Confusión de peligros contemplando la hermosura de quien los causa, y consuelo en el riesgo mayor
No lo entendéis, mis ojos, que ese cebo
que os alimenta es muerte disfrazada
que, de la vista de Silena airada,
con sed enferma, porfiado, bebo.
Sólo de mí os quejad, que sólo os llevo
donde la alma dejáis aprisionada,
peregrinando, ciegos, la jornada,
con más peligro cada vez que os muevo.
Si premio pretendéis, sois atrevidos;
y si no lo esperáis, desesperados;
cautivos si miráis, si lloráis tristes.
Bien os podéis contar con los perdidos;
pero podéis perderos consolados,
si la causa advertís por que os perdistes.
Que como su amor no fue sólo de las partes exteriores, que son mortales, ansí también no lo será su amor
Que vos me permitáis sólo pretendo,
y saber ser cortés y ser amante;
esquivo los deseos, y constante,
sin pretensión, a sólo amar atiendo.
Ni con intento de gozar ofendo
las deidades del garbo y de semblante;
no fuera lo que vi causa bastante,
si no se le añadiera lo que entiendo.
Llamáronme los ojos las facciones;
prendiéronlos eternas jerarquías
de virtudes y heroicas perfecciones.
No verán de mi amor el fin los días:
la eternidad ofrece sus blasones
a la pureza de las ansías mías.
¡Actualidad! Tan fugaz/ En su cogollo y su miga,/ Regala a mi lentitud/ El sumo sabor a vida. Jorge Guillén
martes, 31 de julio de 2012
lunes, 30 de julio de 2012
'Observaciones y máximas de Blas', de Noel Clarasó (33)
EL HOMBRE Y LA MUJER (1)
Las mujeres se dividen en dos grupos: la propia y las ajenas. Si se sabe prescindir del segundo grupo, el problema de la mujer queda reducido a límites muy razonables.
Los hombres se consuelan con facilidad de todas las tonterías que dicen las mujeres bonitas, al pensar en las tonterías que dicen las mujeres feas.
La mujer nos acepta tal como somos siempre que nuestra manera de ser consista en aceptarlas a ellas tal como son.
Cuando un hombre está enamorado de una mujer, lo mejor que puede hacer es decírselo; y si quiere conservar todas sus ilusiones, no enterarse en ningún caso de lo que ella le conteste.
El ideal del hombre sería tener dos mujeres: una dentro de casa y otra fuera. Pero este ideal es difícil de realizar porque a él se oponen encarnizadamente dos mujeres: la de dentro y la de fuera.
Los hombres y las mujeres han nacido para quererse; pero no han nacido para vivir juntos.
A la larga, para defraudar a las mujeres basta, en general, con ser de cualquier manera.
Los hombres creen que las mujeres son peores que ellos, y ellas creen que son peores los hombres; pero ambos se equivocan.
El hombre busca consuelo en la mujer, pero no en lo que ella dice, sino en poder hacer de ello lo que bien le parece.
A todos nos desagrada que una mujer haga más caso de otro que de nosotros; pero nos consolamos bastante si la mujer se casa con el otro.
El hombre y la mujer se estorban más de día que de noche; sobre todo si de noche duermen.
Hay muchas soluciones de noche entre un hombre y una mujer; una de ellas es dormir.
Algún día creí que lo más difícil, al hablar con una mujer, era adivinar lo que ella quiere decir a través de lo que dice. Ahora sé que lo único difícil al hablar con una mujer es esto: hablar.
Las mujeres se dividen en dos grupos: la propia y las ajenas. Si se sabe prescindir del segundo grupo, el problema de la mujer queda reducido a límites muy razonables.
Los hombres se consuelan con facilidad de todas las tonterías que dicen las mujeres bonitas, al pensar en las tonterías que dicen las mujeres feas.
La mujer nos acepta tal como somos siempre que nuestra manera de ser consista en aceptarlas a ellas tal como son.
Cuando un hombre está enamorado de una mujer, lo mejor que puede hacer es decírselo; y si quiere conservar todas sus ilusiones, no enterarse en ningún caso de lo que ella le conteste.
El ideal del hombre sería tener dos mujeres: una dentro de casa y otra fuera. Pero este ideal es difícil de realizar porque a él se oponen encarnizadamente dos mujeres: la de dentro y la de fuera.
Los hombres y las mujeres han nacido para quererse; pero no han nacido para vivir juntos.
A la larga, para defraudar a las mujeres basta, en general, con ser de cualquier manera.
Los hombres creen que las mujeres son peores que ellos, y ellas creen que son peores los hombres; pero ambos se equivocan.
El hombre busca consuelo en la mujer, pero no en lo que ella dice, sino en poder hacer de ello lo que bien le parece.
A todos nos desagrada que una mujer haga más caso de otro que de nosotros; pero nos consolamos bastante si la mujer se casa con el otro.
El hombre y la mujer se estorban más de día que de noche; sobre todo si de noche duermen.
Hay muchas soluciones de noche entre un hombre y una mujer; una de ellas es dormir.
Algún día creí que lo más difícil, al hablar con una mujer, era adivinar lo que ella quiere decir a través de lo que dice. Ahora sé que lo único difícil al hablar con una mujer es esto: hablar.
sábado, 28 de julio de 2012
29 de octubre de 1898 (1) Madrid Cómico
"La chavala" es una zarzuela con música de Chapí y libreto de Carlos Fernández Shaw y José López Silva. La próxima semana, unos versos.
viernes, 27 de julio de 2012
En 'Versiones' de Rosario Castellanos St.-John Perse (8)
VI (3)
Pero el labio divino erraba sobre otras copas. Y la mar se retiraba, a grandes sorbos, de los sueños del poeta.
¿La mar de sal morada nos disputará a las hijas altivas de la gloria? ¿Dónde está nuestro texto? ¿Dónde nuestra norma? Y para ataviar aún los cargos de la escena, ¿en qué séquito de déspota nos será preciso buscar la fianza de nuestros grandes comensales?
Siempre hubo, detrás de la plebe ribereña, esa queja purísima de otro sueño; ese más grande sueño de otro arte; ese más grande sueño de otra obra y esta perpetua ascensión de la más grande máscara al horizonte de los hombres.
¡Oh mar viviente del más grande texto! Tú nos hablabas de otro vino de los hombres y sobre nuestros textos envilecidos surgía, de pronto, este disgusto de los labios que engendra toda saciedad.
Y nosotras sabemos ahora qué era lo que nos impedía vivir en medio de nuestras estrofas.
¡Nosotras te llamamos, reflujo! Nosotras acechamos, marejada extranjera, tu curso errante por el mundo. Y si nos es necesario hacernos más libres y renovarnos para el recibimiento, nos despojaremos, a la vista de la mar, de toda posesión y de toda memoria.
¡Oh, mar, nodriza del más grande arte! Nosotras te ofrecemos nuestros cuerpos, lavados en los vinos fuertes del drama y de la multitud. Nos despojamos, a la vista de la mar -como en las inmediaciones de los templos- de nuestros enjaezamientos escénicos y de nuestros disfraces de circo. Y como las hijas de los bataneros en las grandes fiestas trisanuales (aquellas que bracean con el bastón en las barcas y aquellas, desnudas, rojas hasta la ingle que exprimen las uvas en el lagar) que van mostrando en la vía pública sus utensilios de madera pobre, nosotras llevamos hasta el honor los instrumentos usados de nuestro oficio.
Nos despojamos de nuestras máscaras y de nuestros tirsos, de nuestras tiaras y cetros nos despojamos. Y de nuestras grandes flautas de madera negra como las férulas de las magas. Y también de nuestras armaduras y de nuestros encajes; de nuestras cotas de escamas; de nuestras túnicas y de nuestros vellones; de nuestras bellas cimeras cargadas de pluma; y de nuestros peinados bárbaros con doble cuerno de metal; de nuestros escudos macizos en la garganta de las diosas ¡nos despojamos, nos despojamos! Por ti, mar extranjera, nos despojamos de nuestros enormes peines de las solemnidades como de los instrumentos de las tejedoras. Y de nuestros espejos de plata, hechos como los crótalos de la iniciada; de nuestras grandes hombreras enjoyadas en forma de lucanas; de nuestros grandes broches calados y de nuestras fíbulas nupciales.
También nos despojamos de nuestros velos, de nuestras telas pintadas con la sangre de las víctimas; de nuestras sederías tintas del vino de las Cortes; y también de nuestros báculos de mendigo y nuestros báculos en cruz de suplicantes; y de la lámpara y la rueca de las viudas; y de la clepsidra de nuestros guardias y de la linterna de cuerno del acechador; del cráneo de ónix aparejado en el laúd y de nuestras grandes águilas labradas en oro y de otros trofeos del trono y de la alcoba. De la copa y la urna votiva; de la jarra y el lebrillo de cobre para la ablución del huésped y el refrescamiento del extranjero; de los jarros de metal y los frasquitos de veneno; de los cofrecillos pintados de la hechicera y de los regalos de la embajada; de los estuches de oro para el mensaje y de los diplomas del príncipe disfrazado. Y de la rama del náufrago y del velo negro del presagio y de las llamaradas del sacrificio; de la insignia real y los abanicos del triunfo y las trompetas de cuero rojo de nuestras anunciatrices. ¡Nos despojamos de todo el aparato caduco del drama y de la fábula! ¡Nos despojamos! ¡Nos despojamos!
¡Pero nosotras aguardamos, oh mar prometido! Con nuestros coturnos de madera dura, nuestros anillos de oro enrollados en nuestras mangas de amantes, para el escanciamiento de obras futuras, de grandes obras por venir, en su pulsación y en su incitación remota.
Pero el labio divino erraba sobre otras copas. Y la mar se retiraba, a grandes sorbos, de los sueños del poeta.
¿La mar de sal morada nos disputará a las hijas altivas de la gloria? ¿Dónde está nuestro texto? ¿Dónde nuestra norma? Y para ataviar aún los cargos de la escena, ¿en qué séquito de déspota nos será preciso buscar la fianza de nuestros grandes comensales?
Siempre hubo, detrás de la plebe ribereña, esa queja purísima de otro sueño; ese más grande sueño de otro arte; ese más grande sueño de otra obra y esta perpetua ascensión de la más grande máscara al horizonte de los hombres.
¡Oh mar viviente del más grande texto! Tú nos hablabas de otro vino de los hombres y sobre nuestros textos envilecidos surgía, de pronto, este disgusto de los labios que engendra toda saciedad.
Y nosotras sabemos ahora qué era lo que nos impedía vivir en medio de nuestras estrofas.
¡Nosotras te llamamos, reflujo! Nosotras acechamos, marejada extranjera, tu curso errante por el mundo. Y si nos es necesario hacernos más libres y renovarnos para el recibimiento, nos despojaremos, a la vista de la mar, de toda posesión y de toda memoria.
¡Oh, mar, nodriza del más grande arte! Nosotras te ofrecemos nuestros cuerpos, lavados en los vinos fuertes del drama y de la multitud. Nos despojamos, a la vista de la mar -como en las inmediaciones de los templos- de nuestros enjaezamientos escénicos y de nuestros disfraces de circo. Y como las hijas de los bataneros en las grandes fiestas trisanuales (aquellas que bracean con el bastón en las barcas y aquellas, desnudas, rojas hasta la ingle que exprimen las uvas en el lagar) que van mostrando en la vía pública sus utensilios de madera pobre, nosotras llevamos hasta el honor los instrumentos usados de nuestro oficio.
Nos despojamos de nuestras máscaras y de nuestros tirsos, de nuestras tiaras y cetros nos despojamos. Y de nuestras grandes flautas de madera negra como las férulas de las magas. Y también de nuestras armaduras y de nuestros encajes; de nuestras cotas de escamas; de nuestras túnicas y de nuestros vellones; de nuestras bellas cimeras cargadas de pluma; y de nuestros peinados bárbaros con doble cuerno de metal; de nuestros escudos macizos en la garganta de las diosas ¡nos despojamos, nos despojamos! Por ti, mar extranjera, nos despojamos de nuestros enormes peines de las solemnidades como de los instrumentos de las tejedoras. Y de nuestros espejos de plata, hechos como los crótalos de la iniciada; de nuestras grandes hombreras enjoyadas en forma de lucanas; de nuestros grandes broches calados y de nuestras fíbulas nupciales.
También nos despojamos de nuestros velos, de nuestras telas pintadas con la sangre de las víctimas; de nuestras sederías tintas del vino de las Cortes; y también de nuestros báculos de mendigo y nuestros báculos en cruz de suplicantes; y de la lámpara y la rueca de las viudas; y de la clepsidra de nuestros guardias y de la linterna de cuerno del acechador; del cráneo de ónix aparejado en el laúd y de nuestras grandes águilas labradas en oro y de otros trofeos del trono y de la alcoba. De la copa y la urna votiva; de la jarra y el lebrillo de cobre para la ablución del huésped y el refrescamiento del extranjero; de los jarros de metal y los frasquitos de veneno; de los cofrecillos pintados de la hechicera y de los regalos de la embajada; de los estuches de oro para el mensaje y de los diplomas del príncipe disfrazado. Y de la rama del náufrago y del velo negro del presagio y de las llamaradas del sacrificio; de la insignia real y los abanicos del triunfo y las trompetas de cuero rojo de nuestras anunciatrices. ¡Nos despojamos de todo el aparato caduco del drama y de la fábula! ¡Nos despojamos! ¡Nos despojamos!
