Octavio Paz escribió: “La poesía de Óscar Oliva me recuerda la de Éluard, no por el erotismo sino por la limpidez: edificios verbales hechos de aire”. Hace nueve lustros, al destacar la obra del entonces joven poeta (Óscar Oliva tenía 30 años), Paz se refirió a la inventiva y la experimentación de una poesía que incorporaba a la lírica mexicana ciertos elementos que le estaban faltando: la rabia, la fuerza, la osadía.
Estratos, su nuevo libro, es una obra de madurez: el sólido quehacer de quien ha rebasado los 70 años de edad —de los que ha dedicado más de medio siglo a la poesía— y hoy entrega a los lectores un canto decantado, pulido y brillante, rodado por la corriente de la emoción y la experiencia. Verso y prosa dialogan en estas aguas, en estas páginas.
Es el libro de quien ya no puede detener ni contener el torrente del río verbal y que, en plena madurez, más que concluir, empieza: retorna al principio porque, tal y como sentencia en sus páginas, “la montaña no ha dejado de repetir / años después nuestros gritos”, y porque hoy que “la canción es de nadie” y “nadie da voz a nadie” es necesario no parar, no detenerse, no caer ni contenerse.
Si el joven poeta Óscar Oliva alzó su voz desbocada en medio del desastre y el estado de sitio, el poeta maduro, hoy, mira a su alrededor y vuelve a ver el desastre, las cabezas cortadas, la desolación, y otra vez vuelve a sentir el anónimo dolor de todos y de nadie.
Más allá del tiempo, la poesía sigue siendo música necesaria, urgente, imprescindible lo mismo que ineludible testimonio de los anhelos y la desdicha de estar vivos o, para decirlo con las propias palabras del poeta, “una forma de resistencia para preguntar qué mundo está por nacer”.
Juan Domingo Argüelles
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