Somos panzonas las peruanas, muchas somos
panzonas y seguimos teniendo hambre.
Absurdamente exhibidas en escaparate argentino
llevamos la impertinencia de un niño.
Somos un globo aerostático
catwalk o toque de exquisitez urbana.
Espectros al caminar erguidas, peruanis feminis
sapiens sapiensa, vestidas con modelos porteños que
esconden la grasa abdominal.
Lo de cómo conversé con Dios en el cementerio de
Recoleta
es otra historia. Allí estuvo él, flaco pero también
panzón.
La panza es un espacio cultural,
la panza heredada de mi mamá, de mi abuela, la
que nunca me gustó. Nunca. La panza peruana
buscando reivindicación en cualquier lugar del
mundo donde se lastime sutilmente lo vernáculo,
donde silenciosas mejoramos la especie.
Trasgredí mi último rincón de ADN para elevar el
género.
Retumban diecisiete imágenes de mujeres
derrumbadas.
Las palabras son un hito helado.
Las peruanas que puedes consumir de ese menú,
todas iguales, caras de sapo, nada que ver con una
aproximación a Grecia, a Roma, o por lo menos a la
horizontalidad mongólica del Asia, cada vez menos
extraña, cada vez más al alcance de mi mano.
¿Por qué te avergüenzas chola de mierda?
¿no tienes pensamientos?¿no sabes mirar de frente?
Te queda un orgullo mal cabido, un orgullo de
pobre, de hablar de comida y ríos que otras no
conocen, de ídolos negros, solares o lunares,
cualquier cosa que reivindique tu panza, extrañar al
desierto cuando se odia la sequedad, orgullo tan
mal dicho, hereditariamente en discordia, como un
asidero para no sentirse derrumbado, ni por la
voluntad de otros pueblos, ni por su semen, ni por
su belleza.
Y yo quería ser blanca y rubia, porque Jesús
cristiano pudo ser ario o semita, cualquier cosa,
menos una mezcla de cosas raras y nerviosas, con
panza como yo.
Julia Wong en Bi-rey-nato, publicado por El suri porfiado