VII (2, y fin)
¡Hiende, oh padre de los presagios, hasta en nuestros linos de esponsales! ¡Mar immplacable bajo el velo, oh mar, imitado por las mujeres en el trabajo y sobre sus altos lechos de amantes o de esposas!
La enemistad que regula nuestras relaciones no nos impedirá amar. ¡Que el rebaño engendre monstruos a la vista de tu máscara! Nosotras somos de otra casta, de aquellas que conversan con la piedra alzada del drama; nosotras podemos contemplar el horror y la violencia sin impregnar de fealdad a nuestras hijas.
Inquietas, nosotras te amamos porque eres ese campo de los reyes donde corren, peinadas de oro, las perras blancas de la desdicha. Ávidas, deseamos ese campo de baldosas negras donde ancla el relámpago. Y nos conmovemos por ti con una pasión sin afrenta y de tus obras concebimos en sueños.
He aquí que tú ya no eres para nosotras figuración mural ni encajería del templo. Pero en la multitud de tu hojarasca, como en la multitud de tu pueblo -enorme rosa de alianza y enorme árbol jerárquico- eres como un gran árbol expiatorio en la encrucijada de las rutas de invasión.
(Donde el niño muerto se mece con las calabazas de oro y los trozos de espadas y cetros, entre las efigies de arcilla y las cabelleras trenzadas de paja y las grandes horquillas de coral rojo, donde se mezcla la ofrenda tributaria con el despojo abundante.)
Otros han visto tu rostro de mediodía donde brilla, repentinamente, la majestad tremenda del ancestro. Y el guerrero que va a morir se cubre en sueños con tus armas y llena su boca de uvas negras. Y tu resplandor de mar está en la espiga de la espada y en la ceguera del día; y tu sabor de mar está en el pan santo y en el cuerpo de las mujeres que lo consagran.
Tú me abrirás tus mesas dinásticas, dice el héroe en busca de la legitimidad. Y el afligido que se hace a la mar: "Yo tomo mis cartas de naturalización".
Laudable es también tu rostro de extranjera, en la primera leche del día -alba empañada de nácares verdes- cuando sobre los caminos encornisados que sigue la migración de los reyes, alguien hace histórico nuestro libro, entre dos cabos, en esa confrontación muda de las aguas libres.
¡Ruptura! Ruptura, por fin, del ojo terrestre y de la palabra pronunciada. Entre dos cabos; sobre la retribución de las perlas y sobre nuestros embarcamientos trágicos, con nuestros vestidos laminados de plata...
Los navíos cruzan a medio cielo. Y son toda una flor de grandes mármoles. Allá van, con el ala en alto y su séquito de bronce negro. Pasan su cargamento de vajillas de oro y el punzón de nuestros padres y su cosecha de especias vendibles bajo el signo del atún.
Así cedemos nosotras, cómplices, terrestres, ribereñas... Y si nos es necesario llevar más lejos la ofensa de haber nacido, que entre la multitud hasta el puerto, se abra para nosotras el acceso de las rutas inmensas.
Nosotras frecuentamos esta noche la sal antigua del drama, la mar que cambia de dialecto a la puerta de todos los imperios. ¡Y también esta mar que vela en otras puertas, la que vela en nosotras y nos mantiene en el asombro!
¡Honor y mar! Cisma de los grandes, desgarramiento radioso al través del siglo: ¿está todavía tu queja a nuestros flancos? ¡Nosotras te hemos leído, cifra de los dioses! ¡Nosotras te seguiremos, pista de los reyes! ¡Oh, triple rango de espuma en flor! Y esta humareda de ave rapaz sobre las aguas,
como en el terraplén real, sobre las calzadas peninsulares pintadas a grandes trazos blancos con signos de magia, el triple rango de los áloes en flor y la explosión de las astas seculares en las solmenidades del atardecer!
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