XI (2, y fin)
Una noche, color de cebolla y de escabiosa, en que hasta la tórtola verde de los acantilados enseña a nuestras fronteras su gemido dichoso de flauta acuática, la cineraria marítima y el pájaro de alta mar se nos desnudaron de su grito.
Una noche más tibia para la frente que nuestras cinturas desceñidas, hasta que el ladrido remoto de las Parcas se durmió en el vientre de las colinas;
el tordo de los jardines había cesado de
ser su cantor y la mar continuaba siendo lo que fue desde su nacimiento.
Nosotras hemos pronunciado la hora más hermosa, aquella más hermosa que en la que fueron concebidas de nuestras madres las doncellas más hermosas. La carne será esta noche perfecta. Y la ablución del cielo nos lava de un fardo de párpados. ¡Amor, eres tú, no haya inadvertencia!
El que no haya amado de día, amará esta noche. Y el que nazca esta noche será cómplice nuestro para siempre. Las mujeres llaman en la noche. Las puertas se abren sobre el mar. Y los grandes salones solitarios se inflaman con las antorchas del poniente.
¡Abrid, abrid al viento de la mar vuestras tinajas de hierbas olorosas!
Las plantas lanudas se colocan sobre los cabos y en los escombros de pequeñas conchas. Los monos azules bajan de las rocas bermejas, cebados de higos espinosos. Y el hombre, que tallaba una taza de ofrenda en el cuarzo, cede a la mar llameante su ofrenda.
Allá arriba, desde donde se nos solicita, se oyen las voces claras de las mujeres a nuestras puertas -¡última noche!-. Y nuestras vestiduras de gasa están sobre los lechos que visita la brisa. Allá arriba van las siervas, oreando nuestras lencerías y nuestras lencerías de mujeres para la noche.
Y la fescura del lino está sobre las mesas; la platería de la última noche es sacada de las arcas de viaje... Nuestras cámaras se abren sobre la mar. Y la noche pasa hundiendo un abrazo de ídolo. En los templos sin ritos el sol de los muertos ordena sus fogatas de oro mientras las mulas polvorientas se detienen en las arquerías de los patios.
¡Esta es la hora, oh vivientes!, en la que el céfiro de la mar cede su sitio al último soplo de la tierra. El árbol, anillado como un esclavo, abre su fronda susurrante. Nuestros huéspedes se extravían sobre las pendientes en busca de pistas hacia la mar; las mujeres buscan lavandas y nosotras mismas estamos bañadas de la ablución nocturna... No hay ninguna amenaza en la frente de la noche, solo ese gran cielo marítimo con blancura de alfanje. Luna de menta en el Oriente. Una estrella verde en el cielo bajo, como un garañón que ha probado la sal. Y el hombre de mar está en nuestros sueños.
¡Tú, el mejor de los hombres, ven y saquea!
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