¡Pero nosotras aguardamos, oh mar prometido! Con nuestros coturnos de madera dura, nuestros anillos de oro enrollados en nuestras mangas de amantes, para el escanciamiento de obras futuras, de grandes obras por venir, en su pulsación y en su incitación remota.
jueves, 26 de julio de 2012
Reseña de Πoetas aparecida en El País el pasado 30 de junio de 2012...
recogida en Boek y claramente legible, por si no puedes abrir las imágenes.
Mesonero Romanos por "Las tiendas" de Madrid
Las tiendas
«¿Quién nos dirá (dejadas sus cautelas
Mayores) lo que cuestan sus encajes,
Sus cadenetas, randas y arandelas?
¿Quién las ciegas mudanzas de los trajes?».
B. DE ARGENSOLA
Eran las once en punto de la mañana, y yo no debía hallarme hasta las doce en cierta parte del mundo adonde la obligación me llamaba. Quiero decir, que tenía sesenta minutos delante de mí para disponer de ellos a mi sabor. Encontrábame a la sazón en medio de la Puerta del Sol, mansión natural de todo desocupado aquella hora lo estaba a más no poder. Lánguido e indiferente, dejábame llevar en simétrica alternativa, ya a una esquina ya a otra; y mientras nada hacía, recreábame en mirar los estimulantes anuncios literarios que decoran aquellos eruditos postes admirando su profusión y la variedad de nombres clásicos que denuncian a la Posteridad. En estas y otras cavilaciones me asaltó de improviso la idea de que si «para dormir no es menester luz», para pensar tampoco se necesita estar en pie; y esto diciendo, por lo más ancho la famosa calle Mayor, huyendo de los encontrados pasos de diligencias, coches, ciegos, aguadores, borricos e importunos; y dejando a un lado las gradas de San Felipe, tan animadas en tiempo de Quevedo, tan solitarias hoy, di fondo en uno de los elegantes almacenes de géneros que se encuentran sobre la izquierda.
Era cabalmente en un momento en que los cuatro jóvenes que regentaban el mostrador se encontraban sin pedidos, quiero decir, que no había más gente en la tienda que ellos y yo, que entraba. -Felices días, señores. -Adiós, Sr. D. Tal (le nom ne fait pas à l'affaire) . -¿Cómo así tan desocupados? ¿Habrá acaso entrado la economía de Dupin o de Bergery en el sistema de las madrileñas? ¿Qué es esto? vuelvo a decir; ¿qué soliloquio es éste? ¿Ha invadido el cólera morbo nuestra capital, o ha dejado de venir el Journal des Modes ? Porque sólo causas tan graves pudieran hacer a esas varas castellanas estar paradas a tales horas. -Es la verdad, me contestó el más almibarado; pero no hay que extrañarlo, pues en el Diario de hoy se hacen tales anuncios, que habrán llamado la concurrencia hacia el Sur, hasta que, desengañada por la milésima vez, ven a antes de una hora, como de costumbre.
Y no había acabado de decir esto, cuando vimos entrar por la puerta a una dama muy elegante, seguida de su lacayo, y saludando con aire marcial a los jóvenes, que la contestaron con el nombre de Marquesa, se sentó en un confidente, compúsose la mantilla, mirándose al espejo que tenía enfrente, quitó sus guantes, abrió su bolsita, y entre mil dijes y chucherías sacó, algo arrugado, el núm. 89 del Petit Courrier . Entonces abrió un lentecito de oro, miró por encima de él, leyó un rato, después ojeó otro poco, luego recapacitó, miró el figurín, volvió a leer, y pidió gros-grains. -«No tenemos», le contestó el más próximo mancebos. -«¿Cómo que no?» interrumpió vivamente otro que desde el Principio no había quitado ojo del figurín». «¿No te acuerdas de aquella tela...». (Aquí bajó tanto la voz, que no le pude oír.) -«¡Ah! sí, es verdad», le contestó el primero. -«Ve por ella».
En efecto, entró en la trastienda, y del rincón de un armario que yo solo divisaba desde mi asiento, sacó la pieza (que tuvo buen cuidado de sacudir de un polvo inveterado de tres años), y la puso satisfactoriamente sobre el mostrador; la risita de los demás mancebos me dio a sospechar que si no era la prevenida en el núm. 89 de este año, podía muy bien ser del de 1826. Pero la dama, seducida con la semejanza del color, y sin duda por no tener a mano una definición académica de lo que quiere decir gros-grains , no dudó un instante en que fuese lo mismo que buscaba. Pidió un cierto número de varas; preguntó el precio; los mancebos hicieron entre sí una pequeña consulta para responder; nada regateó; abrió su bolsita, y sacó... una tarjeta muy elegante, con yo no sé cuántas armaduras y jeroglíficos, que indicaba su título y señas de la habitación, diciendo al mancebo principal que podría enviar por el importe, el lunes; verdad es que no designó cuál. No pude menos de sonreírme de esta salida; y no bien se hubo marchado, y mientras lo sentaban en el libro a continuación de otras cinco o seis partidas pendientes, di un poco de broma a los mancebos sobre el estreno que habían tenido; pero habiéndome explicado todo el negocio de la tela, me convencieron de que no era tan fuerte el engaño como yo creí.
Aún reíamos de ello, cuando una mamá y dos niñas, éstas en un interesante negligé y aquélla en una espantosa toilette , entraron en la tienda y empezaron tal demanda de rasos, gros de Nápoles, poplines, organdís, crespones, barég, moirés, paliacats, cotepalis y demás, que los cuatro mancebos eran pocos para tomar y dejar escaleras, subir y bajar piezas, desdoblar paquetes, abrir cajas y enseriar muestras. -Ellas entre sí armaron una algarabía singular; cuál se inclinaba a una tela, cuál a otra; ésta se ponía un pañuelo al espejo y nos parecía muy bien; luego se le ponía la mamá y nos parecía muy mal; después disertaban sobre las cualidades; si aquél era más fino que éste, si éste más elegante que esotro,
«Si el tafetán de Florencia
»Abulta más que el de España».
Preguntaban de dónde eran aquellas telas, se les respondía que de Lion , y estaba yo viendo una punta no bien cortada que decía Barcelona ; por fin, apartaron no sé cuántas cosas y empezaron a pedir precios. Allí fue el hacer admiraciones, el entablar comparaciones con otras tiendas, el despreciar los géneros, y en fin, hacer las indiferentes; después hablaron aparte, y de repente tomaron un aire de broma, diciendo a los mancebos «que eran unos picarillos, que no hacían gracia a las parroquianas», con que los pobres iban ablandando un tanto cuanto; pero una severa mirada del más mal encarado les impuso en su deber y respondieron unánimes: -«no podemos»; -con lo cual se marcharon las damas, y ellos se quedaron ocupados en volver a doblar las piezas.
No tardó en presentarse otra señora, que, a juzgar por su aire, sus modales y vestido, califiqué desde luego de una gran persona; entró con mucha solemnidad, y al ver la premura con que los mancebos corrieron a servirla, despejando el mostrador, no pudo menos de picarme la curiosidad de saber quién era; dirigime para el caso a uno de ellos, y no sin admiración supe que era la esposa de un empleado muy subalterno a quien creció de todo punto mi asombro cuando, habiendo escogido un velo de blonda, abrió su bolsillo y tiró sobre la mesa seis onzas (que eran, al poco más o menos, el sueldo de dos meses de su esposo), hecho lo cual cargó de otras varias telas, que pagó tan generosamente, y marchó dejándome en el mayor éxtasis; por fortuna, una dama que había presenciado todo el paso me sacó de él diciéndome: -«Cómo luce la Fulana las onzas que ganó antes de anoche en casa de... Valiérala más pagar al casero».
Ya a la sazón ocupaba un ángulo del mostrador cierta graciosa y esbelta modista, que había venido a buscar un pedazo de percal como la muestra , y el mancebillo listo la hacía rabiar enseñándola piezas enteramente opuestas, y amenizando este juego escénico con tal cual chanzoneta medianamente disparada, si bien mejor recibida; por último, concluyó darla lo que pedía; ítem galantería de no quererla cobrar el importe.
No bien se había acabado esta escena, empezó otra en la cual tuve el honor de figurar, y fue la que produjo la entrada de cierta señora de conocida mía, la cual me tomó por asesor del mío su gusto; yo, deseoso de darla la mejor idea del mío, nunca me inclinaba a lo peor; por otro lado, era preciso mirar por los intereses del amo de la tienda; así que, en fuerza de mis observaciones, le hice reunir una partidita más que mediana. Llegó el caso de echar la cuenta, y por cuanto no hizo el diablo que faltase dinero para unos pañuelos y no sé qué otras frioleras, con lo cual la dama apareció ruborizada. ¡Qué había yo de hacer! no era para rechazada; volvime a ella y la dije: -«Paquita, no pase V. cuidado por ello; que está en tierra de amigos, y hallándome yo aquí...-¡Oh! no; ¡cómo tengo yo de permitir!... -Es que yo tengo en esta casa ciertas cuentas pendientes, y cabalmente hace falta para arreglarlas un pequeño pico como ése». En vano me replicó dulcemente; yo insistí con más dulzura; y dulcificando más y más nuestros tiros, quedé por fin vencedor, y la hermosa Dulcinea llevó los pañuelos. Verdad es que prometió pagármelos a domicilio.
La tienda entre tanto se iba llenando de gente, y eran tan rápidos los movimientos, que no podía enterarme de ninguno: sólo llamó mi atención una pareja joven, tan exigua y acaramelada, que no pude dudar que se hallaban todavía en su luna de miel . Con efecto era así, y un conocedor no podía menos de adivinarlo al ver las excesivas blondas, follajes y perendengues de la dama, los cuidados y complacencia del galán. Por de pronto, hizo sentar a la esposa con cierta solicitud que me dio a conocer sus esperanzas paternales; empezaron a pedir, y todo era poco para aquella exigencia del alfeñique femenil, y nada demasiado para el provisto bolsillo del marido. Parecíame ya ver hechos los trajes de aquellas brillantes telas, agotada la imaginación de las modistas en crear con ellas forma humana donde no la hay, y casi me daban tentaciones de repetir al marido un gracioso dicho de Tirso:
«Dad al diablo la mujer
Que gasta galas sin suma,
Porque ave de mucha pluma
Tiene poco que comer».
Pero luego conocí que unos cuantos meses de matrimonio se lo dirían mejor que yo. En fin, fastidiado y enojoso, despedime de los muchachos y salí de aquel recinto.
Pero como todavía no eran más que los once y media, me dirigí por el pronto a una de las tiendas conocidas de la calle de la Montera, y me senté delante del pequeño mostrador, coronado de relojes, lamparillas, templos góticos, escaparates y quinqués; pero no era yo solo el concurrente, pues ya otros tres elegantes abonados ocupaban los demás asientos.
Queriendo emplear en algo el tiempo y pedí bastones para escoger uno; al momento todos empezaron a aconsejarme el que debía tomar, alabarme su belleza y asegurarme que era igual al que llevaba el Duque de... y en fin, a hacer los demás oficios propios del mercader; yo, que di poca importancia a sus expresiones, tomé el me pareció, y aún estaba contemplándole, cuando llegó otro camarada que le cogió en sus manos, empezó a blandirle y a probar su elasticidad con tal brío, que a los cincuenta minutos tuve el consuelo de verle dividido en dos. Luego otro de ellos fue a dar una vuelta rápida y rompió el fanal de un reloj; verdad es que quiso pagarlo, pero el dueño no lo permitió; después se levantaron todos y se pusieron a la puerta, y en entrando alguna señora, entraban detrás, y haciendo los mismos elogios de todo lo que ponía en precio; con esto y con algunas palabras más o menos ligeras, noté que las ahuyentaban, en términos que el dueño de la tienda iba poniendo un gesto bastante expresivo.
En esto acertó a parar un coche delante de la tienda, todos ellos se colocaron como en el juego de las cuatro esquinas; bajó una mamá y una hija muy bien parecida, entraron en la tienda, y puso aquélla en ajuste un reloj. Al momento uno de ellos hizo tocar la música, y mientras la madre con una sonrisa placentera llevaba el compas con la cabeza, pie y abanico, la niña, en el extremo contrario, hablaba disimuladamente con uno de ellos, en términos que me hizo sospechar que aquel encuentro no era casual, antes bien, tenía todo el carácter de una verdadera conspiración. La mamá volvió rápidamente a buscar a la niña; pero ya ésta había visto su movimiento en un espejo que delante tenía, y con la mayor sinceridad se puso a preguntar si estaba vivo el pajarito que cantaba sobre una torrecilla del monasterio de Santa Amalverga... ¡Oh, inocencia digna de la Edad Media!... La mamá tuvo trabajo en disuadirla que era fingido, y el galán entre tanto probaba unos anteojos con disimulo, no sin grave susto del amo de la casa, que ya preveía su próxima disolución.
Yo reía de veras de toda esta escena, y por tener un pretexto para dilatar mi permanencia, compré una lamparilla que servía de pedestal a Napoleón meditando los planes de la batalla de Marengo, y un juego de bolos representando todos los varones célebres de Plutarco, y me dispuse a observar el desenlace; mas ¡oh fatalidad! estando en esto dieron las doce, y tuve que echar a correr, sin ver el final de aquel suceso, preguntándome impaciente qué es lo que yo había hecho en una hora, y no pudiendo menos de convenir con Moreto:
«Que de aquí para allí
Y de allí para aquí,
De allá para acá
Y de acá para allá...
El tiempo se va».
(Setiembre de 1832)
«¿Quién nos dirá (dejadas sus cautelas
Mayores) lo que cuestan sus encajes,
Sus cadenetas, randas y arandelas?
