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Y sentí el impulso irrefrenable de salir al jardín, a nuestro banco, querida Quiela, creyendo que había de encontrate en ese instante preciso en ese mismo lugar:
pero no estabas.
Era una llamada secreta que tan solo yo debí oír.
Y, si no fuera por las ganas de llorar, pensaría, honestamente, que lo que principalmente he conquistado son mis fracasos, querida Quiela; en un lugar prominente, tú, ¿o yo? ¡Quién pudiera discernir!, querida Quiela, ¡quién pudiera discernir!
Maldita la puerta oculta al futuro abandonado al que anhelo volver.
Maldita tú, querida Quiela.
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