A leer un poemario, nadie enseña. Y a escribirlo, tampoco. Esos son modos que se aprenden, o que se intuyen, o que, estrictamente, se practican desde una posición muy personal, y única.
Dicho lo cual y hablando de memoria, para que no se pierda…
Maravillosos Bella Durmiente, de Miriam Reyes; Nostalgia del acero, de Lucía Fraga; Invención de gato de Vanesa Pérez Sauquillo… Maravillosas. No voy a ser yo quién las descubra ni quién las explique. Las conocéis de sobra. Si no es así, os las recomiendo.
A los jóvenes poetas, estas chicas y otras, son las que han venido a iluminarnos. Son ellas. Los demás, por ahora, les hacemos los coros.
Y ellas, queridos amigos, no se permiten deslices al construir un poemario. O se les cuelan pocos. Parten de una idea central que es la que desarrollan, sin perderla de vista.
No vale coleccionar poemas que no guardan relación y pretender empalmarlos con el soplete del título. No. Cada poema es esencialmente idéntico y distinto al resto. Pues todos son concebidos en la matriz del título.
Se trata de mirar las distintas vertientes, las distintas aristas, las distintas caras del poliedro que observan.Y el problema, lo que marca que el libro esté acabado o no, es si alguna de las caras queda por descubrir. Vamos, la técnica de exhausción que tan útil nos resulta a los matemáticos.
No nos engañemos, la metáfora no es un instrumento para esconder al poeta, es un recurso poliexpresivo. Como un poliedro es un poemario cuyo nombre es dado al nombrar la obra.
Volviendo al comienzo, me decía Miguel Pastrana hace unas cañas, que esta forma de contemplar la escritura de un poemario “no deja de ser una opción estética”. De acuerdo, opción estética, seguro. ¿Encierra algo más la poesía?
Pero detrás de la estética hay inteligencia. Dijo Federico:“soy poeta por la gracia de la técnica”. Éste es Lorca, claro.
Y estas chicas, como Federico, si en algo abundan con esa opción estética e intelectual, es en la emoción. En la emoción pura. Trigo limpio, vamos. En el grano, o la semilla, es en la que habitan.
Quiero decir, que no son sus libros aquel amigo pesado que nos invita a su casa a tomar una copa y nos pone una canción y remarca un verso y sin dejarnos escucharla por nosotros mismos, ni terminarla, nos pone otra o nos trae un libro que no podemos mirar mientras saca unas fotos y todo el rato nos dice: “oye esto”, “calla ahora”, “mira aquí”, “no te pierdas”…Y pasa del flamenco al folk sin la menor compasión y después toca tango, cumbia, bachata, merengue y términa en un réquiem. ¿Por qué cuento mi vida?
O sea, las emociones, amigo, hay que medirlas. Anthony Hopkins, Lo que queda del día (perdonad el que que, pero así se llama la criatura). Un mayordomo de su clase no se puede permitir perder el tiempo en cerrar los ojos al cadáver de su padre cuando su señor le necesita para atender a la multitud de honorables y destacados invitados que hospeda en su casa.
Pues eso, chicas, gracias por centraros. Nos ponéis un disco a un volumen bajo, que no disturbe la conversación… y a relajarnos. Si es que podemos.
Continuará.
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