¿Quién las ciegas mudanzas de los trajes?».
B. DE ARGENSOLA
Eran las once en punto de la mañana, y yo no debía hallarme hasta las doce en cierta parte del mundo adonde la obligación me llamaba. Quiero decir, que tenía sesenta minutos delante de mí para disponer de ellos a mi sabor. Encontrábame a la sazón en medio de la Puerta del Sol, mansión natural de todo desocupado aquella hora lo estaba a más no poder. Lánguido e indiferente, dejábame llevar en simétrica alternativa, ya a una esquina ya a otra; y mientras nada hacía, recreábame en mirar los estimulantes anuncios literarios que decoran aquellos eruditos postes admirando su profusión y la variedad de nombres clásicos que denuncian a la Posteridad. En estas y otras cavilaciones me asaltó de improviso la idea de que si «para dormir no es menester luz», para pensar tampoco se necesita estar en pie; y esto diciendo, por lo más ancho la famosa calle Mayor, huyendo de los encontrados pasos de diligencias, coches, ciegos, aguadores, borricos e importunos; y dejando a un lado las gradas de San Felipe, tan animadas en tiempo de Quevedo, tan solitarias hoy, di fondo en uno de los elegantes almacenes de géneros que se encuentran sobre la izquierda.
Era cabalmente en un momento en que los cuatro jóvenes que regentaban el mostrador se encontraban sin pedidos, quiero decir, que no había más gente en la tienda que ellos y yo, que entraba. -Felices días, señores. -Adiós, Sr. D. Tal (le nom ne fait pas à l'affaire) . -¿Cómo así tan desocupados? ¿Habrá acaso entrado la economía de Dupin o de Bergery en el sistema de las madrileñas? ¿Qué es esto? vuelvo a decir; ¿qué soliloquio es éste? ¿Ha invadido el cólera morbo nuestra capital, o ha dejado de venir el Journal des Modes ? Porque sólo causas tan graves pudieran hacer a esas varas castellanas estar paradas a tales horas. -Es la verdad, me contestó el más almibarado; pero no hay que extrañarlo, pues en el Diario de hoy se hacen tales anuncios, que habrán llamado la concurrencia hacia el Sur, hasta que, desengañada por la milésima vez, ven a antes de una hora, como de costumbre.
Y no había acabado de decir esto, cuando vimos entrar por la puerta a una dama muy elegante, seguida de su lacayo, y saludando con aire marcial a los jóvenes, que la contestaron con el nombre de Marquesa, se sentó en un confidente, compúsose la mantilla, mirándose al espejo que tenía enfrente, quitó sus guantes, abrió su bolsita, y entre mil dijes y chucherías sacó, algo arrugado, el núm. 89 del Petit Courrier . Entonces abrió un lentecito de oro, miró por encima de él, leyó un rato, después ojeó otro poco, luego recapacitó, miró el figurín, volvió a leer, y pidió gros-grains. -«No tenemos», le contestó el más próximo mancebos. -«¿Cómo que no?» interrumpió vivamente otro que desde el Principio no había quitado ojo del figurín». «¿No te acuerdas de aquella tela...». (Aquí bajó tanto la voz, que no le pude oír.) -«¡Ah! sí, es verdad», le contestó el primero. -«Ve por ella».
En efecto, entró en la trastienda, y del rincón de un armario que yo solo divisaba desde mi asiento, sacó la pieza (que tuvo buen cuidado de sacudir de un polvo inveterado de tres años), y la puso satisfactoriamente sobre el mostrador; la risita de los demás mancebos me dio a sospechar que si no era la prevenida en el núm. 89 de este año, podía muy bien ser del de 1826. Pero la dama, seducida con la semejanza del color, y sin duda por no tener a mano una definición académica de lo que quiere decir gros-grains , no dudó un instante en que fuese lo mismo que buscaba. Pidió un cierto número de varas; preguntó el precio; los mancebos hicieron entre sí una pequeña consulta para responder; nada regateó; abrió su bolsita, y sacó... una tarjeta muy elegante, con yo no sé cuántas armaduras y jeroglíficos, que indicaba su título y señas de la habitación, diciendo al mancebo principal que podría enviar por el importe, el lunes; verdad es que no designó cuál. No pude menos de sonreírme de esta salida; y no bien se hubo marchado, y mientras lo sentaban en el libro a continuación de otras cinco o seis partidas pendientes, di un poco de broma a los mancebos sobre el estreno que habían tenido; pero habiéndome explicado todo el negocio de la tela, me convencieron de que no era tan fuerte el engaño como yo creí.
Aún reíamos de ello, cuando una mamá y dos niñas, éstas en un interesante negligé y aquélla en una espantosa toilette , entraron en la tienda y empezaron tal demanda de rasos, gros de Nápoles, poplines, organdís, crespones, barég, moirés, paliacats, cotepalis y demás, que los cuatro mancebos eran pocos para tomar y dejar escaleras, subir y bajar piezas, desdoblar paquetes, abrir cajas y enseriar muestras. -Ellas entre sí armaron una algarabía singular; cuál se inclinaba a una tela, cuál a otra; ésta se ponía un pañuelo al espejo y nos parecía muy bien; luego se le ponía la mamá y nos parecía muy mal; después disertaban sobre las cualidades; si aquél era más fino que éste, si éste más elegante que esotro,
«Si el tafetán de Florencia
»Abulta más que el de España».
Preguntaban de dónde eran aquellas telas, se les respondía que de Lion , y estaba yo viendo una punta no bien cortada que decía Barcelona ; por fin, apartaron no sé cuántas cosas y empezaron a pedir precios. Allí fue el hacer admiraciones, el entablar comparaciones con otras tiendas, el despreciar los géneros, y en fin, hacer las indiferentes; después hablaron aparte, y de repente tomaron un aire de broma, diciendo a los mancebos «que eran unos picarillos, que no hacían gracia a las parroquianas», con que los pobres iban ablandando un tanto cuanto; pero una severa mirada del más mal encarado les impuso en su deber y respondieron unánimes: -«no podemos»; -con lo cual se marcharon las damas, y ellos se quedaron ocupados en volver a doblar las piezas.
No tardó en presentarse otra señora, que, a juzgar por su aire, sus modales y vestido, califiqué desde luego de una gran persona; entró con mucha solemnidad, y al ver la premura con que los mancebos corrieron a servirla, despejando el mostrador, no pudo menos de picarme la curiosidad de saber quién era; dirigime para el caso a uno de ellos, y no sin admiración supe que era la esposa de un empleado muy subalterno a quien creció de todo punto mi asombro cuando, habiendo escogido un velo de blonda, abrió su bolsillo y tiró sobre la mesa seis onzas (que eran, al poco más o menos, el sueldo de dos meses de su esposo), hecho lo cual cargó de otras varias telas, que pagó tan generosamente, y marchó dejándome en el mayor éxtasis; por fortuna, una dama que había presenciado todo el paso me sacó de él diciéndome: -«Cómo luce la Fulana las onzas que ganó antes de anoche en casa de... Valiérala más pagar al casero».
Ya a la sazón ocupaba un ángulo del mostrador cierta graciosa y esbelta modista, que había venido a buscar un pedazo de percal como la muestra , y el mancebillo listo la hacía rabiar enseñándola piezas enteramente opuestas, y amenizando este juego escénico con tal cual chanzoneta medianamente disparada, si bien mejor recibida; por último, concluyó darla lo que pedía; ítem galantería de no quererla cobrar el importe.
No bien se había acabado esta escena, empezó otra en la cual tuve el honor de figurar, y fue la que produjo la entrada de cierta señora de conocida mía, la cual me tomó por asesor del mío su gusto; yo, deseoso de darla la mejor idea del mío, nunca me inclinaba a lo peor; por otro lado, era preciso mirar por los intereses del amo de la tienda; así que, en fuerza de mis observaciones, le hice reunir una partidita más que mediana. Llegó el caso de echar la cuenta, y por cuanto no hizo el diablo que faltase dinero para unos pañuelos y no sé qué otras frioleras, con lo cual la dama apareció ruborizada. ¡Qué había yo de hacer! no era para rechazada; volvime a ella y la dije: -«Paquita, no pase V. cuidado por ello; que está en tierra de amigos, y hallándome yo aquí...-¡Oh! no; ¡cómo tengo yo de permitir!... -Es que yo tengo en esta casa ciertas cuentas pendientes, y cabalmente hace falta para arreglarlas un pequeño pico como ése». En vano me replicó dulcemente; yo insistí con más dulzura; y dulcificando más y más nuestros tiros, quedé por fin vencedor, y la hermosa Dulcinea llevó los pañuelos. Verdad es que prometió pagármelos a domicilio.
La tienda entre tanto se iba llenando de gente, y eran tan rápidos los movimientos, que no podía enterarme de ninguno: sólo llamó mi atención una pareja joven, tan exigua y acaramelada, que no pude dudar que se hallaban todavía en su luna de miel . Con efecto era así, y un conocedor no podía menos de adivinarlo al ver las excesivas blondas, follajes y perendengues de la dama, los cuidados y complacencia del galán. Por de pronto, hizo sentar a la esposa con cierta solicitud que me dio a conocer sus esperanzas paternales; empezaron a pedir, y todo era poco para aquella exigencia del alfeñique femenil, y nada demasiado para el provisto bolsillo del marido. Parecíame ya ver hechos los trajes de aquellas brillantes telas, agotada la imaginación de las modistas en crear con ellas forma humana donde no la hay, y casi me daban tentaciones de repetir al marido un gracioso dicho de Tirso:
«Dad al diablo la mujer
Que gasta galas sin suma,
Porque ave de mucha pluma
Tiene poco que comer».
Pero luego conocí que unos cuantos meses de matrimonio se lo dirían mejor que yo. En fin, fastidiado y enojoso, despedime de los muchachos y salí de aquel recinto.
Pero como todavía no eran más que los once y media, me dirigí por el pronto a una de las tiendas conocidas de la calle de la Montera, y me senté delante del pequeño mostrador, coronado de relojes, lamparillas, templos góticos, escaparates y quinqués; pero no era yo solo el concurrente, pues ya otros tres elegantes abonados ocupaban los demás asientos.
Queriendo emplear en algo el tiempo y pedí bastones para escoger uno; al momento todos empezaron a aconsejarme el que debía tomar, alabarme su belleza y asegurarme que era igual al que llevaba el Duque de... y en fin, a hacer los demás oficios propios del mercader; yo, que di poca importancia a sus expresiones, tomé el me pareció, y aún estaba contemplándole, cuando llegó otro camarada que le cogió en sus manos, empezó a blandirle y a probar su elasticidad con tal brío, que a los cincuenta minutos tuve el consuelo de verle dividido en dos. Luego otro de ellos fue a dar una vuelta rápida y rompió el fanal de un reloj; verdad es que quiso pagarlo, pero el dueño no lo permitió; después se levantaron todos y se pusieron a la puerta, y en entrando alguna señora, entraban detrás, y haciendo los mismos elogios de todo lo que ponía en precio; con esto y con algunas palabras más o menos ligeras, noté que las ahuyentaban, en términos que el dueño de la tienda iba poniendo un gesto bastante expresivo.
En esto acertó a parar un coche delante de la tienda, todos ellos se colocaron como en el juego de las cuatro esquinas; bajó una mamá y una hija muy bien parecida, entraron en la tienda, y puso aquélla en ajuste un reloj. Al momento uno de ellos hizo tocar la música, y mientras la madre con una sonrisa placentera llevaba el compas con la cabeza, pie y abanico, la niña, en el extremo contrario, hablaba disimuladamente con uno de ellos, en términos que me hizo sospechar que aquel encuentro no era casual, antes bien, tenía todo el carácter de una verdadera conspiración. La mamá volvió rápidamente a buscar a la niña; pero ya ésta había visto su movimiento en un espejo que delante tenía, y con la mayor sinceridad se puso a preguntar si estaba vivo el pajarito que cantaba sobre una torrecilla del monasterio de Santa Amalverga... ¡Oh, inocencia digna de la Edad Media!... La mamá tuvo trabajo en disuadirla que era fingido, y el galán entre tanto probaba unos anteojos con disimulo, no sin grave susto del amo de la casa, que ya preveía su próxima disolución.
Yo reía de veras de toda esta escena, y por tener un pretexto para dilatar mi permanencia, compré una lamparilla que servía de pedestal a Napoleón meditando los planes de la batalla de Marengo, y un juego de bolos representando todos los varones célebres de Plutarco, y me dispuse a observar el desenlace; mas ¡oh fatalidad! estando en esto dieron las doce, y tuve que echar a correr, sin ver el final de aquel suceso, preguntándome impaciente qué es lo que yo había hecho en una hora, y no pudiendo menos de convenir con Moreto:
«Que de aquí para allí
Y de allí para aquí,
De allá para acá
Y de acá para allá...
El tiempo se va».
(Setiembre de 1832)
"Por estas lomas" y "Me duelo por vosotros", versos de Francisco Pino
Por estas lomas
Por estas lomas sed de más silencio.
Tan solo este paisaje me convida,
con qué serenidad, a mi deseo:
(ni un árbol, ni una seña) a soledad.
El páramo y su sed, mi sed y el cielo.
Me duelo por vosotros
Es aquí la armonía: canta un pájaro
y contesta la luz que da en sus ojos...
En el trino y la luz hundo mis manos...
Me duelo por vosotros...
Es aquí la pintura: la colina
se besa con la nube y da esos rojos...
En su beso, que es sol, baño mi vista...
Me duelo por vosotros...
