Álamos, hayas, olmos, aureolas.
El poeta recorre la ciudad,
apenas duerme,
busca infidelidades a su sombra.
Comienza a amanecer y sus fantasmas
se desvanecen como una pesadilla.
El eco de su voz es tan efímero
como las nubes de la pirotecnia.
Quiere volar —quisiera—, pero ahora
el corazón es una roca inmensa.
Quiere nadar y se hunde en un pantano
de recuerdos inútiles.
Quiere quedarse estático, inmutable,
y le desplaza el viento del instinto,
las olas del amor y las ardientes
lavas destructoras.
del volcán de la noche.
Se quisiera dormir algunos siglos
y despertar cuando lo hiciera el Verbo.
Abrir los ojos cuando las palabras
sean tan exactas que abandonen credos,
autos de fe o simplemente actas
con testigos y jueces y notarios.
Que se escriba con peces y con árboles;
dijera sol y viéramos destellos.
Telémaco tal vez no encuentre a Ulises
en este siglo XX,
ni las nuevas agencias de viaje
nos ofrezcan paisajes del futuro.
El poeta descubre que su mundo,
que su bastón de fresno
no ha existido
—ni siquiera los olmos son reales—,
que no hay garzas, ni pérgolas,
que en la ciudad no viven
las hiedras trepadoras,
ni deja el mar su espuma por las calles.
Y decide no ser; no estar.
¡Qué triste decisión en los mortales!
Y, sin embargo, inútil al poeta,
que, sin quererlo, a veces, sobrevive.
Alonso Cordel, en Luna-Hiena, Colección Juan Alcaide, Ediciones del Excelentísmo Ayuntamiento de Valdepeñas, 1988.
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