuestro pensamiento, y arde cuando
sólo quedan las cenizas. Toca la verdad pero se ve deslumbrado por
la mentira. Su alma es la razón y, sin embargo, a veces delira. Nada
es como es y todo es como nunca fue. Así, instalados en esta
frontera del desconcierto, transcurrimos. Nuestros labios mueven el
aire del beso y una piel se estremece mientras huye. Nuestras manos
se tienden sobre un cuerpo y se vuelven sordas. Queremos hacer algo y
nos llaman de otra parte. Nos quedamos quietos y giramos veloces
empujados por deseos y presencias. Perseguimos lo imposible y pasamos
de largo ante lo que nos ofrece su compañía. Afirmamos estar
enamorados y nunca medimos el amor por la calma de lo días. Decimos
«sí», y sólo pensamos en nosotros. Escribimos «no», y entre las
dos letras tiembla la duda. Plantamos una rosa y crece sólo la
herida hecha por sus espinas. Todos vivimos en la frontera, anudados
a la paradoja, sirvientes del dolor en la alegría y de la ignorancia
en el saber. Todos vivimos con una lágrima dentro de la felicidad.
Todos tenemos lo que perdemos y escuchamos lo que no nos dicen. Todos
habitamos aquello de lo que fuimos desterrados. Todos pregonamos unos
principios des- mentidos luego por nuestros actos. Y al cruzar a la
otra orilla nos ahogamos arrastrados por las voces que ya no oímos.
¡Qué delgada frontera abre y cierra nuestra vida!
El espíritu de la
luna no vaga por el espacio sideral sordo y ciego al crepitar humano,
sino que invierte el sentido del tiempo, altera el ritmo de los seres
con sus tormentas invisibles, prende la bóveda de los sueños. El
espíritu de la luna habita entre nosotros hasta el punto de crearnos
mareas íntimas, de abrirnos los ojos a un estuario de imágenes aún
no holladas. Todos tenemos un lado mágico bañado por la luna.
Cuando pasa un tren y su sombra retumba infancia, es luna. Cuando
pesan las horas y todo parece ser lo mismo, y de pronto unas voces, o
una luz transparente, nos inundan por dentro, y no sabemos porqué,
es luna. Cuando en una conversación alguien pronuncia unas palabras
y sen- timos entonces enormes ganas de viajar, o de llamar a alguien,
es luna. Cuando subimos a la terraza y miramos los tejados como si
fuera el mar, es luna. Cuando lo que nunca dijimos empieza una tarde
cualquiera a arder y nos transfiguramos escuchando lo que tampoco
nadie nos respondió, es luna. Si sentimos cómo las altas torres del
orgullo caen y nos despojamos hasta la claridad del perdón, es luna.
Si nuestro corazón sufre taquicardia de un nombre y se abandona a su
dulce enfermedad, es que ha subido la temperatura de la luna. Si
desde la puerta miramos la cama en la que murió nuestra madre y la
vida es un remordimiento que nos purifica, hay luna en la habitación.
Si el triunfo de los demás nos alza como un abrazo, y así, alegres,
casi suspendidos, lo celebramos, es que la luna ha quemado los labios
mudos de la envidia. Las lágrimas sin gafas para ocultarse, el
llanto espontáneo como el que ante un amigo se desnuda, la cabeza en
un hombro abandonada, todo, todo es culpa de la luna. Y cuando no hay
nadie y nos vol- vemos locos de tanto ver en las sombras, es que la
luna ha descendido de su reino y se ha hecho carne. Entre el
nacimiento y la muerte, la luna arrasa los engañosos espejos y nos
devuelve nuestra imagen verdadera. Somos tiempo en lunación. Astros
de luz y sombra, como la luna. Un fuego inextinguible que no cesa,
que como la luna navega un cielo siempre inalcanzable para los ojos
humanos.
Poemas de "Figura en el paseo marítimo"
El margen de su
espuma
desmiente un mar
sin fisuras
y tiende una
silenciosa escala
por la que unos
ojos puros descienden
y reciben sin
imagen
mientras una ola
proclama
la completa mirada
humana.
Todo el horizonte
es signo
de lo que alguien
escucha.
Sin sombra avanza
un cuerpo,
anuncio sólo en la
transparente luz.
Y unos labios lo
nombran.
El ahogado
La luz era un himno
y todos esperaban
el rescate del ahogado,
la aurora de su
sangre.
Iban llegando
envueltos en un vapor de ramos
por la mirada
imaginados
que alejaban el
terror oculto
y empujaban todo el
ser hacia las ondas quietas
donde una
respiración de labios florecía.
Nosotros, desde la
altura, nos sumábamos en silencio
mientras por el
fondo triste de mis ojos
pasabas la
destilada sombra de tu vida.
Una honda nube de
quietud
deslumbraba el
paisaje y lo suspendía.
Cada vez más
claros y lejanos
los que llegaban
contenían en su espera
el halo azul del
agua,
frágil red tejida
por una respiración común
que unas tijeras de
humo pudieran quebrar
amaneciendo el
dolor más puro.
Nosotros, desde la
altura, recibíamos en silencio
la verdad sin
nombre que al origen devuelve
y como un beso
último descubre el engaño,
pues cielo y no
muro temblando siempre vivirá.
La luz era un himno
y alguno adelantaba
su sueño hasta tocar el rostro del ahogado
sin que nadie lo
siguiera: cada sueño tiene su reino y su lágrima.
Cada felicidad su
condena: pronunciabas sin abrazo.
Y todavía en la
pausa me quedaba,
torpe, perdido,
limpio ahogo de ternura.
Un ave lenta,
iluminada memoria,
el paisaje hacía
sumo
y un instante lo
amado devolvía
a los que
inclinados sobre el agua
la imagen del
ahogado despertaban
como una obsesión
hermosa.
Todos entonces se
precipitaban en el retraso mágico del recuerdo
borrando sus
nombres en la íntima reunión.
El aire entretanto
se consumaba en alta transparencia
y su estelar seno
mostraba un pecho en reposo.
Solo, desde la
altura, mi corazón escuchaba
la pena fija del
ahogado
sus ojos de
enfriada estela,
mientras una mano
en su soledad
trazaba la pasión última del olvido.