Fondo Editorial Pequeña Venecia, 1991
Venzuela
PEQUEÑO ASTER
El cadáver del conductor
de un camión de cerveza
fue alzado sobre la camilla.
Alguien le había colocado entre los dientes
una pequeña flor
oscura — clara — lila.
Cuando le saqué el paladar y la lengua
desde el pecho
con un largo cuchillo
debajo de la piel
he debido rozarla
porque la flor se deslizó
hacia el cerebro vecino.
La guardé en el tórax
entre el aserrín
cuando lo cosían.
¡Bebe hasta la saciedad en tu florero!
¡Descansa en paz,
pequeño aster!
HERMOSA JUVENTUD
La boca de una niña que había estado mucho tiempo entre los juncos
parecía tan carcomida.
Cuando le quebraron el pecho, el esófago estaba tan agujereado.
Por fin, en una pérgola bajo el diafragma
hallaron un nido de pequeñas ratas.
Una hermanita yacía muerta.
Las otras se alimentaban del hígado y del riñon,
bebían la sangre fría y pasaron aquí
una hermosa juventud.
Y hermosa y rápida las sorprendió la muerte:
a todas las lanzaron al agua.
¡Ay, cómo chillaban los pequeños hocicos!
CIRCULACIÓN
La solitaria muela de una puta
una muerta sin nombre
llevaba una corona de oro.
Las demás se habían desprendido
como por un secreto acuerdo.
Esta la extrajo el sepulturero para sí.
Porque, decía,
solo la tierra debe volver a la tierra.
LA NOVIA DEL NEGRO
Entonces sobre almohadas de oscura sangre
se recostaba el cuello de una mujer rubia.
El sol rabiaba en sus cabellos
y lamía los pálidos muslos
y se arrodillaba ante los pechos un poco más oscuros,
aún sin deformar por los pecados y los partos.
Un negro junto a ella: la coz de algún caballo
le había destrozado los ojos y la frente. Dos dedos
de su sucio pie izquierdo
se hincaban en la pequeña oreja blanca.
Pero ella yacía y dormía como una novia:
orlando la felicidad del primer amor
y en espera de numerosos viajes celestiales
de la sangre joven y cálida.
Hasta que alguien
le hundió el cuchillo en la nívea garganta
y un delantal púrpura de sangre muerta
le cubrió las caderas.
RÉQUIEM
Dos en cada mesa. Hombres y mujeres
en cruz. Cerca, desnudos, y, pese a ello, sin dolor.
El cráneo abierto. El pecho partido en la mitad. Los cuerpos
engendran ahora por última vez.
Cada uno llena tres cazuelas: desde el cerebro hasta los testículos.
Y el templo de Dios y el Corral del demonio
ahora pecho a pecho en el fondo de un cubo
se ríen del Gólgota y del pecado original.
El resto, en ataúdes. Solo nuevas creaturas:
pierna de hombre, pecho de niño y pelo de mujer.
Yo vi lo que engendraron dos que antaño se jodían,
yacer allí, como si hubiera salido de un cuerpo materno.
PABELLÓN DE PARTURIENTAS
Las mujeres más pobres de Berlín
—trece niñas en cuarto y medio,
putas, prisioneras, execradas—
retuercen aquí sus cuerpos y gimen.
En ninguna parte se grita tanto.
En ninguna parte se ignoran tan completamente
dolores y angustias como en este lugar,
aquí siempre grita algo.
"¡Empuje Usted, mujer! ¿Entiende, sí?
No está aquí por diversión.
No alargue la cosa.
¡También salen excrementos en este aprieto!
No está aquí para descansar.
No viene solo. ¡Usted tiene que hacer algo!"
Por fin llega: azulado y pequeño.
Orina y heces lo ungen.
De once camas con lágrimas y sangre
los gemidos le dan la bienvenida.
Solo en dos ojos estalla un coro de júbilos al cielo.
Por este pequeño pedazo de carne
pasará todo: desolación y felicidad.