Poesía es aquí: larga la acequia
se convida con luz y hojas de chopo...
En ese resplandor mojo mi lengua...
Me duelo por vosotros...
Soledad es aquí. Río y pinares,
río que fluye en alma sigiloso...
En esta paz se harán mis soledades...
Me duelo por vosotros...
Por estas lomas sed de más silencio.
Tan solo este paisaje me convida,
con qué serenidad, a mi deseo:
(ni un árbol, ni una seña) a soledad.
El páramo y su sed, mi sed y el cielo.
Me duelo por vosotros
Es aquí la armonía: canta un pájaro
y contesta la luz que da en sus ojos...
En el trino y la luz hundo mis manos...
Me duelo por vosotros...
Es aquí la pintura: la colina
se besa con la nube y da esos rojos...
En su beso, que es sol, baño mi vista...
Me duelo por vosotros...
Poesía es aquí: larga la acequia
se convida con luz y hojas de chopo...
En ese resplandor mojo mi lengua...
Me duelo por vosotros...
Soledad es aquí. Río y pinares,
río que fluye en alma sigiloso...
En esta paz se harán mis soledades...
Me duelo por vosotros...
miércoles, 25 de julio de 2012
Joaquín María Bartrina
Bartrina (1850-1880) se burla de la poesía, a la que sabe completamente insuficiente para decirle. Pero como es su medio, con ella se expresa, le aporta un léxico novedoso, el científico. Algún ejemplo ya di en πoetas, y alguno más encontraréis en Wikipedia. Pero si realmente queréis leer mejor a este hombre tan singular, contad conmigo.
Comenzamos por su "arabescos".
Arabescos (1)
(1ª serie)
En vano lloran las nubes
sus aguas sobre la mar,
que no han de endulzar sus olas,
ni han de aumentar su caudal.
___
¿Qué es el deseo? ¿Anhelo que convida
a apetecer un no sé qué vedado?
¿Recuerdo de algún goce ya pasado
tal vez en otra vida?
___
Sale un hombre a la calle y, no os asombre,
una piedra sobre él cae y le arredra:
¿cae la piedra cuando pasa el hombre?
¿o pasa el hombre cuando cae la piedra?
Resolvedme problema tan profundo,
y creeré, os lo aseguro muy sincero,
en la casualidad, si es lo primero,
en la fatalidad, si es lo segundo.
___
Tal vez aquello en lo que más pensamos
ni tan siquiera exista...
¿quién sabe si la luna que admiramos
es tan solo un defecto de la vista?
___
En las rosas purpurinas
(y lo mismo en otras cosas)
el feliz solo ve rosas
y el triste solo ve espinas.
___
Dice la Biblia que al crear el hombre
hízole Dios de polvo;
mas, de seguro que antes llovería
y Dios en vez de polvo cogió lodo.
___
Desde el tiempo del diluvio,
si habrá llovido en el mar...
¿de qué ha servido? de nada;
ni se ha llegado a endulzar.
___
Más, mucho más, gusta siempre
lo bonito que lo bello,
lo monstruoso que lo grande,
lo ingenioso que lo cierto.
Comenzamos por su "arabescos".
Arabescos (1)
(1ª serie)
En vano lloran las nubes
sus aguas sobre la mar,
que no han de endulzar sus olas,
ni han de aumentar su caudal.
___
¿Qué es el deseo? ¿Anhelo que convida
a apetecer un no sé qué vedado?
¿Recuerdo de algún goce ya pasado
tal vez en otra vida?
___
Sale un hombre a la calle y, no os asombre,
una piedra sobre él cae y le arredra:
¿cae la piedra cuando pasa el hombre?
¿o pasa el hombre cuando cae la piedra?
Resolvedme problema tan profundo,
y creeré, os lo aseguro muy sincero,
en la casualidad, si es lo primero,
en la fatalidad, si es lo segundo.
___
Tal vez aquello en lo que más pensamos
ni tan siquiera exista...
¿quién sabe si la luna que admiramos
es tan solo un defecto de la vista?
___
En las rosas purpurinas
(y lo mismo en otras cosas)
el feliz solo ve rosas
y el triste solo ve espinas.
___
Dice la Biblia que al crear el hombre
hízole Dios de polvo;
mas, de seguro que antes llovería
y Dios en vez de polvo cogió lodo.
___
Desde el tiempo del diluvio,
si habrá llovido en el mar...
¿de qué ha servido? de nada;
ni se ha llegado a endulzar.
___
Más, mucho más, gusta siempre
lo bonito que lo bello,
lo monstruoso que lo grande,
lo ingenioso que lo cierto.
martes, 24 de julio de 2012
"Amante agradecido..." y "Venganza de la edad...", sonetos de Quevedo
Amante agradecido a las lisonjas mentirosas de un sueño
¡Ay, Floralba! Soñé que te... ¿Direlo?
Sí, pues que sueño fue: que te gozaba.
¿Y quién, sino un amante que soñaba,
juntara tanto infierno a tanto cielo?
Mis llamas con tu nieve y con tu yelo,
cual suele opuestas flechas de su aljaba,
mezclaba Amor, y honesto las mezclaba,
como mi adoración en su desvelo.
Y dije: «Quiera Amor, quiera mi suerte,
que nunca duerma yo, si estoy despierto,
y que si duermo que jamás despierte.»
Mas desperté del dulce desconcierto;
y vi que estuve vivo con la muerte,
y vi que con la vida estaba muerto.
Venganza de la edad en hermosura presumida
Cuando tuvo, Floralba, tu hermosura,
cuantos ojos te vieron, en cadena,
con presunción, de honestidad ajena,
los despreció, soberbia, tu locura.
Persuadiote el espejo conjetura
de eternidades en la edad serena,
y que a su plata el oro en tu melena
nunca del tiempo trocaría la usura.
Ves que la que antes era, sepultada
yaces en la que vives; y, quejosa,
tarde te acusa vanidad burlada.
Mueres doncella, y no de virtuosa,
sino de presumida y despreciada:
esto eres vieja, esotro fuiste hermosa.
¡Ay, Floralba! Soñé que te... ¿Direlo?
Sí, pues que sueño fue: que te gozaba.
¿Y quién, sino un amante que soñaba,
juntara tanto infierno a tanto cielo?
Mis llamas con tu nieve y con tu yelo,
cual suele opuestas flechas de su aljaba,
mezclaba Amor, y honesto las mezclaba,
como mi adoración en su desvelo.
Y dije: «Quiera Amor, quiera mi suerte,
que nunca duerma yo, si estoy despierto,
y que si duermo que jamás despierte.»
Mas desperté del dulce desconcierto;
y vi que estuve vivo con la muerte,
y vi que con la vida estaba muerto.
Venganza de la edad en hermosura presumida
Cuando tuvo, Floralba, tu hermosura,
cuantos ojos te vieron, en cadena,
con presunción, de honestidad ajena,
los despreció, soberbia, tu locura.
Persuadiote el espejo conjetura
de eternidades en la edad serena,
y que a su plata el oro en tu melena
nunca del tiempo trocaría la usura.
Ves que la que antes era, sepultada
yaces en la que vives; y, quejosa,
tarde te acusa vanidad burlada.
Mueres doncella, y no de virtuosa,
sino de presumida y despreciada:
esto eres vieja, esotro fuiste hermosa.
lunes, 23 de julio de 2012
sábado, 21 de julio de 2012
viernes, 20 de julio de 2012
En 'Versiones' de Rosario Castellanos St.-John Perse (7)
VI (2)
Las tragediantas han venido, bajando las callejuelas. Se han mezclado con la gente del puerto sin despojarse de sus vestidos escénicos. Se han abierto camino hasta el borde de la mar. Y en la aglomeración aderezaban sus vastas caderas rurales.
¡He aquí nuestros brazos, he aquí nuestras manos! ¡Las palmas de nuestras manos pintadas como bocas y nuestras heridas simuladas para el drama!
Las tragediantas agregan a los acontecimientos del día sus vastas pupilas diluidas y sus párpados fabulosos en forma de naveta para el incienso. La horquilla de sus dedos traspasa la órbita vacía de la enorme máscara rodeada de sombras como la celda del criptógrafo. ¡Ah, nosotras habíamos presumido demasiado de la máscara y de la escritura!
Ellas y sus voces viriles descendían las escaleras sonoras del puerto. Conduciendo hasta el borde de la mar sus reflejos de los grandes muros y su blancura de albayalde. Y al hollar la piedra estrellada de astros de las rampas y de los muelles, he aquí que volvieron a encontrar ese paso de viejas leonas enjaezadas al salir de los cubiles: ¡Ah, nosotras habíamos augurado mejor el paso del hombre sobre la piedra! ¡Y ahora marchamos hacia ti, por fin, mar legendaria de nuestros padres! He aquí nuestros cuerpos; he aquí nuestras bocas; nuestras grandes frentes con su doble lóbulo de ternera; y nuestras rodillas modeladas en forma de medalla.
¿Añadirás tú, mar ejemplar, nuestros flancos marcados de cicatrices para las maduraciones del drama? He aquí nuestro cuello de Gorgona, nuestros corazones de lobas bajo el sayal y nuestros pechos negros para el estrujamiento, pues somos nodrizas de un pueblo de reyes niños. ¿O nos será necesario aún, alzando el paño teatral, mostrar el escudo sagrado del vientre y exhibir la máscara velluda del sexo,
como en el puño del héroe se alza la cabeza tronchada de la extranjera o de la maga, pendiente de la punta de la lanza por un mechón de crin negra?
Sí, fue una larga época de espera y de sequía, donde la muerte nos acechaba en todas las caídas de la escritura. ¡Y el hastío era tan grande entre nuestras telas pintadas; el asco era tan grande, detrás de nuestras máscaras, detrás de toda la obra celebrada!
Nuestros circos de piedra han visto disminuir el paso del hombre sobre la escena. Y ciertamente nuestras mesas de madera dorada se adornaron con todos los frutos del siglo, y nuestra bodega proscénica con todos los vinos del mecenazgo.
Las tragediantas han venido, bajando las callejuelas. Se han mezclado con la gente del puerto sin despojarse de sus vestidos escénicos. Se han abierto camino hasta el borde de la mar. Y en la aglomeración aderezaban sus vastas caderas rurales.
¡He aquí nuestros brazos, he aquí nuestras manos! ¡Las palmas de nuestras manos pintadas como bocas y nuestras heridas simuladas para el drama!
Las tragediantas agregan a los acontecimientos del día sus vastas pupilas diluidas y sus párpados fabulosos en forma de naveta para el incienso. La horquilla de sus dedos traspasa la órbita vacía de la enorme máscara rodeada de sombras como la celda del criptógrafo. ¡Ah, nosotras habíamos presumido demasiado de la máscara y de la escritura!
Ellas y sus voces viriles descendían las escaleras sonoras del puerto. Conduciendo hasta el borde de la mar sus reflejos de los grandes muros y su blancura de albayalde. Y al hollar la piedra estrellada de astros de las rampas y de los muelles, he aquí que volvieron a encontrar ese paso de viejas leonas enjaezadas al salir de los cubiles: ¡Ah, nosotras habíamos augurado mejor el paso del hombre sobre la piedra! ¡Y ahora marchamos hacia ti, por fin, mar legendaria de nuestros padres! He aquí nuestros cuerpos; he aquí nuestras bocas; nuestras grandes frentes con su doble lóbulo de ternera; y nuestras rodillas modeladas en forma de medalla.
¿Añadirás tú, mar ejemplar, nuestros flancos marcados de cicatrices para las maduraciones del drama? He aquí nuestro cuello de Gorgona, nuestros corazones de lobas bajo el sayal y nuestros pechos negros para el estrujamiento, pues somos nodrizas de un pueblo de reyes niños. ¿O nos será necesario aún, alzando el paño teatral, mostrar el escudo sagrado del vientre y exhibir la máscara velluda del sexo,
como en el puño del héroe se alza la cabeza tronchada de la extranjera o de la maga, pendiente de la punta de la lanza por un mechón de crin negra?
Sí, fue una larga época de espera y de sequía, donde la muerte nos acechaba en todas las caídas de la escritura. ¡Y el hastío era tan grande entre nuestras telas pintadas; el asco era tan grande, detrás de nuestras máscaras, detrás de toda la obra celebrada!
Nuestros circos de piedra han visto disminuir el paso del hombre sobre la escena. Y ciertamente nuestras mesas de madera dorada se adornaron con todos los frutos del siglo, y nuestra bodega proscénica con todos los vinos del mecenazgo.
jueves, 19 de julio de 2012
Entradas y voces que desaparecen del DRAE, por la A, y fin
aberzale.
1. adj. Dicho de un movimiento político y social vasco y de sus seguidores: Partidario del nacionalismo radical. Apl. a pers., u. t. c. s.
Sustituida por la forma vasca abertzale en la siguiente edición.
abinar.
Supresión.
acabijo.
(De acabar).
Supresión.
acejero.
Supresión
acertajo.
Supresión.
actora.
(De actor1).
□ V.
Se mantiene parte actora dentro de parte.
(De curda, borrachera).
Supresión.
adinerarse.
Supresión.
adocilar.
(De dócil).
Supresión.
aforrador1.
(De aforrar).
Supresión.
ahijadera.
Supresión.
ahuchear.
Supresión
ahucheo.
Supresión.
alfanúmero.
(De alfabeto y número).
1. m. Inform. Conjunto de números, letras y otros caracteres que se emplea como clave para operar con un ordenador.
