Cuando me incorporé tuve la sensación de haber sido arrastrado por una corriente eléctrica. No puedo recordar cómo, cuándo o con exactitud dónde me enteré de que, al fin, todo estaba decidido. El sol, inmóvil y apagado, no alimenta rincón alguno del planeta. Todo lo que surgiera por el raro soplo del germen, los edificios, los árboles, los hombres, las aguas, el ruido del mar, todo parece concluido. Lejos de ser una sorpresa, la noticia confirmada representó para mí cierta liberación. Siempre vi cosas y gente donde otros apenas vieron nada. Estoy cansado, cansado de tener la razón.
Vine a Madrid porque me dijeron que aquí sería feliz. De esto hace ya mucho, no sabría decir cuándo, quizá más de una década.
La tormenta ha alcanzado el continente. Ninguna pestilencia o plaga ha sido antes tan mortal, tan terrible. Las cosas sucedieron como la caída de una casa de naipes, sin solución de continuidad. Lo que en otro lugar tardó quince días, aquí se destruyó en quince años. Sin embargo, en este último ataque, el avance y la culminación de la enfermedad fueron cuestiones de media hora. Nadie sabe quién ofrece estos juegos, quién va a la cabeza de esta procesión, aunque todos tiremos de su carro triunfal.
No estoy seguro de si hubo algo que se hubiese podido hacer al respecto (¿por qué persevera, entonces, este sentimiento inútil?). Los signos eran claros y los augurios los peores. Pude leer lo que engendraba el aire en las fuentes, en el movimiento de las copas de los árboles, en el fulgor de las entrañas de los peces. Intenté transmitir lo que mis sentidos, a su pesar, aceptaban. Me llené de datos y expuse alternativas en verbenas, corralas y bailes tan diversos como numerosos. Fui lo más exacto que permitían mis trazos, lo más reiterativo en mis colores. Pedí un nuevo inicio y fe en la actividad común: pinté un breve instante de amistad. Pero fue inútil, cierto furor los espantó, mis asociaciones no se comprendieron; me convertí en un hombre invisible. Pronto aquellos que creí cercanos me abandonaron, varios no tardaron en favorecerse de mi condición. Confundieron la urgencia con soberbia. De todas las traiciones, una fue la más inesperada. Su cuerpo prometía absoluto y su mente perplejidad, pero debo aceptarlo: tampoco ella tenía valor.
Entonces tuve un trabajo y lo que cualquiera cree tener derecho a soñar. Pero no me cuelgo méritos, simplemente cumplí con lo acordado. A pesar de mi origen, con esfuerzo y honestidad, lo había conseguido. Animado por tales logros, intenté cierta proyección común. Me topé con ellos, los que finalmente me harían descubrir mis propias limitaciones. Pensaba que compartíamos algo, ideales elevados, el aprecio por palabras y modos que llegaban desde lejos, la sensatez de proteger el presente, el intercambio de una conversación aguda… me siento tan ridículo al verme con una botella de vino para celebrar un fin de semana con aquellos que demostraron ser una horda de chacales. Pronto, a través de la intimidación y el control a distintos niveles, sin delegar nunca funciones y con falsas promesas, tomaron represalias. Su actitud fue la usual hacia quienes mostraban temor o rehusábamos reconocernos como inferiores: me hirieron con los medios de su círculo amplio y estrecho.
Los relámpagos anunciaron la llegada a mi casa de cuatro caballeros: un abogado, un banquero, un psiquiatra y un policía. Fueron implacables. No representó mayor esfuerzo para ellos demostrarme que mi vida era miserable. Una vez que lo hicieron se entretuvieron un rato largo. Nadie me defendió. Numerosos testigos, bienintencionados, decidieron que abstenerse era el modo de conservar su integridad. Recuerdo que sus versiones fluctuaban de un ‘es su problema’ a un ‘esas agresiones nunca existieron’. Incluso fueron pródigos con el cinismo, lo indeterminado y las teorías intelectualmente prodigiosas. La realidad adelgazó con el lenguaje.
Los dividendos para el día de hoy son húmeros, fémures, tibias y cráneos; hombres que buscaban retratarse con gente influyente, mujeres que simplemente querían ser madres y morir. Una nómina de huesos: por una deuda perpetua sepultados, encadenados a inversiones imaginarias.
Pese a mi apariencia poco conspicua, es hora de decirlo: yo soy el cordero del abismo. Fueron noches enteras en bares umbríos, a los que llegaba siguiendo ecos, susurros, silencios; confusos cantos de misticismo mundano. Algunos me recordarán como un monstruo por mi voracidad, pero en todo ese tiempo, una gran época, estuve malherido. Mis ojos antiguos me jugaron malas pasadas, con excesiva familiaridad transformé una fábrica de placer en una mezquita. Me hice experto en geografías extrañas, túneles sordos, feroces intercambios de lenguas. En cierto modo este fue un buen entrenamiento, comprobé que era factible tanto la duplicidad de la piel como su reversibilidad, y que mi cuerpo aún tenía peso y temperatura. Acepté que era imposible ser y practiqué lo inconfesable. Pero aún sentía mucha ternura en medio de la sordidez.
El tiempo se desintegra, la luz se oscurece, los niños ya no juegan en los parques. Más pronto que nunca, un río incesante de sangre hirviente y los contornos de la realidad definidos con un brochazo grueso, en contrastes insalvables de oro, ocre y negro. ¿Recordará alguien, cuando ya muchos estemos obligados a huir, aquellas lejanas ilusiones primeras o tendrán mejor suerte mis músicos, mis payasos tristes, mis muñecas monstruosas? Busco olvidarlos, tomar discretamente mi lugar en esta procesión. Al fin yacen inertes, para mí también, los viejos anhelos, la alegría, los sueños, el optimismo de cuando la fiebre de esta fiera era apenas un ser protoplasmático. Repitamos juntos, una vez más, la nómina de huesos: simulacros periodísticos y zares del ladrillo, editores millonarios y asignación de terrenos sin clasificar, aventuras transnacionales, chauvinismo, premios acordados, licitaciones dudosas, agentes literarios, concejales corruptos, escritorzuelos del populismo mediático, representantes y ciudadanos semianalfabetos,fotografías en ferias veraniegas con héroes deportivos y bailarinas… nuestro fin de siglo, su demagogia y clientelismo; las ruinas de lo ideológico y la especulación de lo simbólico, artífices de la transición política.
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