Y cuando muera entre estertores y sufrimientos,
otros doce dormirán en este pabellón.
APÉNDICE
Todo está pulcro y preparado para el corte.
Los cuchillos humean. El abdomen marcado.
Bajo paños blancos hay algo que gime.
"Señor profesor, todo está listo."
La primera incisión. Como si el pan se rebanara.
"¡Pinzas!" Algo púrpura brota.
Más profundo. Los músculos: húmedos, brillantes, frescos.
¿Hay un ramo de rosas sobre la mesa?
¿Es pus lo que salta?
¿Habrán cortado el intestino?
"Doctor, si se para contra la luz,
ni el diablo puede ver el diafragma.
Anestesia, no puedo operar,
el hombre se va de paseo con su estómago."
Silencio, pesado, húmedo. En el vacío
tintinea una tijera en el suelo.
Y la enfermera angelical
ofrece algodones esterilizados.
"¡No puedo encontrar nada en esta porquería!"
"Sangre se oscurece. ¡Quíteme la mascarilla!"
"Pero—Dios del cielo—querido,
¡apriete mis esos talones!"
Todo deforme. ¡Por fin: aquí está!
"¡El hierro candente, enfermera!" Un siseo.
Por esta vez tuviste suerte, hijo mío.
La cosa estaba a punto de perforarse.
"¿Ve usted la pequeña mancha verde?
Tres horas y el estómago se llenaba de mierda."
Vientre cerrado, Piel cosida. "¡Esparadrapos, acá!
Buenos días señores."
La sala se vacía.
Furiosa castañea y rechina con las mejillas
la muerte se escurre a la barraca de los cancerosos.
HOMBRE Y MUJER CAMINAN POR LA BARRACA DE LOS CANCEROSOS
El hombre:
En esta fila regazos destruidos,
en esta otra pechos destruidos.
Cama apesta junto a cama. Las enfermeras se turnan cada hora.
Ven, levanta sin miedo esta manta.
Mira, este grumo de grasa y humores podridos,
alguna vez fue importante para un hombre
y también se llamaba patria y delirio.
Ven, mira estas cicatrices en el pecho.
¿Sientes el rosario de nudos blandos?
Toca sin temor. La carne es suave y no duele.
Esta mujer sangra como si tuviera treinta cuerpos.
Ningún ser humano tiene tanta sangre. A esta primero le cortaron
un niño del enfermo regazo.
Los dejan dormir. Día y noche. —A los nuevos
se les dice: aquí el sueño es curativo—. Solo los domingos,
para las visitas, se les deja un rato despiertos.
Es poca la comida que aún se consume. Las espaldas
están llenas de heridas. Mira las moscas. A veces
los lava una enfermera. Como se lavan los bancos.
Aquí se hincha alrededor de cada cama el campo labrado.
Carne se vuelve llanura. Fuego se pierde.
Humor se apresta a correr. Tierra llama.
CAFÉ NOCTURNO
824: vida y amor de las mujeres.
El violoncello se toma un trago. La flauta
eructa profundo en tres compases: la hermosa cena.
El tambor termina de leer una novela policial.
Dientes verdes, espinillas en la cara
le hace señas a una inflamación de párpado.
Grasa en el cabello
le habla a boca abierta con almendra faríngea
Fe, amor y esperanza alrededor del cuello.
Joven bocio quiere a nariz de dos bultos.
La convida a tres cervezas.
Sicosis compra claveles.
Para ablandar a papada.
Bemol-menor: la Sonata N° 35.
Dos ojos lanzan un grito:
¡No derramen la sangre de Chopin en la sala,
para que la chusma la pise!
¡Basta! ¡Eh, Gigi! —
La puerta se desborda: una mujer.
Desierto calcinado. Marrón canaanita.
Virgen. Plena de cuevas. Se acerca un aroma.
Poco aroma.
Solo es una dulce protuberancia del aire
contra mi cerebro.
