IX (3, y fin)
Nosotras escuchamos, desde muy lejos, como un reclamo hecho en voz baja, la cosa tan próxima y tan remota, como el silbo purísimo del viento mediterráneo en el más alto corno de un aparejo naútico. Y la dulzura está en escuchar, no en el silbo ni en el canto. Y estas son las cosas inenarrables que nosotras solo percibimos a medias.
Más valía callar, refrescando nuestra boca con pequeñas conchas. Oh viajeros sobre las aguas negras en busca de santuarios, id a crecer más que a construir.La tierra de piedras desatadas viene por sí misma a deshacerse asomándose a estas aguas. Y vosotras, servidoras manumisas, avanzamos con los pies incultos entre las arenas demasiado movibles.
Nivelaciones sedosas de la arcilla blanca. ¡Dulzura! Pastosidad nudosa del estiércol blanco, suavidad hipócrita que anticipa a la tierra nuestro paso de mujeres soñolientas.
Y desde la planta del pie, desnudo sobre estas maceraciones nocturnas como una mano de ciego entre la noche de signos anublados, nosotras hemos seguido hasta aquí este puro lenguaje modelado: un puro relieve de marcas meníngeas, de protuberancias santas en los lóbulos de la infancia embrionaria.
Y las lluvias han pasado sin ser interrogadas por ninguno. Su largo séquito de presagios se ha ido detrás de las dunas a desuncir sus yuntas.
Los hombres anochecidos abandonan los surcos. Las pesadas bestias enyugadas se orientan solas hacia la mar.
¡Que se nos castigue, oh mar, si nosotras no hemos vuelto también la cabeza!
La lluvia salada nos viene aún de altamar y es una claridad de agua verde sobre la tierra como la que se ve cuatro veces al año.
Niños que os peináis con las más anchas hojas acuáticas, vosotros nos tomaréis de la mano en esta medianoche de agua verde; las profetisas absueltas se van, con las lluvias, a trasplantar los arrozales.
(Y bien. ¿Qué era lo que queríamos decir y no hemos sabido decir?)
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