Supresión de este sustantivo. Curiosamente permanece alfanumérico (adjetivo). Es más frecuente en la informático utilizarlo en este modo, como complemento siempre a carácter: carácter alfanumérico.
alfonsearse.
(Quizá del m. or. que alfonsina).
Supresión.
alguacila.
Supresión.
aloeta.
Supresión.
alpargatilla.
(Del dim. de alpargata).
1. com. coloq. desus. Persona que con astucia o maña se insinúa en el ánimo de otra para conseguir algo.
Supresión.
alta2.
Eliminación de duplicidades inútiles.
amiduro.
Supresión.
amiloidosis.
1. f. Med. Anomalía patológica con múltiples variantes clínicas, caracterizada por la presencia de proteínas fibrosas anormales.
Supresión.
amilosis.
1. f. Proceso degenerativo causado por el depósito de sustancia amiloidea en los tejidos de ciertos órganos.
Supresión.
andado1, da.
Supresión.
aónides.
(Del lat. Aonĭdes, de Aonia o Beocia, por hallarse en esta comarca el monte Helicón y la fuente Hipocrene, consagrados a las musas).
Supresión.
apañuscador, ra.
Supresión.
archibribón, na.
Supresión.
archibruto, ta.
Supresión.
arganel.
Supresión.
arrepasarse.
1. prnl. coloq. repasar (‖ volver a pasar). Era u. solo en el juego llamado arrepásate acá compadre.
Supresión.
Asturias.
□ V.
1. f. princesa heredera del trono de España.
1. m. Título del hijo del rey, inmediato sucesor de la corona de España.
Supresión total de la entrada y de todas las expresiones aquí salvadas.
atraquina.
Supresión.
autofocus.
Supresión.
avica.
(Del dim. de ave).
Supresión.
azcarrio.
Supresión.
azuquita.
Supresión.
"El amante corto de vista", por Mesonero Romanos
El amante corto de vista
«¡Cómo! (exclamará con sorpresa algún crítico al leer el título de este discurso) ¿tampoco los vicios físicos están fuera del alcance de los tiros del Curioso ? ¿Ignora acaso este buen señor que no le es lícito particularizar circunstancias que quiten a sus cuadros las aplicaciones generales? ¿Y quién le ha dicho tampoco que sea razonable presentar el ridículo de un vicio físico, por lo menos sin que vaya acompañado de otro moral?».
-Paciencia, hermano, y entendámonos, que quizá no es difícil. Venga V. acá; cuando ciertos vicios físicos son tan comunes en un pueblo, que contribuyen a caracterizar su particular fisonomía, ¿será bien que el escritor de costumbres los pase por alto, sin sacar partido de las varias escenas que deben ofrecerle? Si hubiese un pueblo, por ejemplo, compuesto de cojos, ¿no sería curioso saber el orden de la marcha de sus ejércitos, sus juegos, sus bailes, sus ejercicios gimnásticos? Pues ¿por qué no se ha de pintar el amor corto de vista donde apenas hay amante que no lo sea?
Por otro lado, ¿quién le ha dicho a V. que esta enfermedad de moda no presenta su aspecto moral? ¿Tan difícil sería probar su origen de la depravación de costumbres, de los vicios de la educación, o de los excesos de la juventud? Conque, ya ve V., señor crítico, que este asunto entra naturalmente en la jurisdicción de mi benigna correa; conque ya V. conocerá que no hay inconveniente en hablar de él... ¿No?... pues manos a la obra.
Los ejemplos me salen al paso, y no tengo más que hacer que la elección de uno. Tóquele por hoy la suerte a Mauricio R... y perdone si le hago servir para desarrugar la frente de mis amables lectoras. -¿Y quién es el tal? -El tal, señoras mías, es un joven de veinte y tres años, cuya figura expresiva y aire sentimental descubre a primera vista un corazón tierno y propenso al amor; no es por lo tanto extraño que encontrase gracia cerca de ustedes. Así ha sucedido, pues, y algunas aventurillas en calles y paseos previnieron al joven Mauricio de sus ventajosas circunstancias; mas por desgracia el pobre mancebo tiene un defecto capital, y es... el ser corto de vista; muy corto de vista; lo cual le contraría en todos sus planes.
Alto, señoras, no hay que reírse, que mi héroe no lo toma a risa, ni sabe sacar partido como otros muchos de este mismo defecto, para ser más atrevido y exigente, para ostentar sobre su nariz brillantes gafas de oro, o para sorprender con su inevitable lente las miradas furtivas de las damas. Nada menos que eso. Mauricio es sensible, pero muy comedido, y más bien quiere privarse de un placer que causar un disgusto a otra persona. -Bien hubiera deseado ponerse anteojos perpetuos, como hacen otros sin necesidad y sólo por petulancia; ¡pero dicen tan mal unos espejuelos moviéndose al precipitado compás de la Mazzowrka ! Y Mauricio a los veinte y tres años no podía determinarse a dejar de bailar la Mazzowrka. -Buen remedio era por cierto el lente colgante; pero además de la prudencia con que lo usaba, ¿cómo adivinar las escenas que iban a suceder para estar prevenido con él en la mano? -Si la hermosa Filis volvía rápidamente hacia él sus bellos ojos, o dejaba caer su pañuelo para darle ocasión de hablar con ella, ¿quién lo había de prever un minuto antes? Si creyendo sacar a bailar a la más hermosa de la sala se hallaba con que se había ofrecido a una momia de Egipto ¿de qué le servía el lente un minuto después? -Vamos, está visto que el lente no sirve de nada, y Mauricio, que conocía esto, se desesperaba de veras.
El amor, que por largo tiempo se había complacido en punzarle ligeramente, vino por fin a atravesar de parte a parte su corazón, y una noche en el baile de la Marquesa de... Mauricio, que bailaba con la bella Matilde de Lainez no pudo menos de espontanear una declaración en regla. La niña, en quien sin duda los atractivos de Mauricio hicieron su efecto, no se determinó a reprenderle, «Fauie d'avoir le temps de se metre en courroux».
Y he aquí a mi buen mancebo en el momento más feliz del amor, el de mirarse correspondido por la persona amada.
Ya nuestros amantes habían hablado largamente; tres rigodones y un galop no habían hecho más que avivar el fuego de su pasión; pero el sarao se terminaba, y el rendido Mauricio renovaba protestas y juramentos; tomaba exactamente la hora y el minuto en que Matilde se asomaría al balcón; la iglesia donde acudía a oír misa, los paseos y tertulias que frecuentaba, las óperas favoritas de la mamá; en una palabra, todos aquellos antecedentes que vosotros, diestros jóvenes, no descuidáis en tales casos. Pero el inexperto Mauricio se olvidaba en tanto de reconocer puntualmente a la mamá y a una hermana mayor de Matilde que estaban en el baile; no hizo alto en el padre de ésta, coronel de caballería; y por último, no se atrevió a prevenir a su amada de la circunstancia fatal de su cortedad de vista. El suceso le dio después a conocer su error.
No bien llegó la hora señalada, corrió al siguiente día a la calle donde vivía su dueño, repasando cuidadosamente las señas de la casa. Matilde le había dicho que era número 12, y que hacía esquina a cierta calle; mas por cuánto la otra esquina, que era número 72, pareciole 12 al desdichado amante, y fue la que escogió como objeto de su bloqueo.
Matilde que le vio venir (ojos femeniles, ¡qué no veis cuando estáis enamorados!) tiró su almohadilla, y saliendo precipitada al balcón, ostentó a su amante todas las gracias de su hermosura en el traje de casa; pero en vano, porque Mauricio, situado a seis varas, en la otra esquina, fijos los ojos en los balcones de la casa de enfrente, apenas hizo alto en la belleza que se había asomado al otro balcón. Este desdén inesperado picó sobremanera el amor propio de Matilde; tosió dos veces, sacó su pañuelo blanco; todo era inútil; el amante dolorido la miraba rápidamente, y la volvía la espalda para ocuparse en el otro objeto. Una hora y más duró esta escena, hasta que desesperado el buen muchacho y creyéndose abandonado de su dama, sintió fuertes tentaciones de aprovechar el rato con la otra vecina que tan inmóvil se mostraba. No pudiendo, en fin, resistirlas, y viendo que de lo contrario perdía la tarde del todo, se determinó al cabo (aunque con harto dolor de su corazón) a hacer un paréntesis a su amor, y hablar a la airosa vecina.
Dicho y hecho; atraviesa la calle, marcha determinado bajo el balcón de Matilde; alza la cabeza para hablarla; pero en el mismo momento tírale ella a la cara el pañuelo que tenía en la mano (al que durante su furor había hecho unos cuantos nudos), y sin dirigirle una palabra, éntrase adentro y cierra estrepitosamente el balcón. Mauricio desdobló el pañuelo y reconoció en él bordadas las mismas iniciales que había visto en el que llevaba Matilde la noche del baile... Miró después la casa, y alcanzando a ver Visita general, número 12: ¿cómo pintar su desesperación?
Tres días con tres noches paseó en vano la calle; el implacable balcón permanecía cerrado, y toda la vecindad, menos el objeto amado, era fiel testigo de sus suspiros. La tercera noche se daba en el teatro una de las óperas favoritas de la mamá; colocado en su luneta, con el auxilio del doble anteojo, recorre con avidez el coliseo y nada ve que pudiera lisonjearle; sin embargo, en uno de los palcos por asientos cree ver a la mamá acompañada de la causa de su tormento. Sube, pasea los corredores, se asoma a la puerta del palco; no hay que dudar... son ellas... Mauricio se deshace a señas y visajes, pero nada consigue; por último, se acaba la ópera, espéralas a su descenso, y en la parte más oscura de la escalera acércase a la niña y la dice:
-«Señorita, perdone V. mi equivocación... si sale usted luego al balcón la diré... entre tanto, tome usted el pañuelo.
-Caballero, ¿qué dice usted? -le contestó una voz extraña, a tiempo que un menguado farolillo (de los farolillos que alumbran pálidamente las escaleras de nuestros teatros) vino a revelarle que hablaba a otra persona, si bien muy parecida a su ídolo.
-Señora...
-¡Calle! y el pañuelo es de mi hermanita.
-¿Qué es eso, niña?
-Nada, mamá; este caballero, que me da un pañuelo de Matilde.
-Señora... yo... dispense V... el otro día... la otra noche, quiero decir... en el baile de la marquesa de...
-Es verdad, mamá, el señor bailó con mi hermana, y no es extraño que dejase olvidado el pañuelo.
-Cierto, es verdad, señorita, se quedó olvidado... olvidado...
-A la verdad que es extraño; en fin, caballero, damos a V. las gracias».
Un rayo caído a sus pies no hubiera turbado más al pobre Mauricio, y lo que más le apesadumbraba era que en una punta del pañuelo había atado un billete en que hablaba de su amor, de la equivocación de la casa, de las protestas del baile, en fin, hacía toda la exposición del drama, y él no sabía qué suerte iba a correr el tal papel.
Trémulo e indeciso siguió a lo lejos a las damas, hasta que entraron en su casa y le dejaron en la calle en el más oscuro abandono. En balde aplicaba el oído por ver si escuchaba algún diálogo animado; la voz lejana del sereno, que anunciaba las doce, o la sonora marcha de los sucios carros de la limpieza, era lo único que hería sus oídos, y aun sus narices; hasta que cansado de esperar sin fruto, se retiró a su casa a velar y cavilar sobre sus desgraciados amores.
Entre tanto, ¿qué sucedía en el interior de la otra casa? La mamá, que tomó el pañuelo para reprender a la niña, había descubierto el billete, se había enterado de él, y pasados los primeros momentos de su enojo, había resuelto, por consejo de la hermanita callar y disimular, y escribir una respuesta muy lacónica y terminante al galán con el objeto de que no le quedase gana de volver; hiciéronlo así, y el billete quedó escrito, firmado de letra de mujer (que todas se parecen), cerrado con lacre y oblea, y picado por más señas con un alfiler. Hecha esta operación se fueron a dormir, seguras de que a la mañana siguiente pasaría por la calle el desacertado galán. Con efecto, no se hizo de rogar gran cosa; pues no habían dado las ocho cuando ya estaba en el portal de en frente, sin atreverse a mirar. Estando así, oye abrirse el balcón...y... ¡oh felicidad! una mano blanca arroja un papelito; corre el dichoso a recibirle, y encuentra... el balcón se había cerrado ya, y la esperanza de su corazón también.
En vano fuera intentar describir el efecto que hizo en Mauricio aquella serie de desgracias; baste decir que renunció para siempre al amor; pero en fin, era mancebo, y al cabo de quince días pensó de distinta manera, y salió al Prado con un amigo suyo. -Era una de aquellas noches apacibles de julio que convidan a gozar del ambiente agradable bajo los frondosos árboles; y sentados ambos camaradas empezaron la consabida conversación de sus amores respectivos. Mauricio, con su franqueza natural, contó a su amigo su última aventura, con todos los lances y peripecias que la formaban, hasta la amarga despedida que sus adversas equivocaciones le habían proporcionado; pero al acabar esta relación sintió un rápido movimiento en las sillas inmediatas, donde, entre otras personas, observó sentados a un militar y a una joven; arrímase un poco más, saca su anteojo... (¡Insensato! ¿por qué no lo sacaste desde el principio?) y conoce que la que tenía sentada junto a él oyendo su conversación era nada menos que la hermosa Matilde. -«¡Ingrata!...». Fue lo único que pudo articular; mientras el papá llamaba a un muchacho para encender el cigarro. -«Yo no he escrito ese billete». (Esta respuesta obtuvo al cabo de un cuarto de hora.) -«¿Pues quién?...».-«No sé... llévelo V.; a las doce estaré al balcón».