Un cuerpo obeso con pasitos cortos salta detrás.
El cadáver del conductor
de un camión de cerveza
fue alzado sobre la camilla.
Alguien le había colocado entre los dientes
una pequeña flor
oscura — clara — lila.
Cuando le saqué el paladar y la lengua
desde el pecho
con un largo cuchillo
debajo de la piel
he debido rozarla
porque la flor se deslizó
hacia el cerebro vecino.
La guardé en el tórax
entre el aserrín
cuando lo cosían.
¡Bebe hasta la saciedad en tu florero!
¡Descansa en paz,
pequeño aster!
HERMOSA JUVENTUD
La boca de una niña que había estado mucho tiempo entre los juncos
parecía tan carcomida.
Cuando le quebraron el pecho, el esófago estaba tan agujereado.
Por fin, en una pérgola bajo el diafragma
hallaron un nido de pequeñas ratas.
Una hermanita yacía muerta.
Las otras se alimentaban del hígado y del riñon,
bebían la sangre fría y pasaron aquí
una hermosa juventud.
Y hermosa y rápida las sorprendió la muerte:
a todas las lanzaron al agua.
¡Ay, cómo chillaban los pequeños hocicos!
CIRCULACIÓN
La solitaria muela de una puta
una muerta sin nombre
llevaba una corona de oro.
Las demás se habían desprendido
como por un secreto acuerdo.
Esta la extrajo el sepulturero para sí.
Porque, decía,
solo la tierra debe volver a la tierra.
LA NOVIA DEL NEGRO
Entonces sobre almohadas de oscura sangre
se recostaba el cuello de una mujer rubia.
El sol rabiaba en sus cabellos
y lamía los pálidos muslos
y se arrodillaba ante los pechos un poco más oscuros,
aún sin deformar por los pecados y los partos.
Un negro junto a ella: la coz de algún caballo
le había destrozado los ojos y la frente. Dos dedos
de su sucio pie izquierdo
se hincaban en la pequeña oreja blanca.
Pero ella yacía y dormía como una novia:
orlando la felicidad del primer amor
y en espera de numerosos viajes celestiales
de la sangre joven y cálida.
Hasta que alguien
le hundió el cuchillo en la nívea garganta
y un delantal púrpura de sangre muerta
le cubrió las caderas.
RÉQUIEM
Dos en cada mesa. Hombres y mujeres
en cruz. Cerca, desnudos, y, pese a ello, sin dolor.
El cráneo abierto. El pecho partido en la mitad. Los cuerpos
engendran ahora por última vez.
Cada uno llena tres cazuelas: desde el cerebro hasta los testículos.
Y el templo de Dios y el Corral del demonio
ahora pecho a pecho en el fondo de un cubo
se ríen del Gólgota y del pecado original.
El resto, en ataúdes. Solo nuevas creaturas:
pierna de hombre, pecho de niño y pelo de mujer.
Yo vi lo que engendraron dos que antaño se jodían,
yacer allí, como si hubiera salido de un cuerpo materno.
PABELLÓN DE PARTURIENTAS
Las mujeres más pobres de Berlín
—trece niñas en cuarto y medio,
putas, prisioneras, execradas—
retuercen aquí sus cuerpos y gimen.
En ninguna parte se grita tanto.
En ninguna parte se ignoran tan completamente
dolores y angustias como en este lugar,
aquí siempre grita algo.
"¡Empuje Usted, mujer! ¿Entiende, sí?
No está aquí por diversión.
No alargue la cosa.
¡También salen excrementos en este aprieto!
No está aquí para descansar.
No viene solo. ¡Usted tiene que hacer algo!"
Por fin llega: azulado y pequeño.
Orina y heces lo ungen.
De once camas con lágrimas y sangre
los gemidos le dan la bienvenida.
Solo en dos ojos estalla un coro de júbilos al cielo.
Por este pequeño pedazo de carne
pasará todo: desolación y felicidad.
