La soledad (1860)
CXXI
Negro está el cielo allá arriba
negros tus ojos, muy negros,
y mi corazón, morena,
como tus ojos lo tengo.
CXXII
Fuego sale de mi pecho,
fuego brota de mis ojos,
al ver que tú eres de nieve
cuando la mano te cojo.
CXXIII
Te quería con el alma,
y por eso tengo celos
al pensar que os enterraron
juntos en el cementerio.
CXXIV
Me quieres echar del mundo,
lo cual no me importa nada,
porque me da el corazón
que este mundo no es mi casa.
CXXV
A la luz de las estrellas
yo te vi, cara de cielo;
por eso cuando te miro,
de las estrellas me acuerdo.
CXXVI
Que te compren no me extraña,
que te vendas... ¡eso sí!
y lo que menos comprendo
es que no te extrañe a ti.
CXXVII
Tenía los labios rojos,
tan rojos como la grana;
labios ¡ay! que fueron hechos
para que alguien los besara.
Yo un día quise... la niña
al pie de un ciprés descansa:
un beso eterno la muerte
puso en sus labios de grana.
CXXVIII
Por fuerza me he vuelto loco
sin saber cómo ni cuándo,
puesto que estoy tan perdido
que me busco y no me hallo.
CXXIX
Vivir, cuando justamente
naciste para morir...
¿cómo vivir, cuando llevas
la muerte dentro de ti?
CXXX
Me hieres con un puñal,
yo con mi pluma te hiero;
mi pecho queda encarnado,
y el tuyo se queda negro.
CXXXI
Si yo pudiera arrancar
una estrellita del cielo,
te la pondría en la frente
para verte desde lejos.
CXXXII
¿Quién eres? -Ya ni me acuerdo.
¿De dónde vienes? -No sé.
¿A dónde vas? -Qué sé yo.
¿Qué haces aquí? -¡Qué he de hacer!
CXXXIII
¡Ay de mí! Por más que busco
la soledad, no la encuentro;
mientras yo la voy buscando,
mi sombra me va siguiendo.
CXXXIV
Dos amantes se juraron
guardar por siempre un secreto;
y por guardarlo mejor,
dicen que ambos se murieron.
CXXXV
Lo que tuve ya se fue;
lo que tengo está perdido;
si lo que espero no llega,
¡pobre de ti, cuerpo mío!
CXXXVI
Es tanto lo que te quiero,
que hasta quiero tener penas,
si, cuando yo te las cuente,
te has de divertir con ellas.
CXXXVII
Allá arriba el sol brillante,
las estrellas allá arriba;
aquí abajo los reflejos
de lo que tan lejos brilla.
Allá lo que nunca acaba,
aquí lo que al fin termina;
¡y el hombre atado aquí abajo
mirando siempre hacia arriba!
CXXXVIII
Guárdate del agua mansa,
y guárdate de los hombres
que, sin conocerte a ti,
a todo el mundo conocen.
CXXXIX
Eres de lo ajeno avara,
y pródiga de lo tuyo,
cosas que no se comprenden
porque son cosas del mundo.
CXL
Caminando hacia la muerte
me encontré con tu querer,
y por morir más a gusto
seguí el camino con él.
CXLI
Hay víboras en la tierra,
manchas negras en el sol;
centellas hay en el cielo,
y envidia en el corazón.
CXLII
Todo hombre que viene al mundo
trae un letrero en la frente,
con letras de fuego escrito,
que dice: ¡reo de muerte!
CXLIII
Me mata poquito a poco
el querer que yo te tengo:
no te asustes, compañera,
pues por lo mismo te quiero.
CXLIV
Los que quedan en el puerto
cuando la nave se va,
dicen, al ver que se aleja:
¡quién sabe si volverá!
Y los que van en la nave
dicen, mirando hacia atrás:
¡Quién sabe, cuando volvamos,
si se habrán marchado ya!
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