La esperanza volvió a derramar su bálsamo consolador en el corazón del pobre Mauricio, y lleno de ideas lisonjeras aguardó la hora señalada; corre precipitadamente bajo el balcón; con efecto, está allí; ya mira brillar sus hermosos ojos, ya advierte su blanca mano; ya... Mas ¡oh, y qué bien dice Shakespeare, que cuando los males vienen no vienen esparcidos como espías, sino reunidos en escuadrones ! Aquella noche se le había antojado al papá tomar el fresco después de cenar, y era él el que estaba repantigado en la barandilla, no sin grave agitación de Matilde, que le rogaba se fuese a acostar para evitar el relente.
-«Bien mío -dijo Mauricio con voz almibarada-, ¿es usted?
-Chica, Matilde (la dice el padre por lo bajo), ¿es contigo esto?
-Papá, conmigo no señor; yo no sé...
-No, pues estas cosas, tuyas son o de tu hermana.
-Para que vea V. (continúa el galán amartelado) si tuve motivo de enfadarme, ahí va el billete...
-A ver, a ver, muchacha, aparta, aparta, y trae una luz, que voy a leerle...».
Dicho y hecho; éntrase a la sala mirando a su hija con ojos amenazadores; abre el billete y lee... «Caballero; si la noche del baile de la Marquesa pude con mi indiscreción hacer concebir a V. esperanzas locas ...
-¡Cielos!; pero ¡qué veo!... ésta es la letra de mi mujer...
-¡Ay, papá mío!
-¡Infame! A los cuarenta años te andas haciendo concebir esperanzas locas...
-Pero, papá...
-Déjame que la despierte, y que alborote la casa».
Con efecto, así lo hizo, y en más de una hora las voces, los gemidos, los llantos, dieron que hacer a toda la vecindad, con no poco susto del galán fantasma , que desde la calle llegó medio a entender el inaudito quid pro quo.
Su generosidad y su pundonor no le permitieron sufrir por más tiempo el que todos padeciesen por su causa, y fuertemente determinado llama a la puerta: asómase el padre al balcón: -«Caballero, tenga usted a bien escuchar una palabra satisfactoria de mi conducta». -El padre coge dos pistolas y baja precipitado, abre la puerta: -«Escoja V.», le dice. -«Serénese V., contesta el joven; yo soy un caballero; mi nombre es N., y mi casa bien conocida; una combinación desgraciada me ha hecho turbar la tranquilidad de su familia de V., y no debo consentirlo sin explicársela».
Aquí hizo una puntual y verdadera relación de todos los hechos, la que apoyaron sucesivamente mamá y las niñas, con lo cual calmó la agitación del celoso coronel.
Al siguiente día la Marquesa presentó a Mauricio en casa de Matilde, y el padre, informado de sus circunstancias, no se opuso a ello.
Desde aquí siguió más tranquila la historia de estos amores; y los que desean apurar las cosas hasta el fin, pueden descansar sabiendo que se casaron Mauricio y su amada; a pesar de que ésta, mirada de cerca, a buena luz, y con anteojos, le pareció a aquél no tan bella, por los hoyos de las viruelas y algún otro defectillo; sin embargo, sus cualidades morales eran muy apreciables, y Mauricio prescindió de las físicas, no teniendo que hacer para olvidar éstas sino una sencilla operación, que era... quitarse los anteojos.
«¡Ay cielos! sueño despierto;
Pierdo cuando estoy ganando;
Soy lince y a oscuras ando,
Y, en fin, apunto y no acierto».
Tirso de Molina
«¡Cómo! (exclamará con sorpresa algún crítico al leer el título de este discurso) ¿tampoco los vicios físicos están fuera del alcance de los tiros del Curioso ? ¿Ignora acaso este buen señor que no le es lícito particularizar circunstancias que quiten a sus cuadros las aplicaciones generales? ¿Y quién le ha dicho tampoco que sea razonable presentar el ridículo de un vicio físico, por lo menos sin que vaya acompañado de otro moral?».
-Paciencia, hermano, y entendámonos, que quizá no es difícil. Venga V. acá; cuando ciertos vicios físicos son tan comunes en un pueblo, que contribuyen a caracterizar su particular fisonomía, ¿será bien que el escritor de costumbres los pase por alto, sin sacar partido de las varias escenas que deben ofrecerle? Si hubiese un pueblo, por ejemplo, compuesto de cojos, ¿no sería curioso saber el orden de la marcha de sus ejércitos, sus juegos, sus bailes, sus ejercicios gimnásticos? Pues ¿por qué no se ha de pintar el amor corto de vista donde apenas hay amante que no lo sea?
Por otro lado, ¿quién le ha dicho a V. que esta enfermedad de moda no presenta su aspecto moral? ¿Tan difícil sería probar su origen de la depravación de costumbres, de los vicios de la educación, o de los excesos de la juventud? Conque, ya ve V., señor crítico, que este asunto entra naturalmente en la jurisdicción de mi benigna correa; conque ya V. conocerá que no hay inconveniente en hablar de él... ¿No?... pues manos a la obra.
Los ejemplos me salen al paso, y no tengo más que hacer que la elección de uno. Tóquele por hoy la suerte a Mauricio R... y perdone si le hago servir para desarrugar la frente de mis amables lectoras. -¿Y quién es el tal? -El tal, señoras mías, es un joven de veinte y tres años, cuya figura expresiva y aire sentimental descubre a primera vista un corazón tierno y propenso al amor; no es por lo tanto extraño que encontrase gracia cerca de ustedes. Así ha sucedido, pues, y algunas aventurillas en calles y paseos previnieron al joven Mauricio de sus ventajosas circunstancias; mas por desgracia el pobre mancebo tiene un defecto capital, y es... el ser corto de vista; muy corto de vista; lo cual le contraría en todos sus planes.
Alto, señoras, no hay que reírse, que mi héroe no lo toma a risa, ni sabe sacar partido como otros muchos de este mismo defecto, para ser más atrevido y exigente, para ostentar sobre su nariz brillantes gafas de oro, o para sorprender con su inevitable lente las miradas furtivas de las damas. Nada menos que eso. Mauricio es sensible, pero muy comedido, y más bien quiere privarse de un placer que causar un disgusto a otra persona. -Bien hubiera deseado ponerse anteojos perpetuos, como hacen otros sin necesidad y sólo por petulancia; ¡pero dicen tan mal unos espejuelos moviéndose al precipitado compás de la Mazzowrka ! Y Mauricio a los veinte y tres años no podía determinarse a dejar de bailar la Mazzowrka. -Buen remedio era por cierto el lente colgante; pero además de la prudencia con que lo usaba, ¿cómo adivinar las escenas que iban a suceder para estar prevenido con él en la mano? -Si la hermosa Filis volvía rápidamente hacia él sus bellos ojos, o dejaba caer su pañuelo para darle ocasión de hablar con ella, ¿quién lo había de prever un minuto antes? Si creyendo sacar a bailar a la más hermosa de la sala se hallaba con que se había ofrecido a una momia de Egipto ¿de qué le servía el lente un minuto después? -Vamos, está visto que el lente no sirve de nada, y Mauricio, que conocía esto, se desesperaba de veras.
El amor, que por largo tiempo se había complacido en punzarle ligeramente, vino por fin a atravesar de parte a parte su corazón, y una noche en el baile de la Marquesa de... Mauricio, que bailaba con la bella Matilde de Lainez no pudo menos de espontanear una declaración en regla. La niña, en quien sin duda los atractivos de Mauricio hicieron su efecto, no se determinó a reprenderle, «Fauie d'avoir le temps de se metre en courroux».
Y he aquí a mi buen mancebo en el momento más feliz del amor, el de mirarse correspondido por la persona amada.
Ya nuestros amantes habían hablado largamente; tres rigodones y un galop no habían hecho más que avivar el fuego de su pasión; pero el sarao se terminaba, y el rendido Mauricio renovaba protestas y juramentos; tomaba exactamente la hora y el minuto en que Matilde se asomaría al balcón; la iglesia donde acudía a oír misa, los paseos y tertulias que frecuentaba, las óperas favoritas de la mamá; en una palabra, todos aquellos antecedentes que vosotros, diestros jóvenes, no descuidáis en tales casos. Pero el inexperto Mauricio se olvidaba en tanto de reconocer puntualmente a la mamá y a una hermana mayor de Matilde que estaban en el baile; no hizo alto en el padre de ésta, coronel de caballería; y por último, no se atrevió a prevenir a su amada de la circunstancia fatal de su cortedad de vista. El suceso le dio después a conocer su error.
No bien llegó la hora señalada, corrió al siguiente día a la calle donde vivía su dueño, repasando cuidadosamente las señas de la casa. Matilde le había dicho que era número 12, y que hacía esquina a cierta calle; mas por cuánto la otra esquina, que era número 72, pareciole 12 al desdichado amante, y fue la que escogió como objeto de su bloqueo.
Matilde que le vio venir (ojos femeniles, ¡qué no veis cuando estáis enamorados!) tiró su almohadilla, y saliendo precipitada al balcón, ostentó a su amante todas las gracias de su hermosura en el traje de casa; pero en vano, porque Mauricio, situado a seis varas, en la otra esquina, fijos los ojos en los balcones de la casa de enfrente, apenas hizo alto en la belleza que se había asomado al otro balcón. Este desdén inesperado picó sobremanera el amor propio de Matilde; tosió dos veces, sacó su pañuelo blanco; todo era inútil; el amante dolorido la miraba rápidamente, y la volvía la espalda para ocuparse en el otro objeto. Una hora y más duró esta escena, hasta que desesperado el buen muchacho y creyéndose abandonado de su dama, sintió fuertes tentaciones de aprovechar el rato con la otra vecina que tan inmóvil se mostraba. No pudiendo, en fin, resistirlas, y viendo que de lo contrario perdía la tarde del todo, se determinó al cabo (aunque con harto dolor de su corazón) a hacer un paréntesis a su amor, y hablar a la airosa vecina.
Dicho y hecho; atraviesa la calle, marcha determinado bajo el balcón de Matilde; alza la cabeza para hablarla; pero en el mismo momento tírale ella a la cara el pañuelo que tenía en la mano (al que durante su furor había hecho unos cuantos nudos), y sin dirigirle una palabra, éntrase adentro y cierra estrepitosamente el balcón. Mauricio desdobló el pañuelo y reconoció en él bordadas las mismas iniciales que había visto en el que llevaba Matilde la noche del baile... Miró después la casa, y alcanzando a ver Visita general, número 12: ¿cómo pintar su desesperación?
Tres días con tres noches paseó en vano la calle; el implacable balcón permanecía cerrado, y toda la vecindad, menos el objeto amado, era fiel testigo de sus suspiros. La tercera noche se daba en el teatro una de las óperas favoritas de la mamá; colocado en su luneta, con el auxilio del doble anteojo, recorre con avidez el coliseo y nada ve que pudiera lisonjearle; sin embargo, en uno de los palcos por asientos cree ver a la mamá acompañada de la causa de su tormento. Sube, pasea los corredores, se asoma a la puerta del palco; no hay que dudar... son ellas... Mauricio se deshace a señas y visajes, pero nada consigue; por último, se acaba la ópera, espéralas a su descenso, y en la parte más oscura de la escalera acércase a la niña y la dice:
-«Señorita, perdone V. mi equivocación... si sale usted luego al balcón la diré... entre tanto, tome usted el pañuelo.
-Caballero, ¿qué dice usted? -le contestó una voz extraña, a tiempo que un menguado farolillo (de los farolillos que alumbran pálidamente las escaleras de nuestros teatros) vino a revelarle que hablaba a otra persona, si bien muy parecida a su ídolo.
-Señora...
-¡Calle! y el pañuelo es de mi hermanita.
-¿Qué es eso, niña?
-Nada, mamá; este caballero, que me da un pañuelo de Matilde.
-Señora... yo... dispense V... el otro día... la otra noche, quiero decir... en el baile de la marquesa de...
-Es verdad, mamá, el señor bailó con mi hermana, y no es extraño que dejase olvidado el pañuelo.
-Cierto, es verdad, señorita, se quedó olvidado... olvidado...
-A la verdad que es extraño; en fin, caballero, damos a V. las gracias».
Un rayo caído a sus pies no hubiera turbado más al pobre Mauricio, y lo que más le apesadumbraba era que en una punta del pañuelo había atado un billete en que hablaba de su amor, de la equivocación de la casa, de las protestas del baile, en fin, hacía toda la exposición del drama, y él no sabía qué suerte iba a correr el tal papel.
Trémulo e indeciso siguió a lo lejos a las damas, hasta que entraron en su casa y le dejaron en la calle en el más oscuro abandono. En balde aplicaba el oído por ver si escuchaba algún diálogo animado; la voz lejana del sereno, que anunciaba las doce, o la sonora marcha de los sucios carros de la limpieza, era lo único que hería sus oídos, y aun sus narices; hasta que cansado de esperar sin fruto, se retiró a su casa a velar y cavilar sobre sus desgraciados amores.