Y cuando muera entre estertores y sufrimientos,
otros doce dormirán en este pabellón.
APÉNDICE
Todo está pulcro y preparado para el corte.
Los cuchillos humean. El abdomen marcado.
Bajo paños blancos hay algo que gime.
"Señor profesor, todo está listo."
La primera incisión. Como si el pan se rebanara.
"¡Pinzas!" Algo púrpura brota.
Más profundo. Los músculos: húmedos, brillantes, frescos.
¿Hay un ramo de rosas sobre la mesa?
¿Es pus lo que salta?
¿Habrán cortado el intestino?
"Doctor, si se para contra la luz,
ni el diablo puede ver el diafragma.
Anestesia, no puedo operar,
el hombre se va de paseo con su estómago."
Silencio, pesado, húmedo. En el vacío
tintinea una tijera en el suelo.
Y la enfermera angelical
ofrece algodones esterilizados.
"¡No puedo encontrar nada en esta porquería!"
"Sangre se oscurece. ¡Quíteme la mascarilla!"
"Pero—Dios del cielo—querido,
¡apriete mis esos talones!"
Todo deforme. ¡Por fin: aquí está!
"¡El hierro candente, enfermera!" Un siseo.
Por esta vez tuviste suerte, hijo mío.
La cosa estaba a punto de perforarse.
"¿Ve usted la pequeña mancha verde?
Tres horas y el estómago se llenaba de mierda."
Vientre cerrado, Piel cosida. "¡Esparadrapos, acá!
Buenos días señores."
La sala se vacía.
Furiosa castañea y rechina con las mejillas
la muerte se escurre a la barraca de los cancerosos.
HOMBRE Y MUJER CAMINAN POR LA BARRACA DE LOS CANCEROSOS
El hombre:
En esta fila regazos destruidos,
en esta otra pechos destruidos.
Cama apesta junto a cama. Las enfermeras se turnan cada hora.
Ven, levanta sin miedo esta manta.
Mira, este grumo de grasa y humores podridos,
alguna vez fue importante para un hombre
y también se llamaba patria y delirio.
Ven, mira estas cicatrices en el pecho.
¿Sientes el rosario de nudos blandos?
Toca sin temor. La carne es suave y no duele.
Esta mujer sangra como si tuviera treinta cuerpos.
Ningún ser humano tiene tanta sangre. A esta primero le cortaron
un niño del enfermo regazo.
Los dejan dormir. Día y noche. —A los nuevos
se les dice: aquí el sueño es curativo—. Solo los domingos,
para las visitas, se les deja un rato despiertos.
Es poca la comida que aún se consume. Las espaldas
están llenas de heridas. Mira las moscas. A veces
los lava una enfermera. Como se lavan los bancos.
Aquí se hincha alrededor de cada cama el campo labrado.
Carne se vuelve llanura. Fuego se pierde.
Humor se apresta a correr. Tierra llama.
CAFÉ NOCTURNO
824: vida y amor de las mujeres.
El violoncello se toma un trago. La flauta
eructa profundo en tres compases: la hermosa cena.
El tambor termina de leer una novela policial.
Dientes verdes, espinillas en la cara
le hace señas a una inflamación de párpado.
Grasa en el cabello
le habla a boca abierta con almendra faríngea
Fe, amor y esperanza alrededor del cuello.
Joven bocio quiere a nariz de dos bultos.
La convida a tres cervezas.
Sicosis compra claveles.
Para ablandar a papada.
Bemol-menor: la Sonata N° 35.
Dos ojos lanzan un grito:
¡No derramen la sangre de Chopin en la sala,
para que la chusma la pise!
¡Basta! ¡Eh, Gigi! —
La puerta se desborda: una mujer.
Desierto calcinado. Marrón canaanita.
Virgen. Plena de cuevas. Se acerca un aroma.
Poco aroma.
Solo es una dulce protuberancia del aire
contra mi cerebro.
Un cuerpo obeso con pasitos cortos salta detrás.
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