César Moro
Se llegaría a hablar -como de varios otros-
de una soledad desdeñosa y altiva.
Dirian muchos (con desprecio) que se creyó un genio,
porque acaso jugó algún día a serlo,
y desde luego nunca aceptó la confusión del gremio.
Fue inevitable hablar de su afán de distancia
y dandysmo. De su penuria. De sus muy malas rachas.
De su nunca estar a gusto. Y naturalmente
(siempre alimenta eso) de sus vicios no ocultos,
y de las vanas locuras a que un obrerito le condujo.
Y es cierto que fue rey y también miserable.
Que se aupó hasta el delirio, e íntimamente supo
que no valía mucho más que ningún otro hombre.
Que se pensó divino, soñando en liquidar el yo,
y padeció y sufrió porque la suerte quiso,
y porque él no aceptó (aunque dudase a veces)
destinos más oscuros. Centuplicó la apuesta,
sabiendo que el croupier no tenía fondos,
y ansió lo más alto, lo perfecto y lo noble,
no ignorando que sólo vuela el sueño,
y de fango y basura se levanta lo otro.
Supo que era tan hondo su fracaso
que procedía de antes aún de haber nacido.
Y pese a ser sólo un raro, un huidizo,
un huraño, un hombre antipático y engreído
(sin causa) y un maricón solemne,
triste, sin futuro, y tan eufórico a ratos;
a pesar de su hermoso vacío, de su historia frustrada,
de sus palabras bellas, perdidas en el viento,
y que los siglos volverán -como éstas- perdidas;
pese a tanta extrañeza y tanto horror,
y tanto hueco negro, y sima y disfortuna
(todo cuanto no oculta el porte digno
ni el aire escrupuloso, egótico y vampírico)
escribió: Sé que amo la vida por la vid
misma, por el olor de la vida...
Probablemente eso (en noches, tan visible)
ese tirón tan sólo de delicia y de cieno
le apartó del derrumbe, y le otorgó valor,
dignidad, honor, resistencia y belleza. Sólo eso.
Luis Antonio de Villena