Entre tanto, ¿qué sucedía en el interior de la otra casa? La mamá, que tomó el pañuelo para reprender a la niña, había descubierto el billete, se había enterado de él, y pasados los primeros momentos de su enojo, había resuelto, por consejo de la hermanita callar y disimular, y escribir una respuesta muy lacónica y terminante al galán con el objeto de que no le quedase gana de volver; hiciéronlo así, y el billete quedó escrito, firmado de letra de mujer (que todas se parecen), cerrado con lacre y oblea, y picado por más señas con un alfiler. Hecha esta operación se fueron a dormir, seguras de que a la mañana siguiente pasaría por la calle el desacertado galán. Con efecto, no se hizo de rogar gran cosa; pues no habían dado las ocho cuando ya estaba en el portal de en frente, sin atreverse a mirar. Estando así, oye abrirse el balcón...y... ¡oh felicidad! una mano blanca arroja un papelito; corre el dichoso a recibirle, y encuentra... el balcón se había cerrado ya, y la esperanza de su corazón también.
En vano fuera intentar describir el efecto que hizo en Mauricio aquella serie de desgracias; baste decir que renunció para siempre al amor; pero en fin, era mancebo, y al cabo de quince días pensó de distinta manera, y salió al Prado con un amigo suyo. -Era una de aquellas noches apacibles de julio que convidan a gozar del ambiente agradable bajo los frondosos árboles; y sentados ambos camaradas empezaron la consabida conversación de sus amores respectivos. Mauricio, con su franqueza natural, contó a su amigo su última aventura, con todos los lances y peripecias que la formaban, hasta la amarga despedida que sus adversas equivocaciones le habían proporcionado; pero al acabar esta relación sintió un rápido movimiento en las sillas inmediatas, donde, entre otras personas, observó sentados a un militar y a una joven; arrímase un poco más, saca su anteojo... (¡Insensato! ¿por qué no lo sacaste desde el principio?) y conoce que la que tenía sentada junto a él oyendo su conversación era nada menos que la hermosa Matilde. -«¡Ingrata!...». Fue lo único que pudo articular; mientras el papá llamaba a un muchacho para encender el cigarro. -«Yo no he escrito ese billete». (Esta respuesta obtuvo al cabo de un cuarto de hora.) -«¿Pues quién?...».-«No sé... llévelo V.; a las doce estaré al balcón».
La esperanza volvió a derramar su bálsamo consolador en el corazón del pobre Mauricio, y lleno de ideas lisonjeras aguardó la hora señalada; corre precipitadamente bajo el balcón; con efecto, está allí; ya mira brillar sus hermosos ojos, ya advierte su blanca mano; ya... Mas ¡oh, y qué bien dice Shakespeare, que cuando los males vienen no vienen esparcidos como espías, sino reunidos en escuadrones ! Aquella noche se le había antojado al papá tomar el fresco después de cenar, y era él el que estaba repantigado en la barandilla, no sin grave agitación de Matilde, que le rogaba se fuese a acostar para evitar el relente.
-«Bien mío -dijo Mauricio con voz almibarada-, ¿es usted?
-Chica, Matilde (la dice el padre por lo bajo), ¿es contigo esto?
-Papá, conmigo no señor; yo no sé...
-No, pues estas cosas, tuyas son o de tu hermana.
-Para que vea V. (continúa el galán amartelado) si tuve motivo de enfadarme, ahí va el billete...
-A ver, a ver, muchacha, aparta, aparta, y trae una luz, que voy a leerle...».
Dicho y hecho; éntrase a la sala mirando a su hija con ojos amenazadores; abre el billete y lee... «Caballero; si la noche del baile de la Marquesa pude con mi indiscreción hacer concebir a V. esperanzas locas ...
-¡Cielos!; pero ¡qué veo!... ésta es la letra de mi mujer...
-¡Ay, papá mío!
-¡Infame! A los cuarenta años te andas haciendo concebir esperanzas locas...
-Pero, papá...
-Déjame que la despierte, y que alborote la casa».
Con efecto, así lo hizo, y en más de una hora las voces, los gemidos, los llantos, dieron que hacer a toda la vecindad, con no poco susto del galán fantasma , que desde la calle llegó medio a entender el inaudito quid pro quo.
Su generosidad y su pundonor no le permitieron sufrir por más tiempo el que todos padeciesen por su causa, y fuertemente determinado llama a la puerta: asómase el padre al balcón: -«Caballero, tenga usted a bien escuchar una palabra satisfactoria de mi conducta». -El padre coge dos pistolas y baja precipitado, abre la puerta: -«Escoja V.», le dice. -«Serénese V., contesta el joven; yo soy un caballero; mi nombre es N., y mi casa bien conocida; una combinación desgraciada me ha hecho turbar la tranquilidad de su familia de V., y no debo consentirlo sin explicársela».
Aquí hizo una puntual y verdadera relación de todos los hechos, la que apoyaron sucesivamente mamá y las niñas, con lo cual calmó la agitación del celoso coronel.
Al siguiente día la Marquesa presentó a Mauricio en casa de Matilde, y el padre, informado de sus circunstancias, no se opuso a ello.
Desde aquí siguió más tranquila la historia de estos amores; y los que desean apurar las cosas hasta el fin, pueden descansar sabiendo que se casaron Mauricio y su amada; a pesar de que ésta, mirada de cerca, a buena luz, y con anteojos, le pareció a aquél no tan bella, por los hoyos de las viruelas y algún otro defectillo; sin embargo, sus cualidades morales eran muy apreciables, y Mauricio prescindió de las físicas, no teniendo que hacer para olvidar éstas sino una sencilla operación, que era... quitarse los anteojos.
"No me engañe en lo hermoso" y "Esta tierra" son poemas de Francisco Pino
No me engañe en lo hermoso
No me engañe en lo hermoso
del campo ni del cielo.
No me engañe en el agua,
ni en la luz, ni en el fuego,
ni en la guija, tarde o álamo.
Si idioma son del tiempo
sus palabras contemple,
prosígame en su encuentro,
den belleza al sentido
pero no la pagana
belleza, vano término
que en sí no han consentido;
criaturas no credos.
Lo que yo he de saber
me alza a estos seres bellos,
mas si yo lo supiese
dejarían de serlo.
Camine en mi ignorancia
de su hermosura centro.
Camine en su alegría
que alienta cuanto espero.
Puesto que son camino,
aire, tierra, agua, fuego,
vaya oyéndome andar
entre álamo y viento,
entre río y arena,
entre guija y lucero.
Que ellos guarden mis huellas
en su impoluto sueño
e idéntico a mí mismo
me devuelvan el tiempo
con que yo los miré
creyendo en Dios al verlos.
Esta tierra
No me busques en los montes
por altos que sean,
ni me busques en la mar
por grande que te parezca.
Búscame aquí, en esta tierra
llana, con puente y pinar,
con almena y agua lenta,
donde se escucha volar
aunque el sonido se pierda...
No me engañe en lo hermoso
del campo ni del cielo.
No me engañe en el agua,
ni en la luz, ni en el fuego,
ni en la guija, tarde o álamo.
Si idioma son del tiempo
sus palabras contemple,
prosígame en su encuentro,
den belleza al sentido
pero no la pagana
belleza, vano término
que en sí no han consentido;
criaturas no credos.
Lo que yo he de saber
me alza a estos seres bellos,
mas si yo lo supiese
dejarían de serlo.
Camine en mi ignorancia
de su hermosura centro.
Camine en su alegría
que alienta cuanto espero.
Puesto que son camino,
aire, tierra, agua, fuego,
vaya oyéndome andar
entre álamo y viento,
entre río y arena,
entre guija y lucero.
Que ellos guarden mis huellas
en su impoluto sueño
e idéntico a mí mismo
me devuelvan el tiempo
con que yo los miré
creyendo en Dios al verlos.
Esta tierra
No me busques en los montes
por altos que sean,
ni me busques en la mar
por grande que te parezca.
Búscame aquí, en esta tierra
llana, con puente y pinar,
con almena y agua lenta,
donde se escucha volar
aunque el sonido se pierda...
miércoles, 18 de julio de 2012
Javier Lostalé e Ignacio Elguero sobre Πoetas
El pasado 30 de junio, como sabéis, Javier Lostalé generosamente me acompañó en Libertad 8 a presentar Πoetas, y dirigió a los asisitentes las palabras que pongo a continuación. Gracias a Javier por su compañía y por sus palabras.
Relacionado con ello, el pasado sábado 14 de este mes de julio, Ignacio Elguero dijo unas palabras en "La estación azul" sobre Πoetas. Anoto el enlace al programa completo, el tiempo para la antología (aparte otras referencias iniciales) 21 minutos 53 segundos.
Primera antología de poesía con matemáticas (Javier Lostalé)
"La verdad poética y la verdad matemática se miden por la emoción"
La lectura de esta antología me ha creado la misma tensión intelectual y emocional que se produce durante la escritura de un poema. Y dentro de esa tensión, he pensado, en primer lugar, en el alto grado de abstracción que estrecha los lazos entre la poesía y las matemáticas; de cómo esa abstracción no está desligada de la realidad, del ser humano, sino que está encarnada en ambos, mediante un proceso, eso sí, de ascensión, de búsqueda de lo absoluto, del origen, de un espacio no hollado en el que todo puede ser descubrimiento y realización plena sin adherencias, un estado en cierto modo virginal. He pensado de cómo en el camino hacia ese estado superior, no angelical sino plenamente humano, repetimos, el lenguaje, tanto en la poesía como en las matemáticas, tiene un carácter indagatorio, habita el enigma, se empaña del fulgor de la belleza (tan ligada a la metáfora) y existe una doble secuencia temporal en el proceso del conocimiento. Como escribió Herman Broch en ese libro siempre nuevo cada lectura, La muerte de Virgilio, "la poesía es una forma impaciente de conocimiento", y las matemáticas exigen un tempo distinto. Eso sí, es una forma de conocimiento en la que, aunque juega una parte no despreciable la inspiración, en ambos casos son fundamentales el trabajo y el rigor. Hay además algo importante, creo, que en este caso diferencia a la poesía de las matemáticas, y es que en la poesía se dice siempre más de lo que se dice, y ese es su efecto en el lector. La iluminación de las matemáticas es el resultado de infinitas operaciones tal como en él se nos muestra. Una iluminación que puede ser totalmente novedosa, y por aquí sí existe -pienso- un vínculo con la poesía. Y desde luego en ambas disciplinas entra en juego la emoción, tanto en el camino como en la meta. La verdad poética y la verdad matemática se miden por la emoción.
Esta introducción ha sido necesaria en virtud de todo lo que ha despertado en mí esta Primera antología de poesía con matemáticas que, publicada por Amargord, ha preparado Jesús Malia, poeta, matemático y divulgador de la poesía desde la seriedad y el apasionamiento. Las tres cosas, más su olfato de antólogo, han dado como fruto esta obra, primera de su especie y de gran valor literario, que es un ejemplo de cómo las culturas científica y humanística son ramas del mismo árbol. La magnífica introducción de Jesús Malia, que debe leerse con la misma aplicación de la razón y el corazón que luego debemos mantener en la lectura de los poemas, está encabezada por algunas citas que no tienen desperdicio, de las que cito dos. Dice Ortega y Gasset: "La metáfora es el álgebra superior de la poesía". Y Bertrand Russell escribe: "La matemática, cuando se la comprende bien, posee no solamente la verdad sino también la suprema belleza". Y, ya en las primeras líneas de su texto, Jesús Malia resume el espíritu de esta antología afirmando que "no se trata solo del acercamiento de los poetas a la ciencia en general y a las matemáticas en particular, sino a la aparición de las matemáticas en el verso como un elemento más de su rico y evocador lenguaje". Y hecha esta advertencia inicia un recorrido histórico tendente a mostrar cómo a través de los siglos "poesía y ciencia se amancebaron", en expresión suya. Parte Jesús Malia de la poesía didáctica en Grecia y Roma repondiendo a la pregunta "¿Por qué no caben las Matemáticas en la poesía didáctica grecolatina?", y permitiéndonos convivir con Lucrecio, Hesíodo, Parménides, Empédocles y Arato de Soles, y visitar la Antología Palatina. Después nos traslada a la India para hablarnos de la relación Poesía y Matemáticas, y sin solución de continuidad en nuestra aventura lectora nos conduce a Persia y Al-Ándalus, con la presencia del poeta y científico esencial persa Omar Khayyam, que introduce -dice Jesús- "a la ciencia o al saber en su verso". Y para maravilla nuestra llega al Renacimiento europeo con dos figuras inundadoras por su personalidad multidisciplinar: Leonardo da Vinci y Galileo. Luego, el barroco, con John Milton y su Paraíso perdido, que se refiere, como nos dice Jesús Malia, a "la alquimia del verso". Y si seguimos avanzando pronunciamos nada menos que los nombres de Goethe, Novalis y Coleridge. El siglo XIX después está principalmente representado por las reflexiones de Carlos Fernández Shaw, entre ellas la de que "el nacimiento de toda hipótesis, en su desarrollo, en su definitiva llegada a la vida de lo verdadero, palpita siempre una idea eminentemente poética". Finalmente refleja Jesús la situación en el siglo XX, en donde se recogen otras interesantes reflexiones del poeta y cirujano Pedro Piulachs en su texto La palabra en la ciencia y en la poesía; se recomienda la lectura de la antología Explorando el mundo: poesía de la ciencia, preparada por Miguel García Posada, fallecido a principios de este año, o el nacimiento en Granada en los años 80 de la poesía cuántica. Una introducción por tanto la de Jesús Malia necesaria y gratificante que nos abre la puerta a nueve autores vivos, españoles e hispanoamericanos, de un acalidad sobresaliente. Para todos ellos, lo señala el autor de esta antología, las matemáticas son un elemento esencial. En cualesquiera de sus formas: numérica, astronómica, geométrica, algebraica... Los autores son: los peruanos Rodolfo Hinostroza y Enrique Verástegui Peláez; el venezolano Daniel Ruiz Correa y los españoles David Jou i Mirabent, Ramón Dachs, Agustín Fernández Mallo, José Florencio Martínez, Javier Moreno y el propio Jesús Malia.
