miércoles, 17 de septiembre de 2014

Un par de poemas de Javier Lostalé en "La estación azul" y en "Figura en el paseo marítimo"



Poemas de "La estación azul"

La frontera

Todos vivimos en la frontera, a un paso de la felicidad y a otro del abandono y el desamparo. Somos unos refugiados sin territorio que estamos pendientes de que alguien nos nombre para sentirnos habitantes de algún lugar. Nos ves- timos cada día sin saber cuántos grados de soledad seremos capaces de alcanzar, o si, por el contrario, nos sucederán tantas cosas que hasta nuestra chaqueta se sentirá extraña. Y al arribar la noche no sabremos dónde estamos, cuánto nos queda para llegar a la maravilla o al precipicio. Libramos una batalla con nosotros mismos en la que somos reyes y mendigos. Mientras nos ponemos la corona del triunfo y del dinero, nuestro corazón despojado muestra sus harapos. Todos vivimos en la frontera, en la invisible línea que separa palabra y silencio. Hablamos y no hacemos sino callar lo que realmente queremos decir. Guardamos silencio y nos desnudamos de tanto contar. Abrimos una puerta y cerramos un sueño. Tapiamos una ventana y los ojos se queman con un paisaje. Recibimos una carta y el tiempo pasado borra sus letras. Entre lo claro y lo oscuro navega nuestro pensamiento, y arde cuando sólo quedan las cenizas. Toca la verdad pero se ve deslumbrado por la mentira. Su alma es la razón y, sin embargo, a veces delira. Nada es como es y todo es como nunca fue. Así, instalados en esta frontera del desconcierto, transcurrimos. Nuestros labios mueven el aire del beso y una piel se estremece mientras huye. Nuestras manos se tienden sobre un cuerpo y se vuelven sordas. Queremos hacer algo y nos llaman de otra parte. Nos quedamos quietos y giramos veloces empujados por deseos y presencias. Perseguimos lo imposible y pasamos de largo ante lo que nos ofrece su compañía. Afirmamos estar enamorados y nunca medimos el amor por la calma de lo días. Decimos «sí», y sólo pensamos en nosotros. Escribimos «no», y entre las dos letras tiembla la duda. Plantamos una rosa y crece sólo la herida hecha por sus espinas. Todos vivimos en la frontera, anudados a la paradoja, sirvientes del dolor en la alegría y de la ignorancia en el saber. Todos vivimos con una lágrima dentro de la felicidad. Todos tenemos lo que perdemos y escuchamos lo que no nos dicen. Todos habitamos aquello de lo que fuimos desterrados. Todos pregonamos unos principios des- mentidos luego por nuestros actos. Y al cruzar a la otra orilla nos ahogamos arrastrados por las voces que ya no oímos. ¡Qué delgada frontera abre y cierra nuestra vida!


El espíritu de la luna

El espíritu de la luna no vaga por el espacio sideral sordo y ciego al crepitar humano, sino que invierte el sentido del tiempo, altera el ritmo de los seres con sus tormentas invisibles, prende la bóveda de los sueños. El espíritu de la luna habita entre nosotros hasta el punto de crearnos mareas íntimas, de abrirnos los ojos a un estuario de imágenes aún no holladas. Todos tenemos un lado mágico bañado por la luna. Cuando pasa un tren y su sombra retumba infancia, es luna. Cuando pesan las horas y todo parece ser lo mismo, y de pronto unas voces, o una luz transparente, nos inundan por dentro, y no sabemos porqué, es luna. Cuando en una conversación alguien pronuncia unas palabras y sen- timos entonces enormes ganas de viajar, o de llamar a alguien, es luna. Cuando subimos a la terraza y miramos los tejados como si fuera el mar, es luna. Cuando lo que nunca dijimos empieza una tarde cualquiera a arder y nos transfiguramos escuchando lo que tampoco nadie nos respondió, es luna. Si sentimos cómo las altas torres del orgullo caen y nos despojamos hasta la claridad del perdón, es luna. Si nuestro corazón sufre taquicardia de un nombre y se abandona a su dulce enfermedad, es que ha subido la temperatura de la luna. Si desde la puerta miramos la cama en la que murió nuestra madre y la vida es un remordimiento que nos purifica, hay luna en la habitación. Si el triunfo de los demás nos alza como un abrazo, y así, alegres, casi suspendidos, lo celebramos, es que la luna ha quemado los labios mudos de la envidia. Las lágrimas sin gafas para ocultarse, el llanto espontáneo como el que ante un amigo se desnuda, la cabeza en un hombro abandonada, todo, todo es culpa de la luna. Y cuando no hay nadie y nos vol- vemos locos de tanto ver en las sombras, es que la luna ha descendido de su reino y se ha hecho carne. Entre el nacimiento y la muerte, la luna arrasa los engañosos espejos y nos devuelve nuestra imagen verdadera. Somos tiempo en lunación. Astros de luz y sombra, como la luna. Un fuego inextinguible que no cesa, que como la luna navega un cielo siempre inalcanzable para los ojos humanos.


Poemas de "Figura en el paseo marítimo"

El margen de su espuma
desmiente un mar sin fisuras
y tiende una silenciosa escala
por la que unos ojos puros descienden
y reciben sin imagen
mientras una ola proclama
la completa mirada humana.
Todo el horizonte es signo
de lo que alguien escucha.
Sin sombra avanza un cuerpo,
anuncio sólo en la transparente luz.
Y unos labios lo nombran.


El ahogado

La luz era un himno
y todos esperaban el rescate del ahogado,
la aurora de su sangre.
Iban llegando envueltos en un vapor de ramos
por la mirada imaginados
que alejaban el terror oculto
y empujaban todo el ser hacia las ondas quietas
donde una respiración de labios florecía.
Nosotros, desde la altura, nos sumábamos en silencio
mientras por el fondo triste de mis ojos
pasabas la destilada sombra de tu vida.
Una honda nube de quietud
deslumbraba el paisaje y lo suspendía.
Cada vez más claros y lejanos
los que llegaban contenían en su espera
el halo azul del agua,
frágil red tejida por una respiración común
que unas tijeras de humo pudieran quebrar
amaneciendo el dolor más puro.
Nosotros, desde la altura, recibíamos en silencio
la verdad sin nombre que al origen devuelve
y como un beso último descubre el engaño,
pues cielo y no muro temblando siempre vivirá.
La luz era un himno
y alguno adelantaba su sueño hasta tocar el rostro del ahogado
sin que nadie lo siguiera: cada sueño tiene su reino y su lágrima.
Cada felicidad su condena: pronunciabas sin abrazo.
Y todavía en la pausa me quedaba,
torpe, perdido, limpio ahogo de ternura.
Un ave lenta, iluminada memoria,
el paisaje hacía sumo
y un instante lo amado devolvía
a los que inclinados sobre el agua
la imagen del ahogado despertaban
como una obsesión hermosa.
Todos entonces se precipitaban en el retraso mágico del recuerdo
borrando sus nombres en la íntima reunión.
El aire entretanto se consumaba en alta transparencia
y su estelar seno mostraba un pecho en reposo.
Solo, desde la altura, mi corazón escuchaba
la pena fija del ahogado
sus ojos de enfriada estela,
mientras una mano
en su soledad trazaba la pasión última del olvido.

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