La soledad (1860)
LXI
Yo me asomé a un precipicio
por ver lo que había dentro,
y estaba tan negro el fondo,
que el sol me hizo daño luego.
LXII
Me han dicho que hay una flor,
de todas la más humilde:
flor que quisiera yo darte,
flor llamada «no me olvides.»
LXIII
Las pestañas de tus ojos
son más negras que la mora,
y entre pestaña y pestaña
una estrellita se asoma.
LXIV
Por Dios, mujer, no te escondas
ni te pongas colorada:
lo que acabo de decirte
es lo que todos te callan.
LXV
Yo no podría sufrir
tantas fatigas y penas,
si no tuviera presente
que la causa ha sido ella.
LXVI
Los cantares que yo canto
se los regalo a los vientos,
y uno no más, uno solo,
guardo hace tiempo en secreto.
Y aquí lo guardo en secreto,
para cantárselo a solas
al que me quiera explicar
el por qué de muchas cosas.
LXVII
No vayas tan a menudo
a buscar agua a la fuente,
que si a la orilla resbalas
se enturbiará la corriente.
LXVIII
Niño, moriste al nacer;
yo envidio el destino tuyo:
tú no sabes lo que hay
desde la cuna al sepulcro.
LXIX
Di, mujer, ¿qué estás haciendo?...
¿no te ha dado Dios razón
para ver que si me engañas
nos engañamos los dos?
LXX
Cada vez que sale el sol
me acuerdo de mis hermanos,
que sin pan y con fatigas
van a empezar su trabajo.
Fatíganse en el trabajo
mientras el sol los alumbra,
y del trabajo descansan
cuando se quedan a oscuras.
LXXI
Has pasado junto a mí
sin decirme «adiós» siquiera;
justamente hoy hace un año
que yo te dije quién eras.
LXXII
Olvida, pues tú lo quieres,
cuanto los dos hemos hecho;
mas sé una vez generosa
y déjame los recuerdos.
LXXIII
Por mi gusto en la corriente
no sé lo que entré a buscar,
y sin sentir me ha llevado
la corriente hasta la mar.
LXXIV
Te he vuelto a ver, y no creas
que el verte me ha sorprendido:
mis ojos ya no se asustan
de ver lo que otros han visto.
LXXV
Sé que me vas a matar
en vez de darme la vida:
el morir nada me importa,
pues te dejo el alma mía.
LXXVI
Yo me he querido vengar
de los que me hacen sufrir,
y me ha dicho mi conciencia
que antes me vengue de mí.
LXXVII
Yo pedí licencia a Dios
que me dejase quererte,
y Dios, al ver mis fatigas,
me la otorgó para siempre.
Me la otorgó para siempre;
y cuando dije «te quiero»,
se presentaron los hombres
y a mi querer se opusieron.
LXXVIII
En lo profundo del mar
hay un castillo encantado,
en el que no entran mujeres,
para que dure el encanto.
LXXIX
Me he equivocado al decirte:
por ti me muero, bien mío;
quise decirte, y perdona,
que tan sólo por ti vivo.
LXXX
Al verte cerca de mí,
dudo yo mismo si sueño;
sueño de noche contigo,
y creo que estoy despierto.
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