Poética de Agustín Fernández Mallo:
Si a un verso considerado bien calibrado le quitas o añades una palabra, lo inutilizas. Si a una ecuación -que no sea un desarrollo de términos aproximativos-, le quitas o le añades un término, también la inutilizas. Ésta es una de las muchas similitudes que existen entre matemáticas y poesía.
Poema de Javier Moreno:
En este promontorio, de espaldas al mármol
desarmado por el tiempo, sorprende la extensión informe del mar. Una inmensidad azul
tangente a lo divino
salpicada de hilachas de espuma, anticipo de una nueva diosa, la que vive en la piel y despierta el deseo de otra. Olas
que son comas
delimitando el vacío, creando un ritmo quebrado, una música sostenida en la nada (como este raudal de aire que flota sobre las ruinas) y rompiendo en placer. No encuentro mejor justificación para que aquellos hombres (que desde este momento ya venero) edificaran aquí este templo
Poemas de Daniel Ruiz:
Circunferencia
Abrazo perpetuo
Sobre la nada
___
Circunferencia
Anhelo constante
Giras
___
Circunferencia
Dentro de ti
La oquedad
Poema de José Florencio Martínez:
Los números quebrados
Para cuando te rompas,
cántaro,
tengo ya las lágrimas a punto.
Para cuando te quiebres,
pájaro,
recoger tu canto.
Para cuando derrames,
cántico,
tu agua por el desierto de mis labios.
Poética y poema de Jesús Malia:
Lo quiso expresar Ortega y Gasset, aunque algo equivocado por excesivo, al afirmar que “la metáfora es el álgebra superior de la poesía”. No es necesario llegar a la complejidad del álgebra para abstraer y definir expresiones que se refieran simultáneamente a cosas, situaciones o hechos dispares (esto es la metáfora, establecer nexos entre lo aparentemente disperso y mostrar la multiplicidad de la unidad), sino que nos basta con la aritmética. ‘Uno’ se refiere por igual a un hombre, un gato, un ave, como a un pueblo, un país, un mundo, una galaxia. Enmendando a Ortega, pues, diré que la metáfora es la aritmética elemental de la poesía.
Ya se han dado cuenta de la verdadera poesía encerrada en estos poemas, de cuya naturaleza forman parte las matemáticas. No hemos podido transmitirles el pulso, también existente, de los números, de las figras geométricas, el pulso de la tipografía, todo lo visual.
Ya termino: Esta antología no requiere, para su lectura, una formación matemática, sino que se dirige a los amantes de la poesía; pero de algún modo consigue un triple beneficio: despierta el interés por las matemáticas en los que somos más torpes, es un respaldo a los que enseñan las matemáticas como un horizonte que va más allá de los números y crea pasión por la poesía en los que en primer lugar fueran vencidos por la ciencia. Esta tarde esta antología, Primera antología de poesía con matemáticas, es, como dijimos al principio, un resplandor intelectual y emocional.Celebrémoslo.
Javier Lostalé
Relacionado con ello, el pasado sábado 14 de este mes de julio, Ignacio Elguero dijo unas palabras en "La estación azul" sobre Πoetas. Anoto el enlace al programa completo, el tiempo para la antología (aparte otras referencias iniciales) 21 minutos 53 segundos.
Primera antología de poesía con matemáticas (Javier Lostalé)
"La verdad poética y la verdad matemática se miden por la emoción"
La lectura de esta antología me ha creado la misma tensión intelectual y emocional que se produce durante la escritura de un poema. Y dentro de esa tensión, he pensado, en primer lugar, en el alto grado de abstracción que estrecha los lazos entre la poesía y las matemáticas; de cómo esa abstracción no está desligada de la realidad, del ser humano, sino que está encarnada en ambos, mediante un proceso, eso sí, de ascensión, de búsqueda de lo absoluto, del origen, de un espacio no hollado en el que todo puede ser descubrimiento y realización plena sin adherencias, un estado en cierto modo virginal. He pensado de cómo en el camino hacia ese estado superior, no angelical sino plenamente humano, repetimos, el lenguaje, tanto en la poesía como en las matemáticas, tiene un carácter indagatorio, habita el enigma, se empaña del fulgor de la belleza (tan ligada a la metáfora) y existe una doble secuencia temporal en el proceso del conocimiento. Como escribió Herman Broch en ese libro siempre nuevo cada lectura, La muerte de Virgilio, "la poesía es una forma impaciente de conocimiento", y las matemáticas exigen un tempo distinto. Eso sí, es una forma de conocimiento en la que, aunque juega una parte no despreciable la inspiración, en ambos casos son fundamentales el trabajo y el rigor. Hay además algo importante, creo, que en este caso diferencia a la poesía de las matemáticas, y es que en la poesía se dice siempre más de lo que se dice, y ese es su efecto en el lector. La iluminación de las matemáticas es el resultado de infinitas operaciones tal como en él se nos muestra. Una iluminación que puede ser totalmente novedosa, y por aquí sí existe -pienso- un vínculo con la poesía. Y desde luego en ambas disciplinas entra en juego la emoción, tanto en el camino como en la meta. La verdad poética y la verdad matemática se miden por la emoción.
Esta introducción ha sido necesaria en virtud de todo lo que ha despertado en mí esta Primera antología de poesía con matemáticas que, publicada por Amargord, ha preparado Jesús Malia, poeta, matemático y divulgador de la poesía desde la seriedad y el apasionamiento. Las tres cosas, más su olfato de antólogo, han dado como fruto esta obra, primera de su especie y de gran valor literario, que es un ejemplo de cómo las culturas científica y humanística son ramas del mismo árbol. La magnífica introducción de Jesús Malia, que debe leerse con la misma aplicación de la razón y el corazón que luego debemos mantener en la lectura de los poemas, está encabezada por algunas citas que no tienen desperdicio, de las que cito dos. Dice Ortega y Gasset: "La metáfora es el álgebra superior de la poesía". Y Bertrand Russell escribe: "La matemática, cuando se la comprende bien, posee no solamente la verdad sino también la suprema belleza". Y, ya en las primeras líneas de su texto, Jesús Malia resume el espíritu de esta antología afirmando que "no se trata solo del acercamiento de los poetas a la ciencia en general y a las matemáticas en particular, sino a la aparición de las matemáticas en el verso como un elemento más de su rico y evocador lenguaje". Y hecha esta advertencia inicia un recorrido histórico tendente a mostrar cómo a través de los siglos "poesía y ciencia se amancebaron", en expresión suya. Parte Jesús Malia de la poesía didáctica en Grecia y Roma repondiendo a la pregunta "¿Por qué no caben las Matemáticas en la poesía didáctica grecolatina?", y permitiéndonos convivir con Lucrecio, Hesíodo, Parménides, Empédocles y Arato de Soles, y visitar la Antología Palatina. Después nos traslada a la India para hablarnos de la relación Poesía y Matemáticas, y sin solución de continuidad en nuestra aventura lectora nos conduce a Persia y Al-Ándalus, con la presencia del poeta y científico esencial persa Omar Khayyam, que introduce -dice Jesús- "a la ciencia o al saber en su verso". Y para maravilla nuestra llega al Renacimiento europeo con dos figuras inundadoras por su personalidad multidisciplinar: Leonardo da Vinci y Galileo. Luego, el barroco, con John Milton y su Paraíso perdido, que se refiere, como nos dice Jesús Malia, a "la alquimia del verso". Y si seguimos avanzando pronunciamos nada menos que los nombres de Goethe, Novalis y Coleridge. El siglo XIX después está principalmente representado por las reflexiones de Carlos Fernández Shaw, entre ellas la de que "el nacimiento de toda hipótesis, en su desarrollo, en su definitiva llegada a la vida de lo verdadero, palpita siempre una idea eminentemente poética". Finalmente refleja Jesús la situación en el siglo XX, en donde se recogen otras interesantes reflexiones del poeta y cirujano Pedro Piulachs en su texto La palabra en la ciencia y en la poesía; se recomienda la lectura de la antología Explorando el mundo: poesía de la ciencia, preparada por Miguel García Posada, fallecido a principios de este año, o el nacimiento en Granada en los años 80 de la poesía cuántica. Una introducción por tanto la de Jesús Malia necesaria y gratificante que nos abre la puerta a nueve autores vivos, españoles e hispanoamericanos, de un acalidad sobresaliente. Para todos ellos, lo señala el autor de esta antología, las matemáticas son un elemento esencial. En cualesquiera de sus formas: numérica, astronómica, geométrica, algebraica... Los autores son: los peruanos Rodolfo Hinostroza y Enrique Verástegui Peláez; el venezolano Daniel Ruiz Correa y los españoles David Jou i Mirabent, Ramón Dachs, Agustín Fernández Mallo, José Florencio Martínez, Javier Moreno y el propio Jesús Malia.
Poética de Agustín Fernández Mallo:
Si a un verso considerado bien calibrado le quitas o añades una palabra, lo inutilizas. Si a una ecuación -que no sea un desarrollo de términos aproximativos-, le quitas o le añades un término, también la inutilizas. Ésta es una de las muchas similitudes que existen entre matemáticas y poesía.
Poema de Javier Moreno:
En este promontorio, de espaldas al mármol
desarmado por el tiempo, sorprende la extensión informe del mar. Una inmensidad azul
tangente a lo divino
salpicada de hilachas de espuma, anticipo de una nueva diosa, la que vive en la piel y despierta el deseo de otra. Olas
que son comas
delimitando el vacío, creando un ritmo quebrado, una música sostenida en la nada (como este raudal de aire que flota sobre las ruinas) y rompiendo en placer. No encuentro mejor justificación para que aquellos hombres (que desde este momento ya venero) edificaran aquí este templo
Poemas de Daniel Ruiz:
Circunferencia
Abrazo perpetuo
Sobre la nada
___
Circunferencia
Anhelo constante
Giras
___
Circunferencia
Dentro de ti
La oquedad
Poema de José Florencio Martínez:
Los números quebrados
Para cuando te rompas,
cántaro,
tengo ya las lágrimas a punto.
Para cuando te quiebres,
pájaro,
recoger tu canto.
Para cuando derrames,
cántico,
tu agua por el desierto de mis labios.
Poética y poema de Jesús Malia:
Lo quiso expresar Ortega y Gasset, aunque algo equivocado por excesivo, al afirmar que “la metáfora es el álgebra superior de la poesía”. No es necesario llegar a la complejidad del álgebra para abstraer y definir expresiones que se refieran simultáneamente a cosas, situaciones o hechos dispares (esto es la metáfora, establecer nexos entre lo aparentemente disperso y mostrar la multiplicidad de la unidad), sino que nos basta con la aritmética. ‘Uno’ se refiere por igual a un hombre, un gato, un ave, como a un pueblo, un país, un mundo, una galaxia. Enmendando a Ortega, pues, diré que la metáfora es la aritmética elemental de la poesía.
1 o nadie
lucia
son sus ojos la traza de un segmento de recta
estrellas suficientes para alumbrar la vida
y asirla y apresarla
en un teorema
su boca
matriz de dientes blancos y risa destapada
la caja de un tambor que tiembla de alegria
truncada sucesion
de axiomas y cuadrados
parentesis de carne y de estrellas
blancas
sus ojos
su boca
sus ojos
constituyen la clase de todos los conjuntos
su boca
sus ojos
su boca
Ya se han dado cuenta de la verdadera poesía encerrada en estos poemas, de cuya naturaleza forman parte las matemáticas. No hemos podido transmitirles el pulso, también existente, de los números, de las figras geométricas, el pulso de la tipografía, todo lo visual.
Ya termino: Esta antología no requiere, para su lectura, una formación matemática, sino que se dirige a los amantes de la poesía; pero de algún modo consigue un triple beneficio: despierta el interés por las matemáticas en los que somos más torpes, es un respaldo a los que enseñan las matemáticas como un horizonte que va más allá de los números y crea pasión por la poesía en los que en primer lugar fueran vencidos por la ciencia. Esta tarde esta antología, Primera antología de poesía con matemáticas, es, como dijimos al principio, un resplandor intelectual y emocional.Celebrémoslo.
Javier Lostalé
Entradas a extinguirse en el DRAE, por la B
baby-sitter.
Supresión. Curioso, sin embargo, que se incorpora au pair (au pair. 1. loc. adj.
Dicho de una persona, especialmente de una mujer joven: Que trabaja sin
sueldo en un país de lengua extranjera, como niñera o en labores
domésticas, a cambio del alojamiento y la manutención. Una chica au pair. U. t. c. loc. sust. Una au pair.)
balata1.
Supresión.
batiborrillo.
Supresión.
berbí.
(De Verviers, ciudad de Bélgica, célebre por sus paños).
□ V.
1. m. El que antiguamente se fabricaba con trama y urdimbre sin peinar.Supresión total. Aquí la salvamos.
bivirí.
(De BVD, marca reg.).
Supresión.
bofeña.
(De bofe).
1. f. Man. bohena (‖ longaniza de bofes).Supresión.
bohena.
Supresión.
boheña.
(De bofe).
Supresión. Lo de estas tres se puede llamar extinción de especie. Inadmisible, tres estupendos sinónimos para pulmón, ya que no hemos probado esa longaniza.
brandís.
1. m. Casacón grande que solapaba sobre el pecho, se abrochaba con botones y se ponía sobre la casaca, para abrigo.
Supresión.
buna.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)