TRES POEMAS
I
¿Qué hay más débil que un dios? Gime hambriento y husmea
la sangre de la víctima
y come sacrificios y busca las entrañas
de lo creado, para hundir en ellas
sus cien dientes rapaces.
(Un dios. O ciertos hombres que tienen un destino.)
Cada día amanece
y el mundo es nuevamente devorado.
II
Los ojos del gran pez nunca se cierran.
No duerme. Siempre mira (¿a quién?, ¿a dónde?),
en su universo claro y sin sonido.
Alguna vez su corazón, que late
tan cerca de una espina, dice: quiero.
Y el gran pez, que devora
y pesa y tiñe el agua con su ira
y se mueve con nervios de relámpago,
nada puede, ni aun cerrar los ojos.
Y más allá de los cristales, mira.
III
Ay, la nube que quiere ser la flecha del cielo
o la aureola de Dios o el puño del relámpago.
Y a cada aire su forma cambia y se desvanece
y cada viento arrastra su rumbo y lo extravía.
Deshilachado harapo, vellón sucio,
sin entraña, sin fuerza, nada, nube.
AGONíA FUERA DEL MURO
Miro las herramientas,
el mundo que los hombres hacen, donde se afanan,
sudan, paren, cohabitan.
El cuerpo de los hombres, prensado por los días,
su noche de ronquido y de zarpazo
y las encrucijadas en que se reconocen,
Hay ceguera y el hambre los alumbra
y la necesidad, más dura que metales.
Sin orgullo (¿qué es el orgullo? ¿Una vértebra
que todavía la especie no produce?)
los hombres roban, mienten,
como animal de presa olfatean, devoran
y disputan a otro la carroña.
Y cuando bailan, cuando se deslizan
o cuando burlan una ley o cuando
se envilecen, sonríen,
entornan levemente los párpados, contemplan
el vacío que se abre en sus entrañas
y se entregan a un éxtasis vegetal, inhumano.
Yo soy de alguna orilla, de otra parte,
soy de los que no saben ni arrebatar ni dar,
gente a quien compartir es imposible.
No te acerques a mí, hombre que haces el mundo,
déjame, no es preciso que me mates.
Yo soy de los que mueren solos, de los que mueren
de algo peor que la vergüenza.
Yo muero de mirarte y no entender.
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