Evoco relicarios de luz junto a tu nombre
de humilde piel pataleada y sola;
de niño cabrero que una fría noche de Reyes
llorabas la injusticia de tus abarcas desiertas;
de padre y esposo enamorado que
aunque no perdonaste a la vida desatenta
supiste vivir y amar y venciste al fin aunque vencido.
Que tu voz suba a los montes y desate
una tormenta de almendras espumosas.
Que mi voz se una a ti como el eco de una plegaria
para recordarte y regresarte,
para que no naufragues nunca en el olvido
de las conciencias dormidas.
Y que a la luna venidera el mundo se vuelva a abrir
encendiendo mil pétalos de lumbre dichosa
que sirvan para recordar que todo puede ser posible
si ignoramos el odio y la lucha sin sentido
de un mundo que sólo buscar escapar
de su propio precipicio.
Este poema a Miguel Hernández, lo leyó Ana María en el recuerdo que de él hicimos en el Ateneo de Madrid en el mes de septiembre de 2010.
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